Название | Historias Hilvanadas |
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Автор произведения | Silvana Petrinovic |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878713687 |
¡Un momento! Está bajando la escalera, ahora sí.
—Es tiempo de caminar, amigo mío, y de movernos un poco antes de dormir —me dice con voz ronca.
Allá vamos los dos, amigos para siempre, inseparables como pocos, en silencio, sintiéndonos en cada paso y en cada respiración…
Llegamos al pequeño parque, él no ha dicho ni una palabra. Mientras tanto voy hacia el arenero, que es mi perdición.
Ah, hay poca maravilla en este mundo que supere el bienestar que me provoca esta tibieza acolchonada cuando piso la arena húmeda. ¡Es tan grato!
Alguien me habla desde allá lejos, me voy a acercar porque no escucho qué me dice.
—¡Qué bonito! Sos muy lindo —exclama una voz femenina.
Mi amigo llega primero, tal vez él tampoco ha escuchado con claridad lo que la dama está diciéndome con tanta dulzura.
¡Están conversando! Al fin se decidió a hablar.
¡Qué alegría!
Esto sí es una buena señal. Me acerco a los dos y espero que me presenten.
—Bueno, bueno…ya era tiempo. Pensé que jamás me llamaría. —Se lo ve muy entretenido esta noche.
Al fin escucho su voz clara y segura diciéndole a la dama:
—Te presento a mi amigo, a mi compañero. Vivimos juntos no muy lejos de aquí. Te presento a “Congo, mi perro”.
Un misterio las une
Dedicado a Lola
El viento sopla del sudeste con rachas encabritadas que la obligan a entornar los ojos. El celeste con que la madre naturaleza ha dotado su mirada le proporciona un extra muy importante en la vida diaria; tal vez porque el observado no puede interpretar qué clase de miramiento arremete contra él, ya que podría ser enojo, observación o agrado…
Lo que nadie sabe es cuánto le cuesta mantener la mirada en un punto fijo sin que se irriten sus pupilas; la arena, el polvillo, el sol y, por supuesto, el viento le juegan en contra. Pero esto de enfrentar las rachas le proporciona un bienestar intenso…
El horizonte le devuelve un cielo lleno de nubarrones, mezclados con algún rayo solar tardío, que le da un tinte rosado a los espacios que quedan entre las nubes. De todos modos, la tormenta asecha desde hace horas. Nada se compara a esta sensación de precaución ancestral que la hace protegerse de lluvias y borrascas, quizás porque presiente que morirá un día de tormenta.
A pesar del miedo, Lola espera a su amiga, que es una mezcla de hada madrina y bruja. Aprendieron a cuidarse una a la otra, porque la existencia no es fácil y desde el primer día se han amado.
Lola ha pasado años observándola correr de un lado al otro: los hijos, la comida caliente, las zapatillas blancas, cabellos ordenados, piojos. Hasta que llegaba la noche y todo terminaba para las dos, con aquel recorrido por la plaza a paso rápido, rozándose de tanto en tanto. ¡Juntas, piel a piel, paso a paso!
La vida ha transcurrido desde aquellas noches de ronda y hoy, en medio de este soplo lleno de historias, se devela el misterio que las ha unido desde siempre.
Su amiga ha soltado las riendas de los críos, igual que ella hace tiempo. El misterio es el amor infinito que las une.
Esta noche, su amiga ha dejado el teléfono, el ordenador, el auto, el reloj y la ropa de oficina. Corre dichosa, con trote firme, hacia la luz que irradia la luna llena entre las nubes del cielo tormentoso. Con ojos rasgados de celeste infinito, Lola presta atención a la sonrisa transformada en mueca de libertad infinita que lleva prendida en el alma su amiga, que aúlla con gritos de loba salvaje en cada trote y en cada vuelta. Lola la observa sin perderle el rastro –para custodiar su cambio– y se recuesta contra el tronco del árbol de la plaza, que protege su peluda espalda de perra siberiana.
