Название | En blanco y negro |
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Автор произведения | Elisa Serrana |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789563573145 |
De forma invertida, la novela termina por señalar la imposibilidad de que una mujer ciega sea leída en un sistema patriarcal. Los modelos de ordenación genérica masculinista no cuentan con un alfabeto para poner nombre y dar sentido a la narradora de este relato. Por ello es que sus nombres son tantos y tan diversos entre sí, que más bien tienden a difuminarse y borrarse. No es casual que el nombre propio de la protagonista no nos sea revelado nunca. Así, el texto de Elisa Serrana parece preguntar también por quién es o quiénes son los verdaderos ciegos, qué es lo que se ve o no se ve con los ojos, y si acaso habrá un mundo que emerge ante los y las ciegas, permaneciendo opaco para los videntes.
Quizás para dar respuestas, si bien precarias y provisorias, a estas preguntas, es que la ciega se decide a escribir las páginas que luego conformarán el relato que el lector tiene entre manos. Como ella misma anota antes de considerar terminado su texto: “No es una obra de arte ni una confesión, ni un desahogo; es simplemente un encargo. Un pretexto para obligarme a escribir”. Escribir es ensayar una interpretación de la propia historia, un acto de autoría que implica hacerse dueña de su relato, una forma de avanzar hacia la pronunciación del nombre propio.
Bibliografía citada
Deleuze, Gilles. “¿Cómo reconocer el estructuralismo?”. En: Deleuze, Gilles, La isla desierta y otros textos. Textos y entrevistas (1953-1974). Trad. Luis José Pardo. Valencia: Pre-textos, 2005.
Freud, Sigmund. “Lo ominoso”. En: Freud, Sigmund, Obras completas. Tomo XVII. Trad. José L. Etcheverry. Buenos Aires: 2013.
Meruane, Lina. Zona ciega. Santiago de Chile: Random House, 2021.
Olea, Raquel. “Escritoras de la generación del cincuenta. Claves para una lectura política”. Universum, núm. 25, vol. 2 (2010). 101-116.
Serrana, Elisa. En blanco y negro. Santiago de Chile: Random House, 2004.
EN BLANCO Y NEGRO
Si fuerais ciegos, no tendríais pecados.
(San Juan, cap. 9, 41)
1
Que nadie se alegró de mi nacimiento lo descubrí mucho más tarde, en el tiempo en que comenzaba a comprender otras cosas y, de paso, también eso: que soy tonta, ignorante e inútil y que debí causar dolor. Creo que mi madre estuvo contenta en el primer instante y ese consentimiento suyo marcó mi afecto para siempre. Después tuvo que aceptarme y superó su natural rebeldía tomándome como un instrumento de la voluntad de Dios que me engrandeció mucho; yo contribuiría a su expiación en la tierra; su paso por la vida adquirió, por mí, un carácter dramático y excelso, como un castigo, como una promesa, ya que estaba convencida de que solo el sufrimiento lleva a Dios, y yo era, a fin de cuentas, un sufrimiento sencillo, agradable a veces, que le aseguraba la salvación.
Mi padre, en cambio, se derrumbó. Al principio trató de encontrar una solución, pero a pesar de haber arrostrado obstáculos para casarse con mi madre y ser por temperamento fácil, filosóficamente bohemio, tuvo miedo a una lucha para la cual no estaba preparado y cuyas raíces extraterrenas lo asustaron. No luchó por mí como un día lo hizo —¿o fue mi madre quizá?— por ella. Le signifiqué el desarme; no supo cómo enfrentar fuerzas diabólicas o celestes y prefirió evadirlas. La aceptación maternal lo exasperó tal vez y, ahora pienso, desencadenó un drama que no se perdonó durante mucho tiempo. El lapso duró tanto tiempo como el matrimonio de mis padres.
Un día él se fue de la casa y jamás se mencionaron claramente las razones. Si entonces los rostros fueron torvos y las sonrisas forzadas, yo no me di cuenta. Desde muy temprano viví en un mundo propio, vi solo lo que deseaba ver, manteniéndome al margen de una buena parte de las experiencias de mis semejantes.
