Doce mujeres. Kremer Harold

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Название Doce mujeres
Автор произведения Kremer Harold
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064128



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problemas.

      Un día fuimos al centro comercial a comprar ropa y juguetes, y a tomar un helado. Era parte del premio que le íbamos a dar a Silvia. La niña brincaba de la alegría. Primero fuimos a la rueda y al trencito. Luego entramos a un almacén de ropa. Silvia escogió un vestido rojo. Desfiló con él para nosotros.

      —Mami, ¿me veo bonita?

      —Hermosa —comenté.

      —¿Y tú qué opinas, papi?

      Mario la levantó, la abrazó y le dijo algo al oído. La niña rio.

      Después le compramos zapatos, un bolso, un par de pantalones y tres blusas. Mario dijo que iba a la librería. Nos entretuvimos la niña y yo tomando un helado y hablando de las vacaciones en Cartagena. De pronto alguien me tocó la espalda. Era María, una antigua compañera del colegio. Hablamos de todo y de todos.

      —¿Sigues bailando? Eras la mejor, Kathy, siempre pensamos que ibas a ser una bailarina profesional.

      —Sí —mentí—. Ya no bailo tanto como antes, pero sigo bailando.

      Nos despedimos y me quedé pensando por qué no había vuelto a bailar. ¿Sería para evitar los celos de Mario? Él llegaba tarde del trabajo y yo estaba con la niña, pero a veces sentía nostalgia de algo, no sabía de qué, hasta que hablé con María y lo supe: era el baile, la noche, la rumba.

      Mario volvió de la librería y decidimos ir al parque de diversiones. Silvia estaba feliz. La montamos en los caballitos y en los carros chocones. Antes de salir, Silvia insistió en subir a los aviones que giraban.

      —No me parece buena idea —dije—. Eres muy niña para montar en esos aparatos.

      Mario intervino:

      —Montemos todos, la niña se lo merece.

      Silvia había ganado con honores el año escolar.

      —Yo no me subo —dije.

      Mario rio. Me abrazó e insistió que era el regalo de la niña.

      —Cierras los ojos —me susurró.

      —Te montas tú con ella, yo me mareo —le dije.

      —Vamos los tres, mamá —insistió Silvia.

      —Sí, los tres —dijo Mario.

      Observé los aviones y me pareció que no giraban tan rápido. Subimos. Mario aseguró a Silvia entre no­sotros. Cuando empezó a girar cerré los ojos. La niña gritaba y Mario reía. Los aviones empezaron a girar más rápido y yo me agarré de un brazo de Mario. Seguía con los ojos cerrados. De pronto sentí un golpe y un fuerte tirón. Desperté en el hospital. Mario estaba a mi lado.

      —¡Silvia! —grité.

      —La están revisando —me dijo Mario—. No fue nada grave.

      Intenté levantarme y un fuerte dolor en la nuca y en la cabeza me lo impidió. Grité. Volví a intentarlo y no pude. Dos enfermeras me aplicaron un calmante.

      Al despertar, un médico me revisó.

      —Los exámenes salieron bien —me dijo—, solo contusiones.

      Llamé a Mario y a Silvia. El médico me hizo recostarme. Dijo que él los llamaba. Mario entró solo.

      —¿La niña, Mario, dónde está Silvia?

      Se sentó a mi lado y me contó todo.

      —El avión se zafó y volamos como treinta metros hasta estrellarnos contra un poste.

      La niña y yo nos golpeamos en la cabeza. Silvia llevó la peor parte y estaba en coma. Grité, me quité la aguja con la que estaba inyectada y me levanté. Caí al suelo. Mario y una enfermera me levantaron y me acostaron. Luego me aplicaron otra inyección.

      Al despertar no me dolía tanto la cabeza. Mario estaba a mi lado. Tenía los ojos rojos. Me apretó una mano y arrancó a llorar. Me sentía tranquila. Le pregunté qué pasaba y el llanto no le permitió contarme. Recordé lo que había sucedido y pensé lo peor, en la muerte. Cuando se calmó, me dijo:

      —Silvia sigue en coma. Los médicos dicen que es grave.

