Gloria en el infierno. Pepa L. Casanova

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Название Gloria en el infierno
Автор произведения Pepa L. Casanova
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9788418730399



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el verano, pasé de puntillas por mi casa y al poco tiempo volví a trabajar en otra casa, también recomendada por las monjas. Esta vez fue en Mérida. Aquí había dos niños. Uno de ellos era un verdadero potro. Me tenía las piernas llenas de cardenales de las patadas que me daba. ¡Qué manera de trabajar! Por seis mil pesetas de entonces tenía que estar disponible todo el día, para todo. Incluso me enseñaron a cocinar para que lo hiciera también. Me obligaban a salir a la calle con el uniforme de chacha, como nos llamaban entonces. Aquello no me gustaba. Igualmente, se empeñaron en que debía matar un pavo que le regalaron a la familia por Navidad y que durmió cerca de mí la noche antes. ¡Por ahí no pasaba! Soy incapaz de matar una mosca. Lo mató una vecina y… ¡vaya muerte cruel que tienen los pavos! No me quedó otra que ser testigo, ya que tuve que limpiar los restos de la matanza.

      En ese tiempo, los jueves por la tarde, que los tenía libres, me iba a bailar a las discotecas de moda. Me volvía loca bailando toda la tarde. Después de seis meses en esa casa empecé a darme cuenta de que no era aquello lo que deseaba. No tenía ni idea de lo que quería, pero continuar en otro internado seguro que no.

      Poco antes de cumplir los diecisiete años volví al pueblo, a casa de mis padres. Allí estábamos todos. De esa etapa, principio del verano, aparte de los eternos enfrentamientos con mi madre, recuerdo a mi hermana lavando a mano la ropa en una pila. No teníamos lavadora todavía y mis hermanos eran aún muy pequeños. Mojaban la cama casi a diario y no existían cubrecolchones entonces. Si alguien podía echar una mano a mi madre en las tareas de casa, era mi hermana. A mí no me dejaba; como mucho, solo a cargar las bolsas de la compra y a estar pendiente de los niños.

      A mi padre solo le veíamos algunos fines de semana. De lunes a vier-nes trabajaba en la construcción por las urbanizaciones de la Costa del Sol. La convivencia con mi madre y mis hermanos se hizo insostenible. Todo lo que me habían enseñado en el colegio (disciplina, horario, orden) no era compatible con la forma de vida impuesta por mi madre. Los gritos y las palizas eran habituales y casi todos los palos me los llevaba yo. No soy consciente de haber sido una chica imposible, aunque sí bastante rebelde y contestona. Los buenos modales que me enseñaron los perdía cuando me enfrentaba a mi madre. No podía soportar que me chillara ni que me pegara, y encima sin explicaciones. Alguna que otra vez no pude evitar devolverle el golpe. Nunca entendí por qué se ensañaba conmigo.

      Empecé a salir con las chicas de mi barrio a la discoteca y a los bares de moda. Una de estas chicas tenía muy mala reputación, aunque creo que no se salvaba ninguna mujer joven en el pueblo de tenerla, y me presentó a Román, un chico casado y diez años mayor que yo. Me enamoré. De un par de morreos prolongados no pasó la cosa. El caso es que este chico, que iba detrás de mi amiga, me presentó a su amigo José Antonio, casado y también diez años mayor que yo. Su familia estaba en un pueblo de Jaén y él se encontraba en Benaocaz por motivos de trabajo. Me volví a enamorar. ¡Jo! Y es que me enamoraba de cualquiera que pasaba por mi lado, ahora que lo pienso. Este fue algo más serio y salimos más veces. Justo quedamos un sábado que mi madre me castigó, ¡vete tú a saber por qué! Como no quiso dejarme salir por las buenas, inventé alguna excusa y me fui. Ya no volví a casa. Me escapé a Mérida con José Antonio. Narrando esto con detalle y reviviéndolo, independientemente de cómo fueron mis relaciones con mi madre, aquello tuvo que ser duro para ella. Su hija desaparece y no da señales de vida hasta el otro día. No lo pensé. Como en los cuentos… ¿Quién se resistía a la tentación romántica de escaparse con su enamorado? Ahí descubrí el significado de «y comieron perdices», en el crudo despertar del otro día. ¡Uf! Esa noche me estrené. No fue ni agradable ni romántico y al día siguiente este hombre se fue a Almería y me dejó en la estación con doscientas pesetas en el bolso y sin poderme sentar apenas.

      Tenía muy claro que no volvería a mi casa. Primero, por mi madre; tenía miedo de su reacción. Segundo, porque pensé que si conseguía un trabajo me perdonarían. Llamé por teléfono a una señora que tenía una tienda cerca de casa de mis padres para que avisaran a mi hermana. Solo hablaría con ella. Y eso fue lo que le dije, que me había ido de casa para buscar trabajo y que volvería cuando lo encontrara.

