Название | Doce mujeres |
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Автор произведения | Kremer Harold |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583064128 |
—¡Lo que dices es falso! —gritó—. ¡Son bochinches santanderistas! ¡No te voy a permitir que difames al Libertador!
Entré al baño y puse el cerrojo. “Que se vaya a la mierda”, me dije.
Esa noche, no sé por qué, recordé a Rosa, una vecina de enseguida de la casa de mis padres. Era una mujer muy bella que se ponía vestidos de campana de telas floreadas, que siempre estaba bien peinada y parecía recién arreglada en todo momento. Sus padres murieron en un carro que se estrelló contra un camión. A mí me encantaba oler su perfume, mirarla caminar con los tacones de punta y, sobre todo, oírla hablar. Visitaba a mi madre cuando mi padre estaba en el trabajo, y se sentaban a hablar de hombres. Rosa tenía la edad de mi madre, unos treinta y cinco años. Habían estudiado la primaria y el bachillerato juntas, y compartido secretos, alegrías y amarguras. Ahora sé (en esa época no lo sabía) que Rosa estaba en la edad límite para empezar a ser considerada una solterona. Creo que era eso lo que la hacía llorar, a veces, cuando susurraba con mamá sobre su desgracia. Corría el rumor, además, de que Rosa era lesbiana. Solo ahora también entiendo lo que sucedía: Rosa era una mujer agradable, alegre, conversadora, buena bailarina, tenía su propia renta y vivía sola. Y eso acobardaba a los hombres: le tenían miedo. Una vez salió con un vendedor de Pereira. Todo era una maravilla. El hombre, Héctor, se aparecía una vez a la semana porque siempre andaba de gira visitando almacenes de ropa. Y llegaba con flores, regalos, serenatas, invitaciones a bailar y a comer. Rosa parecía una adolescente. Estaba radiante, más bella que antes. Y el esplendor llegó cuando él le propuso matrimonio. Recuerdo que mamá la acompañó a hacer las compras del ajuar. Y un día antes del gran día, una mujer tocó a la puerta de su casa: era la esposa de Héctor, la mujer con la que tenía cuatro hijos allá en Pereira. No llegó a hacer un escándalo, simplemente se presentó, preguntó si podía seguir y durante una hora habló con Rosa. En la noche llegó Héctor, salió dos horas después y nunca más se le volvió a ver. El tipo confirmó todo lo que había dicho la mujer y le propuso que de todos modos se casaran, que él la quería, que él podía con dos hogares. Al negarse, con mucha sutileza le insinuó que ella no iba a conseguir, a su edad, un hombre como él. Y quizá ninguno. Rosa, la delicada Rosa, fue a la cocina por un cuchillo, se paró en la mitad de la sala y le dijo que se largara o lo asesinaba. Héctor se marchó. Luego, mamá la acompañó toda la noche hasta el otro día. Papá me dio de comer y me mandó a dormir. Al despertar al día siguiente, escuché a papá y a mamá discutir en la cocina. Papá decía: “No, no, no”, y mamá decía: “No digas no ahora, Rafael, piénsalo y hablamos en la noche”. Lo cierto es que Rosa terminó viviendo con nosotros, alquiló la casa donde vivía y las otras dos casas se las escrituró a mamá. Rosa estaba embarazada y tenía cáncer. Sabía que iba a morir y quería, si lograba nacer su hija, que mamá fuera su madre. Al mes de nacer Teresita, mi hermana pequeña, Rosa murió. Diez años después, Teresita murió. Entonces, mamá vendió todo y se separó de papá. “Descubrí que ya no lo quería”, me dijo una noche que nos sentamos a hablar sobre Rosa. “Es más, creo que nunca lo quise”. Mamá bebía una cerveza, me miró a los ojos un instante y volvió a beber. “Hay cosas que le hacen cambiar el rumbo a la vida”, dijo. “Yo no sabía qué me pasaba, qué sucedía, pero descubrí de repente que tu padre me daba asco. No lo aguantaba encima de mí bullendo como un salvaje. Me parecía que debía ser fiel a la vida de Rosa y de Teresita, y tu padre no cabía allí. Él siempre pensó que Rosa era una buscona, una puta buscona, como me lo dijo muchas veces”. Esa noche en la que mamá y yo hablamos hasta el amanecer me pregunté qué iba a pasar conmigo, con mi vida. Ya salía con Santiago. Era joven, nada me preocupaba, el mundo era reciente, pero esa noche me hice esas preguntas, y luego las olvidé…, hasta ahora, que tengo la misma edad de mamá y de Rosa cuando apareció Héctor.
