Gloria en el infierno. Pepa L. Casanova

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Название Gloria en el infierno
Автор произведения Pepa L. Casanova
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9788418730399



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jugaban y se divertían. No entendía por qué yo no podía estar con ellas. Mi contacto con el exterior y mi vía de escape fueron las cartas. Me aficioné pronto a cartearme con las compañeras del colegio. Esperaba ansiosa al cartero cada día y no había nada que me alegrara más que el cartero vociferando mi nombre para que bajara a recoger una carta. En aquella época, al menos en mi pueblo, no existían los buzones.

      En líneas generales, desde la perspectiva del tiempo y dadas mis circunstancias familiares, seguir en el colegio fue lo mejor que me pudo pasar. Los primeros años me sentía mal y vomitaba cuando volvíamos de casa al colegio. Al final las vomiteras y diarreas se sucedieron cuando me debía marchar del colegio a mi casa. Mi vida en el internado transcurrió sin muchos traumas. Me adapté bien, seguí las normas y pasaba desapercibida. Fui una niña obediente, más o menos aplicada. Las monjas nos inculcaron el espíritu de sacrificio a fuego. Creo que básicamente me movía por ese estímulo. Por el contrario, había algo que me encantaba hacer. Me gustaba hacerme notar, pero con público: actuar, cantar, bailar, organizar actividades y hasta leer la epístola en misa. Me sentía importante porque tenía a la gente pendiente de mí. Y como solía hacerlo bien hasta me felicitaban.

      Recuerdo con especial cariño las Navidades y la Semana Santa. La mayoría de las niñas se iban a su casa de vacaciones, aunque yo no podía. A mí me gustaba quedarme en el colegio. Éramos pocas y nos «mimaban» un poco más. Hacían menús especiales, nos daban regalos y hacíamos representaciones relativas a la Navidad. En Semana Santa me incluyeron en la coral del pueblo. No es que tuviera mucha voz, pero tenía buen oído. Los cantos de los oficios religiosos de entonces, cantados a cinco o seis voces, me transportaban al cielo directamente. De aquello me quedó una gran afición a la música sacra y coral. Precisamente, ahora que escribo estoy escuchando unas cantatas de Bach.

      Otro de los buenos recuerdos que tengo de la época del colegio es mi pandilla. Éramos seis chicas y a lo largo de siete años allí dentro nos hicimos inseparables. Nos hacíamos llamar las Melódicas. Teníamos nuestras propias normas. Había una líder, que nunca fui yo. Nos apoyábamos, jugábamos, nos lo contábamos todo. Esa era la familia que no teníamos. De aquella pandilla conservo la amistad con Eugenia, mi mejor amiga. Cuarenta y cinco años de amistad. A una de ellas la vemos de tarde en tarde, pero no perdemos el contacto. De las otras no volvimos a saber nada más. Recuerdo como entrañables y divertidos los actos de rebeldía cuando adolescentes, las escapadas al campo para fumar, no sin antes jugarnos la expulsión comprando tabaco en los kioscos vestidas con el uniforme. Ahí estaba yo para esos casos. Tenía que demostrar que estaba a la altura. En otras ocasiones organizábamos verdaderas batidas para ir a la cocina y saquear la despensa. Pasábamos un hambre canina. Tuvimos algún que otro castigo ejemplar por ello.

      A los doce años me enamoré perdidamente de un niño alemán; se llamaba Klaus y tenía mi edad. No podíamos hablar, no nos entendíamos. A través de la reja del colegio nos veíamos y cuando nos dejaban salir al parque nos sentábamos en un banco y no hacíamos otra cosa más que mirarnos. Como anécdota, resaltar que hasta hace unos años, cuando desmantelaron el parque y cambiaron los bancos, en uno de ellos, donde nos sentábamos Klaus y yo, podía verse todavía un corazón con las letras K y G en el respaldo de madera. Esa experiencia me descolocó; no comía, no dormía, no estudiaba. No importaba nada más, solo mirar aquellos ojos azules y aquel pelo tan rubio que me tenían abducida.

      Llegó la menstruación y llegaron los miedos. Este tema era tabú y algo impuro. Me desarrollé rápidamente y con catorce años ya tenía un cuerpo casi de dieciocho. Las chicas en general podíamos llegar a ser bastante crueles. Creo que nadie era consciente del daño que podíamos hacernos unas a otras. Uno de los juegos favoritos era hacer concursos de cualquier cosa. Había uno en el que ganaba (y eso que no me presentaba, pero daba igual: a mí me «nominaban» siempre). Como yo, había dos chicas más que tenían una talla considerable de sujetador. Bueno, pues el premio a la más tetona me lo adjudicaban en cada certamen. Ahí empezó mi «reinado» y comenzaron mis complejos. Usaba un par de tallas menos, me llegué a poner hasta vendas para apretar los pechos y parecer más plana, dejé de ir a la playa por no enfundarme el traje de baño. Iba a todos lados de brazos cruzados y encorvada. Los complejos me acompañaron desde entonces.

