En blanco y negro. Elisa Serrana

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Название En blanco y negro
Автор произведения Elisa Serrana
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563573145



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día que me hallaba en la pieza de mi tía, esta entró como un viento. Su apresuramiento era igual a su voz y su confusión fue ingrata al verme echada en su cama como una lagartija. Comenzó a hablar, creo que declamaba, porque los movimientos de sus brazos eran como aleteos; su voz como eco, paisaje o agua; según ella, devenía estridente y apenas oí lo que decía. Al fin comprendí que mi prima Angélica llegaba al día siguiente.

      Para ir en busca de Angélica era preciso sacar el Ford de la abuela. La escena de la partida fue, como siempre, conmovedora. Lucho, el chofer, que también trabajaba en otras partes de la casa, abrió de mañana el portón y empujó el auto hasta la entrada. José Luis maniobró el volante y yo ayudé a empujar, porque era divertido quedarse colgada del parachoques en el emocionante momento en que el motor se decidía a partir. Generalmente tomaba esa decisión en la bajada del camino y rugía como burlándose de todos los que nos quedábamos atrás resoplando, riendo y con las manos desocupadas de improviso y la fuerza de los músculos marchita.

      —Estará muy linda esa niñita —dijo mi abuela—. La mandan aquí para que estudie, porque fracasó en un examen.

      Linda debe haber llegado, porque José Luis, algo menor que ella, no dejó de seguirla cuando vagaba por el jardín con un libro en la mano. Se sentaba a su lado cada vez que tenía oportunidad de hacerlo sin que su padre lanzara un largo silbido de burla o de aprobación hacia la sobrina, cosa que al hijo desesperaba. Siempre había dicho que la encontraba engreída, pero ahora olvidó su juicio y discurrió invitarla a bañarse en el canal a la hora en que toda la casa dormía la siesta.

      De alguna manera lo supo mi tío y aprovechó la quietud del patio para acercarse a mirarlos desde la reja que limitaba el jardín del potrero del fondo, donde corría el canal, comentando después a la abuela que estos niños se bañaban casi desnudos. La abuela se sobresaltó un instante, pero prefirió orillar el problema contestando algo de los tiempos, de las debilidades de las madres y del uso indebido de trajes de baño que parecían pañuelos. Pero no se allegó a la reja, porque cerciorarse era peor que suponer un hecho y la abuela no quería disgustos innecesarios.

      Yo también los seguí al fondo del jardín, pero encontré a Angélica sola arrastrando una silla de lona sin acertar a ubicarla en un sitio confortable. Al sol le daba calor, dijo, y a la sombra, frío, y la semisombra y el semisol la ponían nerviosa.

      —Puede ser que logre estudiar algo —pasó la mano por mi pelo y me alejó de ella.

      Sentada a algunos pasos, leía en voz alta su primera lección, como mi tía el diario, comiéndose las palabras y saltándose los párrafos apretados: “Padre nuestro que estás en los cielos,/ ¿por qué te has olvidado de mí?/ Te acordaste del fruto en febrero/ al llagarse su pulpa rubí./ ¡Llevo abierto también el costado/ y no quieres mirar hacia mí!”. Calló un instante, enternecida, y siguió con más emoción: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.

      A medida que memorizaba el texto iba cogiendo su sentido y enamorándose de su voz. Cambió de ritmo y de inflexión, como mi tía inventaba nuevas voces para que sus versos me fueran tocando. Me divertí oyéndola. En poco rato aprendí de memoria la poesía y, al final de su lectura, comencé a recitar la primera estrofa.

      —¡Bah —gritó como si me descubriera—, ya la sabes! Entonces puedes tomármela a mí.

      —Pásame el libro —dije, para darme importancia.

      —¿Y para qué lo quieres, tonta?

      —Me gusta.

      —Pero si no lo ves.

      Traté de tragar la rabia que esa frase me producía, porque estaba consciente del favor que significaba servir a mi prima y cómo estaría de furioso José Luis cuando supiera que yo la ayudaba a estudiar. Desistí de explicarle que, teniendo el libro en mi mano, yo lo veía.

      —Es para que no mires.

      —Bah, te sabes una pura estrofa. Después yo podría decirte cualquier cosa y tú me la creerías.

      —No, porque yo la oí.

