El quinto sol. Camilla Townsend

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Название El quinto sol
Автор произведения Camilla Townsend
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786079909970



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esa situación, para todo niño era importante en un altísimo grado saber de qué madre era hijo. Ahora bien, se debe admitir que, desde el punto de vista de un hombre de la élite, las mujeres pueden haber sido intercambiables en cierta medida, pero ésa no fue la experiencia de la mayoría de las mujeres. La mayoría de la gente era de la clase macehualli, los macehualtin, y, en familia, el esposo vivía con la esposa cuya tilma había sido atada a la suya en una ceremonia formal. En ocasiones, en una casa convivían varias generaciones o varios hermanos, pero, incluso en esas casas, cada mujer tenía su propio hogar en su propia habitación de adobe que daba al patio común. La mujer criaba a sus propios hijos y les enseñaba a ayudarla en las labores que todo el mundo consideraba como esenciales. En un mundo sin guarderías, restaurantes, aspiradoras o tiendas, ¿quién se habría atrevido a pensar que el cuidado de los hijos, la preparación de los alimentos, la limpieza y la confección de la ropa no eran actividades esenciales? Nadie, según parece, porque las fuentes indígenas no dan constancia de que se faltase al respeto a las mujeres, ni siquiera de que hubiera una velada misoginia. Los deberes de las mujeres eran complementarios de los de los hombres y todos entendían que así debía ser; la casa, el calli de cuatro paredes, era un símbolo del universo mismo.56

      Por ello, debemos tomar en serio todo lo que decían las mujeres, porque su propio pueblo lo hizo: ellas consolaban a sus hijos, pero, al mismo tiempo, les advertían en términos claros que debían aprender a ser despiadados para mantener el orden, para cumplir con su deber, para quitar la vida o dar la vida en las guerras eternas, si fuera necesario; debían estar dispuestos a ser como el valiente pero modesto Nanahuatzin, que había saltado al fuego para hacer vivir el quinto sol para su pueblo. Es muy probable que esas madres se hubieran sentido confundidas si alguien hubiera tratado de hablarles sobre “el bien y el mal”; habrían dicho que todas las personas tenían la capacidad de hacer el bien o de hacer daño, que no era posible dividir a las personas en dos campos sobre esa base: para hacer el bien, una persona tenía que dejar a un lado el egoísmo y hacer lo que se consideraba mejor para mantener vivo a su pueblo, y para que tuviera éxito en el largo plazo. Se esperaba que todos pensaran en el futuro; aunque no siempre era fácil: con frecuencia, el destino de uno consistía en hacer lo que uno no quería hacer. De alguna manera, la apuesta por la vida o la muerte en el juego a ser “el mejor de todos” hacía que fuese más agotador que gratificante.

      Para que el sistema funcionara en el largo plazo, Itzcóatl y, más tarde, sus herederos debían elegir con cuidado sus objetivos militares; tenían que estar relativamente seguros de la victoria, basándose en cálculos racionales, no en promesas divinas. Por fortuna, los sacerdotes de más alto grado pertenecían a las familias nobles gobernantes y también parecían entenderlo así; al menos, los dioses a los que oraban nunca exigían que emprendieran guerras imposibles de ganar. Había algunos focos de resistencia más poderosos que la mayoría y tenían que ser manejados con cuidado: el más conocido era el huey altépetl de Tlaxcala, una gran ciudad-Estado compuesta por cuatro altepeme independientes, con cuatro tlatoque diferentes pero unidos, ubicados justo al oriente de la cuenca central. Tlaxcala era un pueblo relativamente rico; su nombre significa “lugar de las tortillas”. Estaba situado de manera segura en su propio valle, que podía defenderse con facilidad, rodeado de bosques de pinos que servían como refugio para venados, aves y otras piezas de caza. Sus habitantes también eran nahuas y habían llegado casi al mismo tiempo que los mexicas —incluso compartían algunos de los mismos mitos e historias—, y no iban a cederles ni un centímetro si podían evitarlo. Al principio, los mexicas lanzaron varios ataques contra ellos, pero quedó claro que iban a quedar atrapados en un callejón sin salida, por lo que, probablemente como resultado de ello, los mexicas iniciaron lo que llamaron xochiyáoyotl o “guerra florida”, una especie de juegos olímpicos que tenían lugar cada pocos años y en los que los vencedores, en lugar de ganar una corona de laureles, se salvaban de la muerte. No está claro si esos juegos se desarrollaban en una cancha de juego de pelota o en un campo de batalla, pero probablemente era esto último. El sistema funcionaba bien para mantener alerta a los jóvenes guerreros incluso en tiempos en que no había una guerra real, y eso hacía innecesario explicar a alguien por qué se permitía que Tlaxcala siguiera existiendo sin tener que pagar tributo: el mundo en general podía asumir que se dejaba en paz a Tlaxcala con el propósito de que hiciera las veces de enemigo en el encuentro ceremonial de xochiyáoyotl. Nadie necesitaba analizar el hecho de que hacer a un lado la política general habría sido demasiado destructivo para los recursos de los mexicas, si acaso eso fuera posible: dejar a Tlaxcala como un enemigo libre con una función reconocida era una estrategia inteligente; los gobernantes no podían haber previsto que, un día en el futuro, eso les costaría caro, cuando un nuevo enemigo, más fuerte que ellos, desembarcara en sus costas y encontrara unos aliados a la medida.57

