Название | En blanco y negro |
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Автор произведения | Elisa Serrana |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789563573145 |
Me sabía ciega, torpe e ignorante, encontrando esas cualidades igualmente irremediables. No le daba mayor importancia, pero intuyendo una desventaja argüía, como mi madre, que era muy chica, que era inválida y que en la vida no había gran cosa que aprender.
Sin embargo, cuando José Luis habló de mi ignorancia agregando palabras para mí desconocidas, como analfabeta y otras no tan desconocidas, como burra, se lo conté a la abuela, quien me respondió:
—Para algo tienes madre, hijita; que cada persona cargue con su propio fardo. Allá ustedes, nunca me ha gustado meterme en la vida ajena.
Como en esos días la abuela enfrentaba una desesperada lucha contra las moscas, se creía su única víctima y su más vengativa adversaria, cambió rápidamente de preocupación, rogándome que le pasara el insecticida.
—Ya pues, niñita, no te hagas la tonta —se impacientó—. Está ahí cerca de tu rodilla. ¿Qué crees tú que habrá provocado esta ola de moscas? Más cosas para matarlas inventa el hombre, más tercas y fuertes se ponen ellas. Esta mañana amanecí con una mosca sobre la nariz; por suerte había dejado al alcance de mi mano mi matamoscas y la muy pérfida no se me escapó.
Me puse a echar líquido con la pequeña bomba, cosa que me gustaba sobremanera hacer, porque olía el perfume del insecticida y me sentía capaz de perdonar a algunas moscas echándolo hacia otro lado del que me indicaba mi abuela y diciendo por lo bajo: “Ya, escapen ligerito, que tengo que volver”.
—Con moscas no se puede vivir. ¿Has despertado alguna vez con una mosca sobre tu nariz?
—Sí, muchas veces.
—Desagradable, ¿eh?
—Hacen cosquillas.
—¡Qué niña…!
—¿Qué significa ser analfabeta?
—No hagas caso. José Luis es un odioso.
—Dice que no sé rezar.
—¿Eso dice? Mírenlo… ¿No sabes rezar? Malo. Es malo no rezar. Pero eso tiene que resolverlo tu madre, porque no hay mejor educadora que la que no tiene hijos ni mejor administradora de los bienes ajenos que la que nada tiene. Es fácil saber las cosas en las que uno no es parte. Meterse en ellas es distinto. Hace mucho tiempo que pienso que hay que dejar vivir, pero no lo pensaba así cuando tenía a mis hijos pequeños —suspiró la abuela con tristeza impropia, aspirando profundo para serenarse—. No debo ponerte triste, tienes bastante con tus propios problemas, tú también —sonó un golpe seco contra la mesa, un vaso se tambaleó—. Eso, maté otra.
De todos modos debe de haber tratado el tema con mi madre, porque esta, una mañana, me sentó en su falda y tomándome la mano comenzó a enseñarme a persignar. Aburrida de hacer el mismo gesto, una cruz sobre mi frente, sobre mi boca y otra cruz sobre el pecho, me gustaba terminar besando bulliciosamente los dedos todavía cruzados. Después de esa lección, creí que había dejado de ser ignorante, pero mi primo insistió en que lo más terrible era ser analfabeta. Continuaron las clases y creció mi aburrimiento; no encontraba postura y si trataba de retirar mi mano de la de mi madre, esta apretaba con más fuerza y suspiraba descorazonada. Le dije con rabia a José Luis que era responsable de mi desgracia, de las muchas horas que perdía de estar tendida al sol y que si seguían metiéndome rezos en la cabeza se me olvidarían todas las otras ideas, porque siempre me llamaban cuando tenía a medio hilar un pensamiento y al volver estaba olvidado, y era una lástima tener que empezar cada pensamiento desde el principio.
—Eres analfabeta y te pondrás cada día más burra —repitió él con paciencia—. Con el tiempo puedes dejar de ser analfabeta, pero con estos argumentos tuyos seguirás igualmente ignorante. Nadie puede dejar de ser un ignorante viviendo en esta casa.
—¿Qué tiene esta casa?
—Está estancada.
—¿No te gusta vivir aquí? —creí que iba a llorar de pena.
—¿Crees que soy un ente como tú? —preguntó—. No soy idiota. Aguanto porque no me queda otra cosa. No tengo plata ni casa a dónde ir, pero si yo pudiera… hace mucho rato que habría volado a otra parte.
La idea me pareció fantástica. Nunca antes pensé que se pudiera uno ir a otra parte, menos aún volar, y menos que menos vivir en otra casa. Nunca supe que el dinero era importante ni su falta, una limitación. Desde ese momento, el dinero comenzó a tomar una dimensión creciente y desmesurada, un poder mágico. Traté de imaginarme cómo podría yo andar sola por el mundo y entonces José Luis repuso que los ciegos tenían un bastón blanco que les abría el camino y les servía de apoyo. Ahora fueron los bastones los que tomaron blancuras mágicas. Con los años, siempre que me hablaban de dinero pienso en bastones y por ello tengo en la mente a las personas que tienen mucho dinero como seres rodeados de bastones donde ellos, al estirar la mano, escogen el que les acomode mejor. Los ricos escogen sus bastones. Algunos pueden cambiar uno más duro por otro de madera suave y hasta por uno de material sintético; otros deben tratar de no extraviar el único que poseen para proseguir su camino. Hay personas con miles de bastones, millones de bastones, casas hechas de bastones y arcas con bastones guardados; otras con una pila de bastones arrimadas a la puerta. Hay yates de bastones y edificios y automóviles con el color blanco y suave de los mejores bastones. Aunque en mis manos el dinero sonaba y era redondo, no logré disociar ambas imágenes, que si bien eran distintas en su forma, eran parecidas en su primitiva sensación.
Pregunté un día a mi madre que por qué hacíamos tantas cruces para persignarnos y ella comenzó a contar la historia de Jesús, de quien yo conocía de paso una que otra anécdota, dándole esencial marco al momento de la crucifixión. Tuve la sensación entonces de que para ella no eran tan importantes el nacimiento, el milagro, la resurrección: era especialmente devota de la crucifixión. Esa vez la clase de catecismo tuvo resonancia en mí. Sentí una dolorosa transformación interior, y mientras pensaba si eso sería dejar la ignorancia, la idea de la cruz tomaba forma en mis dedos y en mis espaldas. Mientras mi madre hablaba, sentía que todo mi cuerpo era de madera y que se adaptaba perfectamente a la cruz. Salí corriendo al jardín, porque tenía que pensar cómo era posible poner dos tablas en forma de cruz y una alegría extraña y contradictoria sentía en mí.
Meditando me quedé dormida y cuando desperté oí las voces de los niños tras una pirca semiderruida. José Luis, como siempre, dirigía el conjunto y su voz callaba o alentaba a los hijos de la cocinera y otros vecinos con quienes solía jugar a la pelota. Hablaban en voz baja y eso me alentó a escucharlos, pues pasar inadvertida era la forma de oír muchas cosas. Trataban de convencer a una de que fuera a robar cigarrillos a su padre. Se disponía a saltar la pirca y ya no tenía tiempo de escapar. Los esperé de frente, temblando, y en ese instante sentí a uno que daba la voz de alarma.
—Tenía que estar oyendo.
—Yo los acompaño.
—Las mujeres no fuman, eso es cosa de hombres.
—Ya, ándate…, tú eres ciega.
—Que se vaya esta chiquilla.
—Ándate, miéchica, ¿oíste?
—Qué más da, si ella no le cuenta a nadie —intercedió José Luis.
Pero como sentí que me tomaban de los brazos, me