      Otro dato importante para mí en aquel momento fue la decisión de las monjas a la hora de enviarnos a estudiar BUP o FP. Más tarde entendí que lo hicieron de forma que las niñas que no teníamos posibilidades de seguir estudiando una vez nos marcháramos del colegio hiciéramos FP y las que tenían más recursos en su casa y pudieran enganchar una carrera hicieran BUP y COU. Me sentí discriminada. Yo hice FP y Eugenia, BUP. Nos separaron. Hoy lo agradecemos; mi amiga consiguió terminar su carrera y la ejerce y yo trabajo de administrativa en un organismo de la Junta.

      Cuando cumplí quince años mi pandilla se había deshecho. Eugenia hizo otras amigas y las otras chicas ya no estaban. Recuerdo que me quedé un poco desubicada. Posiblemente como consecuencia de eso, me entró una vocación religiosa difícil de explicar. La madre superiora, con la que hablé de ello, se quedó encantada con la idea. Hacían falta vocaciones, decía ella. Pero me advirtió de que antes debía conocer lo que había en el exterior y si al año siguiente seguía queriendo ser monja ella sería la primera en prepararme el camino.

      Me introdujo, de la mano de la hermana Teresa, en la parroquia de Torre del Mar. Esta mujer era alegre, entregada, generosa y muy servicial con la gente de este pueblo. Les ayudaba a estudiar, a buscar trabajo, a resolver problemas sociales y de otra índole. Los domingos después de comer tenía permiso para irme con ella a la parroquia, donde después de misa se cerraba el altar con una mampara y se organizaban bailes. Eso era lo mejor. Me enamoré de uno de los monaguillos. Se llamaba Valentín y tenía diecinueve años, cuatro más que yo. Hasta tres misas llegué a oír algunos domingos (por supuesto, leyendo mi epístola) simplemente porque él era el monaguillo. No importaba; luego llegaba mi recompensa. Mis primeros bailes fueron con él. El cosquilleo, los temblores, el rubor, ese acercarse peligrosamente, rozando la cara y los labios, la sensación de vivir algo tan placentero… ¡Uf! Mientras sucedía todo eso, una voz interior me recordaba que aquello era un acto impuro. Me preguntaba qué había de pecaminoso en aquel acto, máxime cuando Dios estaba tan cerca y nos estaba viendo.

      El caso es que no dejé de bailar, mentalmente hablando, prácticamente hasta que me fui del colegio. Esa sensación me acompañaba a todos lados. Me quedaba en Babia recordando. Ni que decir tiene que la vocación religiosa desapareció de manera fulminante. Esto duró más o menos un par de años, prácticamente lo que quedaba para dejar el internado. Esta etapa fue importante para mí, se acercaba el final.

      Mientras que mis compañeras celebraban el final del curso y la salida definitiva del colegio, yo recuerdo aquellos momentos como angustiosos. No estaba contenta, yo no quería irme de allí. Aquella era mi casa y sentía que me iba a un sitio extraño y ajeno a mí. Encima, me sentía culpable porque no estaba alegre como el resto de las chicas y porque tampoco deseaba vivir con mi madre, a la que se suponía que debía querer y respetar por encima de todo. Además de fingir esa alegría, me sentía culpable también por no tener esos sentimientos hacia mi madre.

      Llegó el momento. Dieciséis años recién cumplidos tenía cuando me fui del colegio con un manual de instrucciones debajo del brazo, del que muy pronto advertí que era totalmente incompatible con la realidad de la calle. Angustiada, un poco asustada, desorientada, con muchos tabúes y complejos, ajena totalmente a lo que me esperaba fuera e ignorante en todos los sentidos; así me di de bruces con la vida adulta. No sabía nada de sexo ni de relaciones. Hasta entonces siempre había hecho lo que me habían dicho. ¿Quién me iba a decir a partir de entonces lo que tenía que hacer? No me veía en mi casa. Ya no estaban mis amigas ni la madre superiora. Recuerdo que aquello me provocaba una sensación angustiosa muy desagradable, como náuseas psicológicas.

      Las monjas sabían del problema económico que había en mi casa; por eso, para empezar y arrancar, me buscaron un trabajo como empleada interna en una casa, donde vivía un familiar de una de ellas. Durante los meses de julio y agosto estuve en Cádiz cuidando de cinco niños, limpiando más zapatos que un limpiabotas, levantándome a las siete de la mañana y acostándome a la una de la noche. Allí superé mi primera prueba de fuego. A media mañana debía