      Era domingo por la mañana. Después de hablar con mi hermana me fui a buscar a una amiga que trabajaba en el mismo edificio donde yo estuve meses atrás. No estaba. Paré en una cafetería del barrio para tomar algo y se me acercó un vecino que decía conocerme de haberme visto por allí. Se llamaba Javier, tenía unos cuarenta años y estaba de rodríguez. Me invitó a comer algo y a descansar en su casa. Subí. La verdad es que no tenía otra alternativa a mano.

      No me desagradaba ese hombre, tenía una voz muy interesante. Ya en su casa, intentó propasarse, como se decía entonces. No sé por qué, aunque no quería ir a más, me sentí halagada. Todavía estaba dolorida por lo de la noche anterior, así que le pedí un rato para descansar y que me invitara después a bailar en la discoteca. Así lo hizo. ¡Qué obsesión tenía con las discotecas! ¡Daba igual cómo estuviera, solo quería bailar! Era la discoteca más en boga de Mérida. Me divertí y bailé hasta agotarme. Bien entrada la madrugada llegó la hora de irse y Javier se marchó solo. No recuerdo si me presentó a un conocido antes de marcharse o si se fue sin más. El caso es que conocí a alguien de quien no recuerdo su nombre, solo que era un chico gitano y que de alguna manera hizo de mi ángel de la guarda. Preocupado por dónde iba a pasar la noche, porque yo era menor de edad, no tenía dónde ir y estaba sin dinero, no se lo pensó dos veces y me llevó a casa de su hermano, que estaba casado y tenía dos hijos pequeños. Vivían en un piso de un barrio humilde y bastante descuidado, con apenas unos pocos muebles. Me dejaron dormir en un colchón que tenían en el suelo y del que desde dentro se oían ruidos de bichitos que anidaban en su interior. Agradecida por el acogimiento, correspondí a su hospitalidad limpiando y colaborando en lo que podía. Durante ese tiempo, unas tres semanas más o menos, no me faltaron un techo y un plato para comer. Como pasaban los días y necesitaba un trabajo que me diera para vivir, pagar un alquiler y enviar dinero a mi casa, pensaron en presentarme a una señora que me podía ayudar.

      Este hombre era muy buena persona, pero se relacionaba con personas que vivían rozando las lindes de lo establecido. Ahora entiendo que por esa particularidad difícilmente podía buscarme otro tipo de trabajo. Maruja se llamaba la señora que me presentó y me ofreció un empleo, pero al ser menor (entonces la mayoría de edad era a los veintiuno y yo tenía diecisiete años) debía contar con la autorización de mi padre por si la policía me pillaba trabajando. El local se llamaba La Maison y era un bar de alterne. No tenía ni idea de lo que era eso ni de lo que allí se cocinaba, pero Maruja decía que no tendría que esforzarme mucho. Seguro que podría ganar suficiente dinero para todo lo que necesitara. Mi trabajo consistiría en atender a los clientes, en ser amable con ellos y en darles conversación. La verdad es que no recuerdo de qué puñetas podría hablar con esos hombres entonces. No tenía que ir «más allá», me decía Maruja. No me enteraba de nada, estaba en la inopia más absoluta, hasta el punto de que para trabajar utilizaba mi propia ropa, la que me ponía recién salí del colegio: faldas escocesas de cuadros, jersey de pico, pantalones vaqueros… Al principio, mis compañeras se metían conmigo por mi atuendo, pero cuando la jefa empezó a comprobar el éxito que tenía adopté este estilo como propio y lo exploté como pude.

      Conseguí la firma de mi padre y pronto pude empezar a mandar dinero a mi casa. Mis padres nunca me preguntaron por mi trabajo ni por el sueldo. Creo que se fiaban de mí, aunque tampoco podían plantearse si me convenía o no este trabajo. No tenían medios para desplazarse y mi madre demandaba constantemente la presencia de mi padre en casa. Ella no salía para nada a la calle.

      Mi padre se quedó parado y ya no volvió a tener trabajo. A partir de ese momento, yo hacía y deshacía y les contaba lo que me parecía. Reconozco que mi imagen siempre ha sido de chica formal, por lo que, unido al aspecto que tenía, es posible que mis padres no pudieran ni imaginárselo. Lo cierto es que las chicas de alterne tenían otra imagen muy diferente.

      Poco a poco me fui introduciendo en ese mundo. Dos años intensos llevaba ya y llegó un momento en que me importaba todo un bledo, menos la droga, porque el primer porro que me fumé me sentó fatal. Si no, no sé hasta dónde hubiera llegado. Probé casi de todo y lo que hacía lo sentía como lo más natural del mundo. No recuerdo