      —Tómame mejor esta lección de Castellano —comenzó a leer, y ahí yo me distraje; eso era otra cosa.

      Un verso se aprende, pero una enumeración de palabras llamada oración, y un análisis de verbos y preposiciones y qué sé yo, era muy aburrido. Sin embargo, esa tarde aprendí mi primera lección de Castellano y nunca más olvidé los verbos de la tercera conjugación. Me costó imaginar que fuese tercero algo que para mí era único, pero no deseaba discutir con Angélica y temblaba ante la idea de que decidiera deshacerse de mí. La tercera conjugación y algunas reglas gramaticales flotaron en mi memoria vacía como islas flojas. Descubrí cuántas cosas podían venir en un libro tan pequeño y traté de tenerlo misteriosamente escondido detrás de mis espaldas para que Angélica no hiciera trampas. Cuando me cansé partí corriendo, con el libro aún en la mano, y ella aprovechó ese incidente para correr tras de mí, empujarme un poco y desentumecer las piernas. Mas, al sentir llegar a José Luis, escondí el libro entre unas ramas y me alejé cuando pude. Oí que se desesperaba buscándolo y que todos los insultos me iban dirigidos, lo que me alegraba, porque eso era para mí un juego y la lucha estaba llena de emoción.

      —No te digo yo que es idiota…

      —Y si le preguntáramos dónde lo puso…

      —Yo no le hablo a esa ni que me paguen…

      —Espérate no más que yo la agarre.

      Pero no me encontraron y otra tarde fui a espiarlos mientras se bañaban en el canal. Después de almuerzo buscaron sus trajes y cuando estaban alegres chapaleando en el agua aparecí de repente, feliz de sentir gotas de frescura que entre gritos lanzaron contra mí. Sentía gran curiosidad por saber cómo era mi prima y por qué mi tío silbaba tan largamente que el silbido de su lengua se pasaba a la garganta convirtiéndose en tos y, sobre todo, por qué José Luis no la golpeaba como a mí. Pensando en esto y por querer tocarla, me eché vestida al agua. Acostumbraba a hacer siempre cuanto me venía en ganas. Bastaba que una idea se me cruzara por la mente para que estuviese ya en mis manos. Tenía que tocar la piel de Angélica, saber cómo era ese traje con el que parecía desnuda, conocer su cuello y sus brazos. Así, con el agua hasta la cintura y resistiendo la corriente, me acerqué gritando hasta colgarme de su cuello; me amarré en sus brazos riendo, sin comprender que Angélica se pusiera a chillar. Gritaba como un pájaro nocturno, gritaba como un verraco mañoso.

      —¡No me toques así, déjame tranquila, tonta!… ¡Te digo que me sueltes! —con mi peso perdía fuerzas en la corriente. Yo interpreté a mi modo sus gritos y creí que eran parte del juego, dejándome llevar con ella por el agua, apretada a su cuello y tratando de lamer sus espaldas mojadas.

      José Luis logró sujetarnos y Angélica continuó persiguiéndome:

      —Inmunda… ¡me las pagarás! —de un empujón me echó de cabeza al agua haciéndome tragar tal cantidad de líquido, tierra y hojas, que sentí ahogarse mi boca y mis pulmones—. Es que me da asco esta chiquilla cargosa —seguía ella quejándose, mientras José Luis me arrastraba media muerta hasta la orilla.

      —Lo que falta es que te ahogues, miéchica —murmuró—; haces cosas de loca. Ya, ponte aquí al sol para secarte bien —me desabrochaba torpemente la camisa y tiró lejos mis zapatos—, no vayas a enfermarte.

      —¿Pero no viste, José Luis, cómo la tonta me lamía como un perro? —se excusaba Angélica.

      —No te des tanta importancia ahora —José Luis cargaba contra Angélica y la impresión de tal cambio me hizo bendecir mi caída y toda la mugre que había tragado y hasta los tirones de mi primo sobre mis brazos—. Déjate de hacerte la interesante.

      —Es que no viste, te digo… Además yo no soporto que me toquen…, que nadie me toque…, mucho menos esa…

      —¿Podrías, alguna vez, entender alguna cosa? —gritó José Luis fuera de sí—. Eres bien cargante tú también —bajó un poco la voz—: