Название | Gloria en el infierno |
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Автор произведения | Pepa L. Casanova |
Жанр | Сделай Сам |
Серия | |
Издательство | Сделай Сам |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418730399 |
Cuando entré de lleno en este mundo me enfrenté a algo a lo que le tenía mucho miedo: desnudarme y enseñar mis senos. Solamente con dos copas me desinhibía del todo, pero no puedo olvidar el comentario de un cliente insatisfecho que no quiso pagar porque yo no había conseguido excitarle, pues no le gustaban mis «tetas caídas». Esa maldita frase me ha perseguido toda la vida y ha contribuido a alimentar mis complejos.
Dos años más tarde conocí a Mateo, casado, con cuatro hijas a las que quería con locura. Este hombre se encaprichó conmigo. Afortunadamente, yo tenía un margen de libertad para decidir con quiénes me acostaba y con quiénes no, aunque fuera por dinero. Y Mateo entraba en ese lote. Un año estuvo detrás de mí; casi todos los días venía al club a verme, se tomaba un par de copas y se marchaba, pero me dejó muy claro que hasta que no se acostara conmigo no me iba a dejar en paz. Se me hacía vomitivo tanto acoso, tanto que me fui de Mérida huyendo de él.
Durante los dos años que estuve trabajando en el club nunca tuve conciencia de estar haciendo nada malo, pero lo más curioso me sucedió fuera del club. Llegó un momento en que no supe distinguir trabajo de placer personal. Me entregaba de igual manera, fingiendo y procurando hacer las cosas bien y agradando al de turno. Si yo quería procurarme placer tenía que hacerlo a solas. De hecho, nunca conseguí antes un orgasmo con nadie.
Me tiraba a todo hombre que se me ponía a tiro, dentro y fuera del club. Me gustaba comprobar que les gustaba, que me deseaban, y por agradarles estaba dispuesta a hacer lo que me pidieran.
Huyendo de Mateo me fui a Cáceres. Me ofrecieron trabajo en otro club, con un contrato y seguridad social. Era algo más selecto. Aquí solo se admitía el alterne; si alguien quería algo más, había que negociarlo fuera. La contrapartida era que había que alternar con mucha imaginación para que el cliente consumiera y gastara más. Estuve seis meses trabajando en esas condiciones. Después de tener a Mateo detrás de mí tanto tiempo empecé a echarle de menos. No podía imaginarme cuánto. No sé cómo se las ingenió, pero me buscó y me localizó. Cuando me vio me secuestró, me sacó del club, me subió al coche y nos fuimos a Oporto. Fue uno de los fines de semana más apasionados que viví en aquellos años.
Desde ese momento Mateo se propuso que tendría que abandonar el club y ser solo para él, así que volví a Mérida y me alquiló un apartamento. Mateo seguía casado. Nunca dejaría a su mujer, ni por mí ni por nadie. Allí viví un año de locura, por y para él. Fui lo que, según el argot de la época, era una mantenida o querida. Él era el dueño de mi corazón, de mi cuerpo y de la llave del apartamento, que a veces se llevaba para dejarme encerrada y que no tuviera la tentación de salir a tontear con otros. Era bastante celoso y esto me enloquecía. Sentir que había un hombre que me quería solo para él era una emoción indescriptible. Con él aprendí a amar y a sentirme amada. Con él conseguí por primera vez disfrutar del sexo sin la sensación de estar trabajando. Sinceramente, si pudiera volvería a firmar donde fuera por vivir otro año como aquel. Resumiendo, era como una esclava sexual, encerrada en una jaulita de oro, pero era feliz. No me cuestionaba nada más. En ese contexto transcurrió mi mundo en la época del golpe de Tejero.
Tras un año intenso de confinamiento amoroso y de obsesivo apasionamiento, Mateo consideró que esa historia no podía continuar, había que volver a la realidad. Por supuesto, él no iba a consentir que volviera al club. La verdad es que no sabía qué haría a partir de entonces, pero volver al alterne seguro que no.
Mi amiga Eugenia, la de Málaga, con la que nunca perdí el contacto y la que conoce de mis andanzas desde el principio, me ofreció su casa para alojarme hasta que consiguiera un trabajo. Su madre me abrió los brazos y las puertas de su casa. La llegué a considerar mi segunda madre. Mientras estuve conviviendo con ella, me trató como a una más de sus hijas. Allá dónde esté, le envío el más emocionado recuerdo y mi eterna gratitud.