La tormenta ha seguido de largo…
Un día de escuela
Aquella mañana su madre lo levantó de la cama como siempre, le acarició la cara y abrió lentamente los grandes postigos de su habitación. Una brisa fresca entró y rozó su cara con intención de despertarlo. La luz del pasillo, que daba a los tres dormitorios, lo golpeó directamente a los ojos, señal inconfundible de su madre para que también sus hermanos se movilizaran rumbo cada cual a su colegio.
Esperó a que terminaran todos con el baño mientras se vestía con la ropa que estaba a los pies de su cama, amorosamente doblada, con ese olor a jabón que le era tan familiar.
Más que cualquier otra mañana, la remera del uniforme del colegio se negaba a entrar por la cabeza. Ponía voluntad, pero la maldita prenda se enroscaba en el cuello sin permitirle a sus brazos encontrar la salida; la odiaba con todo su corazón.
Cuando el baño estuvo por fin desocupado entró y cerró la puerta, sin darse cuenta de que estaba nuevamente en los brazos de Morfeo. Sorprendido, perdió pie al escuchar un golpe enérgico en la puerta de madera del sanitario. El mismo golpe de todos los días a la misma hora, recordatorio para el cumplimiento real de su aseo matinal. Era tan difícil cepillarse los dientes mientras los golpes se sucedían en un crescendo odioso. Una ampolla, o tal vez alguna pieza dental que pretendía emerger, le impedía el cepillado habitual; pero si no lo hacía su existencia no sería armónica, no era un buen comienzo del día un enfrentamiento con su madre.
Pasado un tiempo infinito frente al espejo, escuchó otra vez la voz que taladraba su cabeza preguntándole si necesitaba ayuda con el cabello.
¡Ese cabello rizado que cada día le traía tantos problemas!, aunque sin dudas lo asemejaba tanto a sus hermanos, que no tenía más remedio que aceptarlo como otra carga de la herencia genética.
Salió al pasillo y se cruzó con esa mujer molesta siempre dispuesta a colaborar con él, que rápidamente solucionaba este o aquel problema; pero que por momentos creía tan excéntrica y un poco loca. Es que su madre trabajaba tanto que jamás la veía en la puerta de la escuela hablando y riéndose como las demás; en cada reunión de padres siempre llegaba sobre la hora; nunca estacionaba el auto para comprar el diario o tomar un café –como todas las demás– en el barcito que estaba enfrente del colegio…
Bajó las escaleras y halló el jugo de naranjas de todas las mañanas, más las despiadadas contestaciones y el malhumor de su hermana mayor, quien no lograba despertase hasta casi el mediodía. Gracias a Dios entraba media hora antes que él, así que se iba sola y lo dejaba saborear unos tragos de paz anaranjada.
Mientras, observaba el subir y bajar de esa mujer trayendo y llevando infinidad de pequeñas y grandes cosas que, a esas horas de la mañana, era imposible para su cerebro establecer origen o pertenencia de alguna de ellas.
De repente sintió el peso de la mochila sobre la espalda, indicador que señalaba el momento de subir al auto sin discutir ni emitir queja alguna y partir hacia sus obligaciones. Tras la salida del vehículo, cerró el portón y se acomodó en el asiento trasero. Sabía que podría dormir hasta llegar a la escuela.
Al rato escuchó que la puerta trasera se abría y aquellas manos que tanto conocía, lo acariciaban y lo invitaban a bajar. Comenzaba nuevamente el calvario de la escolaridad. Atesoró el beso de despedida y sin darse vuelta para mirar escuchó que el auto comenzaba la marcha y se alejaba… con él, todas sus esperanzas de estar en otro lugar.
Entró en el aula y esperó al maestro. Había llegado a querer a ese hombre de lentes pesados y gruesos; ese hombre que siempre le obsequiaba una sonrisa o una palmada en la espalda, que lo alentaba a proseguir cuando lo veía flojear.
Pasaron las primeras horas de clase y llegó el recreo. Su cabeza, más despejada, estaba lista para correr tras alguna chica con el pretexto de jugar a la mancha; pero, como era habitual, el timbre desbarataba cualquier plan maestro en busca