En mis primeros años, ese mundo mío (único y cerrado, donde las ideas eran formas, los colores tenían una diferente temperatura y los comentarios y juicios se dividían como las fichas de mis damas, que yo trataba de creer que eran familias que se odiaban o se amaban y que movía entre el blanco y el negro; amontonaba en dos torres distantes, una blanca y otra negra; guardaba en diferentes cajas, en una las blancas y en otras las negras; jugaban desde dos líneas separadas, la blanca y la negra; hasta que supe que siempre las guardaba confundidas, que eran fichas iguales y solo variaban de personalidad en mi intención, tocándose, en la realidad, las unas con las otras en un montón blanco y negro), tenía el alto de las patas de los sillones de la casa de campo de mi abuela, y mi gran alegría era tocar el cielo que me proporcionaban las cubiertas de las mesas y los respaldos cóncavos de algún sofá. Durante el verano, el espacio de mis manos se agrandaba a los arbustos del jardín, hacia donde era fácil arrastrarme pasando inadvertida entre los pies de los mayores, hasta llegar a protegerme en las cuevas naturales que hacían para mí las ramas y las hojas.
Porque yo era, soy también ahora, ciega.
Para los grandes fui casi inexistente o, más bien, mi existencia era próxima y permanente y me olvidaban con facilidad. Así, con los años, aceptada como parte del mobiliario o del paisaje y señalada como un ser inofensivo, adquirí ante mis primos y sus amigos cierto prestigio: podía llevarles cuentos prohibidos y chismes familiares que no se decían delante de los niños, comentarios sobre la vida y sus dramas no aptos para oídos menores que solo oía yo cuando los demás eran excluidos por orden de la abuela, que solía decir: “Ya, los niños, váyanse a jugar”.
Más que esa frase que no me aludía, me impresionaba otra dicha por tío Miguel o su mujer: “Ustedes, mocosos, háganse humo”. Sentía un raro pánico y, a pesar de oír los pasos, carreras y gritos de burla y rebeldía, comenzaba mi desazón: ¿Y si mis primos dejasen de existir y llegara de repente hasta mí el aire contaminado que producía tal escozor en los ojos y la nariz; y si sus cuerpos-humo volvían a la pieza hechos nada, intocables, molestos como el vaho de una tetera, como el olor del dulce de moras o la mermelada de duraznos al llegar a su punto, como el agua de la acequia que consumía al sol del verano en el fondo del jardín, como el paso de Rosa, la cocinera, y el galope terrible de los caballos que anunciaban incendio en los bosques del vecino? Entonces me escurría del grupo mayor y con torpeza golpeaba las piernas de mis tíos o estrellaba la silla de la abuela. Preocupada solo de escudar el rostro con mis dedos antes de llegar al primer poste del parrón, y ahí, en espacio abierto, me atrevía, para igualarlos, a correr también hasta asegurarme de que aún eran ellos mismos, tangibles. Trataban de engañarme usando mil trucos para esconderse y asustarme, pero los delataban ciertos pedazos de risas a medio sofocar. Feliz, reía yo también, batía palmas y me echaba sobre algún niño próximo, porque me encantaban sus caras y, al tratar de encontrarlas, sentía sobre mí alguna bofetada: “Ya llegó la tonta, siempre a la cola…”.
Era agradable la vida en la casa de la abuela.
Nací en la capital y, en un momento perdido en mi memoria, mi padre decidió llevarnos al campo, pues le ofrecían un trabajo en sus cercanías. Ahora sé que preparaba su fuga facilitándole la tarea a su conciencia. Porque allí, en su casa, mi madre no sería tan desgraciada ni la vida tan costosa. Como había viajado poco, creo recordar ese éxodo que nos llevó a un tren, luego a un coche, mientras yo apretaba a una muñeca que nunca quise, entre voces desconocidas y lugares extraños, tirada por la mano de mi padre. Comprendí que llegábamos al notar cierta indecisión en los cascos de los caballos, algunos suspiros entrecortados y una caricia lacia contra el pecho que me apoyaba. En ese viaje perdí a mi padre, porque después otras voces reemplazaron la suya y extraños pasos ahogaron su andar. Nuevas manos me cogieron y olvidé cómo era la palma de la suya.
No recuerdo más de él; en cambio, sí está viva en esa primera memoria la presencia de varios miembros de la familia, que acudían según las necesidades de compañía o alimento. Tíos o primos llegaban o partían, se buscaban las sábanas limpias, se hacían