Apenas pasó un mes y me ofrecieron trabajo en un bingo. Ya tenía veintidós años. Estaba acostumbrada a trabajar de noche y lo encajé bien. Estaba contenta; tenía un trabajo en el que ganaba dinero y no me obligaban a acostarme con nadie. Salía por las noches y me divertía mucho. Unos ocho meses de descoque duró esta etapa. Pude alquilar un piso para mí y esa sensación me gustaba y me sigue gustando hoy, la de vivir sola. Respecto de Mateo, mantuvimos la relación tres años más. Iba a Mérida a menudo y hablábamos por teléfono casi a diario, hasta que la distancia se encargó de darle muerte a nuestra historia. Lo último que me dijo y recuerdo fue: «Gloria, te he querido mucho y siento un cariño inmenso por ti. Estoy orgulloso de haber conseguido alejarte del club. Me voy tranquilo, te dejo en el mundo del que nunca debiste salir».
También se acabó el trabajo del bingo y a través de una hermana de Eugenia me citaron para hacer unas pruebas en una asesoría fiscal ubicada en el centro de Málaga. Superé las pruebas y me contrataron. Tenía veintitrés años. Me pagaban poco, pero tenía que aguantar el tipo y resistir. Intuía que allí estaba mi sitio. Los comienzos fueron duros, de trabajar algunos sábados hasta la una de la madrugada, pero mereció la pena y aprendí muchísimo. Para sacar un sueldo medio digno y poder pagar el alquiler y seguir tirando tuve que llevar tres trabajos al mismo tiempo. La asesoría por la mañana y por la tarde, dos veces en semana limpiaba unas oficinas vecinas a la hora de comer y los fines de semana echaba horas en un bingo de Torre del Mar. Mi jefe de entonces, Aurelio, me decía que era la alegría de la oficina, que estaba siempre como unas castañuelas. Y es que realmente era feliz, tenía una vida decente. Ahora solo faltaba conocer a un buen compañero, a ser posible soltero.
A medida que me iba reinsertando en la vida normal empezaba a darme cuenta y a ser consciente de que lo que hacía antes era cualquier cosa menos normal. Claro que conocía el rechazo de los demás y sabía que no podía hablarlo con todo el mundo, pero nunca tuve la sensación de estar haciendo algo anormal.
Al poco tiempo nos mudamos a otro despacho más grande, con la consiguiente ampliación de socios, un equipo que a fuerza de trabajo y tesón consiguió elevar el nivel de la asesoría y conseguir una buena cartera de clientes. Me renovaron el contrato a indefinido, me subieron el sueldo y a partir de entonces trabajé en exclusividad para ellos. Se fue incorporando gente nueva: Regina, una economista con la que hice amistad; y Nacho, al que le quedaba una asignatura para acabar la carrera, que era guapo y simpático y con el que empecé a salir en noviembre de ese mismo año. Yo ya tenía veinticinco años.
Vivía entonces en un apartamento pequeño, ubicado en el centro de Málaga. No pasó mucho tiempo y Nacho se vino a vivir conmigo, no con el beneplácito familiar precisamente. Este hecho enturbió las relaciones con su madre, una mujer autoritaria y a la que en principio no le entré muy bien. Ella esperaba, según palabras textuales que recuerdo, que su hijo algún día saldría de su casa «para casarse como Dios manda, con una chica bien, de su brazo y con toda la pompa que la ocasión se merecía» y no que hiciese todo lo contrario, «salir por la puerta de servicio y a hurtadillas para encamarse con una cualquiera». ¡Uf! ¡Y eso que no conocían, ni conocieron, a qué me había dedicado antes! A mí también me habría gustado que Nacho me hubiera pedido matrimonio. No recuerdo muy bien cómo surgió lo de convivir sin casarse. Entonces mi discurso era que no quería ataduras ni papeles. No sé por qué lo decía. Me gustaba hacerme la liberal y la moderna; en definitiva, la interesante. Es posible que antepusiera esa coletilla precisamente por el miedo a la negativa. Antes de que nadie me dijera que no quería casarse conmigo, me negaba yo.