En blanco y negro. Elisa Serrana

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Название En blanco y negro
Автор произведения Elisa Serrana
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563573145



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que yo la pesco!

      —Esta mocosa de mierda no creerá que tiene más fuerzas que yo.

      José Luis se abalanzó contra mí con tal fuerza que recibió una patada en la nariz, lo que le provocó sangre, humillación y más rabia.

      Ahora pateaba yo como enloquecida; olía su sangre, que también me llegaba en sus manotazos. En un momento de debilidad me detuvo y arrastrándome furibundo, agarrada de una pierna, seguía repitiendo entre sollozos de ira contenida:

      —Si cree que se la puede conmigo, ya verá.

      Cuando recuerdo esta escena me parece inventada. No comprendo cómo los niños son capaces de tanta violencia, cómo una vez que pierden la línea, el miedo o la pasión los ciega. Es mucho más cruel un niño que el más malvado de los hombres. Nunca vi tanta furia en tantos niños ni tanta ciega pasión. Lo sé, porque yo la sentía igual, como si cada cual me la estuviese comunicando y yo se la devolviese centuplicada. Solo la debilidad de un niño convierte su rabia en inofensiva. Si sus fuerzas fueran brutales, habría más homicidas niños.

      Cuando me sentí devorada por la ira, cuando los sentí a todos tanto o más encolerizados que yo, tuve miedo, horror y no vi nada, se borraron de mí todas las imágenes y fui, por un lapso, totalmente ciega. Comencé a gritar. Al verme ya impotente, los secuaces de mi primo, sin temor a mis pobres manos temblorosas y débiles, me levantaron del torso, arrastrándome sofocaban mis gritos con las pocas manos que quedaron libres. Llevándome en vilo a veces, sobre mi espalda otras, corrieron hasta el más lejano potrero, desde donde mi voz no podía llegar a nadie. En ese momento, uno descubrió un pañuelo en su bolsillo y, deteniéndome para amordazarme, continuaron más libres la inusitada carrera por los surcos. Perdidas las esperanzas de ser escuchada, dejé de gritar y el pañuelo hirió menos la boca callada.

      Me tendieron de espaldas en el suelo, sacaron la mordaza empapada de saliva. Sentía en mis espaldas los terrones arados y restos de hierba seca me pinchaban. El sol hería mis ojos al tocarlos tan directamente y por cerrarlos más arrugaba tan horrorosamente el ceño que ellos continuaron con su tarea exacerbados por mi gesto huraño. No deseaba continuar llorando. Comprendía ahora que estábamos jugando y que era mejor reír para que la diversión resultara verdadera. ¿Qué harían conmigo? Jadeaban sobre mí como perros cansados. Siempre me había gustado sentir la lengua de los perros en mi cuello y en mis brazos, y comencé a recuperar mi alegría.

      —Tráete dos palos grandes —ordenó José Luis—. Vamos a crucificarla.

      Sentí que arrastraban tablas del cerco y una inmensa felicidad comenzó a invadirme. No deseaba hablar para no interrumpir el trabajo ni mi propia emoción.

      Sobre los palos cruzados me acostaron y de inmediato mi espalda comenzó a amoldarse a la forma del madero. Sujetaron firmemente mis manos extendidas y mis pies semiabiertos.

      —No tenemos clavos —balbuceó alguien, y quise comenzar a gritar de nuevo, pero no pude hacerlo. Varias manos apretaban mi boca.

      —No importa… es fácil de encontrar.

      Recuerdo con una extraordinaria claridad ese instante, extraña en mi miedo, en mi oscuridad y en mi encontrada emoción. Los imaginaba armados de clavos, de martillos y de lanzas. Entonces, el grito se me dio vuelta hacia atrás y el ahogo fue convirtiéndose en un estertor de suma dicha. ¿Ira?, ¿miedo?, ¿placer? Plenitud diversa, una alta tensión nerviosa antes desconocida e imposible de analizar en esos cortos años. Conservo ese sentimiento como el misterio. El grande y único misterio de mi sencilla infancia. Coronación, flagelación, resurrección, dolor y gozo. Misterio. Sentí una inefable alegría, una alegría que desbordó mi límite corporal. Nunca lo he contado a nadie, he callado el secreto de mi luz, de la inmensa luz, la primera y última luz que vi claramente con mis ojos. Desarrugué mis párpados y se estiraron sin tendones los músculos de todo mi cuerpo; estuve lacia, inerte, luminosa; abrí al sol los párpados y vi el sol redondo, incoloro, inmenso y soporté sin parpadear sus rayos. En ese instante vi mil cosas desconocidas y me llené de ellas para toda la vida. A pesar de mis años acepté el misterio y sentí evidente la transformación que se operaba en mí. Doblé la cabeza, sonreí contenta y esperé.

      Comprendí en el silencio del aire que había terminado el milagro y que ya estaba por fin muerta, verdaderamente muerta, clavada en una cruz y, por ello, eternamente llena de gloria.

      Esperé. Mi espalda se apegaba realmente a la tabla. Esperé y mis manos sintieron en realidad el entrar de los clavos. Esperé y mis pies sufrieron un gran reconocimiento. Esperé las risas de los niños y deseé decirles que continuaran, que me gustaba el juego, que cada uno estaba representando su papel en el acto. Solo deseaba ahora ver a Jesús, ahora que nos comprendíamos, ahora que éramos una sola carne, ahora que éramos Él y yo una sola cruz.

      No supe en qué momento se detuvo el suplicio y cuándo huyeron uno por uno mis compañeros de juego. No oía nada. Vagamente creo recordar que cesaron de jadear sus gargantas y el silencio de ellos fue helado y angustioso. Solo deseaba dormir, continuar eternamente durmiendo. Se habían ido sin saberlo yo. Se fueron, dejándome allí con los brazos extendidos en medio del potrero, cara abierta a la tarde.

      El frío de la noche me obligó a volver a casa. No sentí ruido alguno a mi alrededor, pero me sabía vigilada. Todos parecen estar muertos. No encontré a nadie y tuve cierto recelo. Comí sola en la cocina y me fui a acostar. No recuerdo que entonces haya venido mi madre o mi abuela a darme las buenas noches.

      Dormí muy bien y cuando desperté a la mañana siguiente y supe que toda la familia se reunía para abrir la correspondencia del día, esperé a José Luis para estar un rato con él. Pero no se me acercó.

      Durante el resto del verano no volvió a hablarme. La Semana Santa terminó. Oí que tenía que volver a su casa.

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