      Incluso un gobierno muy exitoso en la guerra por fuerza enfrentaba ciertos problemas. En el mundo que Itzcóatl sorteó con tanto éxito, las guerras continuas podían dificultar que los mexicas comerciaran con pueblos lejanos. Si la posibilidad de un ataque siempre era inminente, pocas personas desearían acercarse a los mexicas o sus aliados, ni siquiera para discutir acuerdos comerciales mutuamente beneficiosos. Quizá por esa razón, no sólo los mexicas, sino todos los nahuas, como si se hubieran puesto de acuerdo, aceptaban la existencia de ciertas ciudades comerciales neutrales a lo largo de las costas y de las riberas de los ríos que llevaban tierra adentro desde el mar. Cerca de donde antiguamente habían vivido los olmecas, por ejemplo, había un pueblo costero llamado Xicallanco en el que, aunque estaba enclavado en territorio maya, vivían numerosos comerciantes nahuas: ellos facilitaban el comercio con los pueblos orientales mediante la compra de textiles y cacao, hermosas conchas, plumas de aves raras y, en su momento, las aves mismas, así como otros artículos de lujo, que vendían a cambio de los bienes manufacturados por los artesanos de Tenochtitlan, así como por los esclavos “sobrantes” de las guerras emprendidas por los mexicas y sus aliados: mujeres y niños que no habían sido sacrificados, sino que habían sido entregados a los comerciantes de larga distancia. Más al sur, frente a la costa, la isla de Cozumel era otra de esas zonas neutrales, y había varias más.58

      Ahora bien, en la mayor parte del mundo mesoamericano no había treguas permanentes: la guerra y la expansión fueron perennes, porque el Estado mexica necesitaba hacerse con más riquezas a medida que sus familias nobles poligínicas se volvían más numerosas; era necesario mantener al pueblo en un estado de suspenso con el propósito de que sus antiguas alianzas perduraran, en lugar de que se desmoronaran debido a desacuerdos de poca importancia, y, si se deseaba que el santuario interior del valle únicamente conociera la paz, las zonas de batalla debían estar alejadas. Tal habría sido una historia familiar para cualquier huey tlatoani; atrás habían quedado los días en que el padre de Chimalxóchitl, la doncella guerrera, podía declarar la guerra o tomar decisiones basadas en sus propias necesidades y deseos, o en los de unos cuantos compañeros: Itzcóatl había ganado su apuesta, había alcanzado un poder, una riqueza y una gloria superiores a cualquier sueño de infancia, pero, como resultado, había forjado un complejo organismo político que, a pesar de todo el poder de que se jactaba, no podía gobernar tan sólo haciendo declaraciones.

      Una de las mayores amenazas para el predominio de Itzcóatl lo acechaba muy cerca de casa: ya fuese porque realmente los amaba o porque matarlos habría precipitado la guerra civil, o por ambas razones, Itzcóatl no mató a los hijos sobrevivientes del difunto tlatoani, Huitzilíhuitl, Pluma de Colibrí, su medio hermano, y ellos, presumiblemente por una mezcla de esas mismas razones, continuaron apoyándolo. Ellos eran los que, por la ley de la costumbre, deberían haber gobernado, no Itzcóatl, pero fue él quien unió a los mexicas en una época de crisis terrible, encontró aliados útiles para ellos y condujo a todos a la victoria; por lo tanto, todos trabajaron juntos durante los cuatro años del reinado de Itzcóatl. Un sobrino, Tlacaélel, era un guerrero activo y exitoso que se forjó un gran nombre como Cihuacóatl: el nombre de esa diosa se había convertido en un título reservado para el hombre que era el segundo al mando después del tlatoani: el gobernante que manejaba los asuntos internos. A los partidarios del antiguo linaje real de Huitzilíhuitl —muchos de ellos hijos y nietos de Tlacaélel— les gustaba decir que Itzcóatl realmente le debía todo a Tlacaélel, que éste era quien había derrotado a Maxtla, el villano tepaneca, y que su inteligente estrategia había ayudado a Itzcóatl a gobernar en los tiempos más