      Entonces cerré los ojos y sentí que se me inundaban de lágrimas.

      A Mario se le incrementó el trabajo por las vacaciones que iba a tomar. Me trasladé a vivir a la clínica. Día y noche estaba al lado de la cama. A veces Mario me reemplazaba en la noche una o dos horas, mientras iba a casa a tomar una ducha y a cambiarme de ropa. No quería separarme de Silvia, pero Mario insistía.

      —Debes despejarte un poco —me decía.

      Corría y volvía.

      Mario se quedaba una hora para hablar, pero no teníamos nada que decirnos, nos quedábamos sentados, tomados de la mano. Silvia llevaba ocho días en coma. Su cuerpo se veía frágil, estaba muy delgada y tenía la piel sin brillo. Hacia las once Mario se despedía.

      —Me faltan siete días para salir a vacaciones, Kathy, siete días para dedicarme totalmente a Silvia.

      Nos abrazábamos y se marchaba. Mario dormía apenas cuatro horas. A las cuatro de la mañana llegaba a la oficina y salía a las ocho de la noche. Así era Mario, mi marido, un buen hombre, el que nos protegía del maldito mundo exterior.

      A veces dormitaba al lado de Silvia, otras le cantaba las canciones que a ella le gustaban o le frotaba el cuerpo con aceite como me había indicado el médico.

      No sé cómo sucedieron las cosas. Realmente no lo sé. Era un jueves y Mario llegó a las siete de la noche. Me dijo que había logrado sacar el viernes libre y se queda­ría toda la noche y el día siguiente. Me ordenó que me marchara. Yo no quería, le dije que nos quedáramos los dos, que era lo mejor para Silvia en caso de que despertara.

      —Tienes que comprar comida, organizar un poco la casa, descansar. Llama a Pilar para que te ayude y vuelve mañana en la noche. El miércoles salgo a vacaciones. Hagamos un último esfuerzo y ya veremos —dijo.

      Me negué. Mario empacó las pocas cosas que yo tenía y abrió la puerta del cuarto.

      —Vete —dijo—, vete, la niña te necesita fuerte.

      Dudé, Mario fue hasta el asiento y me levantó. Me puse a llorar, me abrazó y nos quedamos un rato en la mitad del cuarto. Me llevó afuera y cerró la puerta. El pasillo estaba vacío a esa hora de la noche. Caminé des­pacio y tomé el ascensor. Afuera un aire tibio recorría la calle. Respiré, miré arriba, al piso donde estaba Silvia, y vi que la luz ya estaba apagada. Pensé que Mario tenía razón, que debía recuperar fuerzas, no dejar que se derrum­bara lo poco que teníamos.

      Decidí ir a un supermercado. Compré carne, huevos, sopas en sobre, pollo, verduras, pan, leche, detergente. Hacía la fila para pagar, cuando alguien me llamó. Era Alejandro, un antiguo novio de mi adolescencia. Estaba atrás en la fila y noté que iba a pagar una botella de ron. Nos saludamos. Me pareció que los años aún no lo habían arruinado. Preguntó qué me pasaba. De inmediato me peiné con una mano y me froté el rostro. Le conté lo sucedido con Silvia y nos despedimos. Al salir no conseguí taxi. Me quedé esperando un rato hasta que un carro se detuvo y pitó. Era Alejandro. Ofreció llevarme a casa. Miré a lado y lado de la calle vacía y, casi sin pensarlo, subí.

      Alejandro fue el primer hombre con el que tuve sexo. Salíamos a bailar y luego corríamos a moteles. A veces íbamos directamente a moteles y pasábamos la noche entera. Estuvimos juntos hasta que descubrí que salía con otra mujer. Pero siempre fue un buen recuerdo. Luego supe que se casó y tuvo tres hijas.

      Alejandro