Tres semanas después, Pedro empacó sus cosas y se largó de mi vida. No me importaba, pero me sentí mal. Creí que podía construir algo, algo significativo, algo que tal vez me acercara al amor, y terminé descubriendo que en el mundo no hay amor, que me encontraba en una edad con unos sentimientos que nunca creí que llegarían a mi vida. Y todo porque no había pensado en ellos, porque creí que a mí no me sucedería. Me pasé treinta y seis años pensando que yo era única, y en realidad dependía de los demás. Y eso fue lo que estuvo mal, mal para todos.
Cuando se marchó, fui y compré media de aguardiente. Volví a casa y estuve toda la noche despierta escuchando música en una emisora. Pensé en mi padre y descubrí que era un ser lejano, muy lejano, no porque mamá lo abandonara, sino desde antes, desde mucho antes, desde que tengo memoria. Cuando se separaron, se dedicó a la bebida y a hablar mal de mamá. Entre las cosas que dijo, apuntó que, quizá, yo no era su hija. “Quizá”, dijo. No se atrevió a negarme del todo. Mamá dijo: “No importa lo que diga, basta con que seas mi hija”. En verdad no tengo recuerdos de papá durante mi infancia, excepto que llegaba cansado y me mandaba a dormir. A veces escuchaba la cama traqueteando cuando hacían el amor. Una vez los vi. Papá encima de mamá embistiéndola y mamá dejándolo hacer. Esa vez, ella vio que los estaba observando, pero nunca hablamos de esa noche. Nunca salimos juntos, ni me llevó a un cine, o a comer. De vacaciones me enviaban con mi abuela y volvía un día antes de entrar al colegio. Luego me enteré de que vivía con una mujer y después supe que lo mataron en una cantina. Nunca hablé de ese asunto con mamá. No sé si ella se enteró de su muerte, y si lo hizo, creo que no le importó. Recuerdo que mamá me decía: “No te dejes avasallar por un hombre, ellos siempre quieren penetrarte por todos lados…, hasta en tu cabeza. No lo permitas nunca. Gózatelos, acuéstate con ellos, devóralos, pero haz tu propia vida”. Y yo le dije: “¿Cómo una mujer como tú, que solo tuvo un hombre, puede decir eso?”. Mamá no me respondió, pero una sonrisa iluminó su rostro.
Entonces, desperté en el hospital. Una enfermera estaba poniéndome una aguja en el brazo. Un médico me preguntó cómo me sentía.
—Me duele la cabeza —dije.
Llevaba un día inconsciente.
—Estás bien. Solo tienes magulladuras. El dolor de cabeza pronto se te pasará.
A un lado, sobre un asiento alcancé a ver mi ropa y mi bolso. Más allá, sobre una mesa, un ramo de rosas. Pregunté qué me había pasado y me contaron. Recordé todo: creí que alcanzaba a pasar en último momento la vía peatonal. El semáforo ya había cambiado y el carro me atropelló. Afortunadamente, este apenas arrancaba. La enfermera me trajo una sopa que devoré con apetito. Me informó que llamaron a Pedro y que él estuvo al lado de mi cama toda la tarde. Me acercó la tarjeta que venía con las rosas. “Te amo, Daniela”, decía, “quiero que arreglemos nuestras vidas. Pedro”. “Que se vaya a la mierda”, pensé. Luego el médico me puso una inyección para dormir. Desperté a medianoche. Me levanté un poco dolorida y caminé hasta una ventana. La calle, casi oscura, estaba vacía. Había llovido. Respiré el aire, que olía a tierra mojada. Arriba, en el cielo, millones de estrellas titilaban, quizá saludando mi decisión de renovar mi vida. Ahora ya lo sabía: afuera había muchas historias, pero la mía era única, y yo, solo yo, tenía que responder por ella.
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