Doce mujeres. Kremer Harold

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Название Doce mujeres
Автор произведения Kremer Harold
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064128



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a meterlo en mi boca, a masturbarlo, a chupar, hasta que sentí una pequeña explosión. Entonces lo relamí y me tragué todo el semen. Luego me lavé la cara, me vestí y salí. Afuera empezaba el amanecer.

      Pedro dijo que se demoró un mes en encontrarme. En ese tiempo las cosas se aclararon aún más con Santiago: una noche, después de hacer el amor, me anunció que se iba a casar.

      —¿Con quién? —pregunté.

      —Con Marcela.

      “La pobre Marcela”, pensé. La mosquita muerta de Marcela, la puta que fingía de niña desamparada y que los hombres siempre querían proteger.

      —¿Y la libertad? —le pregunté.

      —¿De qué hablas?

      —De la idea sartreana de la libertad. Esa de la que tú hablas.

      —Eso es pura mierda —me dijo—. Me di cuenta hace poco. Sartre y su mujer son los hijos de puta más grandes que ha dado Francia. Son unos charlatanes que solo quieren ser estrellas de farándula.

      —Pero…

      —Todos sus libros son reciclados de Kierkegaard, donde ya se plantea la idea del compromiso como una meta en la vida.

      —¿Y cuál, entonces, es tu compromiso?

      —Con la vida, con la felicidad, vivir sin angustias, ese es el fin.

      —¿Y yo qué fui en tu vida?

      —Una parte del camino, Daniela, una parte importante para llegar a este momento en que me di cuenta de cuál era mi meta.

      Salimos a comer unos patacones con carne. Tenía hambre. Pedimos cerveza mientras los traían. Santiago seguía hablando de los existencialistas.

      —Llegué a la conclusión de que las certidumbres reales son de las que debe partir todo hombre para alcanzar la felicidad.

      Trajeron los patacones humeantes. Devoré el mío enseguida. Santiago seguía hablando y apenas comía. Pedí otra cerveza y encendí un cigarrillo.

      —Está bien —dije—. No quiero oír hablar más de los existencialistas.

      Fue cuando se concentró en el patacón hasta acabarlo. Me gustaba verlo comer. Al terminar fuimos al parque de San Antonio, compramos más cerveza y un cigarrillo de marihuana. Luego, fuimos a un motel e hicimos el amor dos veces más.

      Y no lo volví a ver.

      Durante varios días estuve sola; del apartamento al colegio y del colegio al apartamento. Y luego empecé a salir con algunos hombres. “Nada serio”, me decía, “no quiero nada serio”. Hasta que Pedro me encontró. Al principio me aburrió: los hombres tienen la costumbre de explicar en detalle a sus mujeres los tejemanejes de su profesión. Me ha tocado soportar conversaciones sobre cómo ser un vendedor eficiente, por qué los espaguetis La Muñeca son los mejores del mercado, cómo se construye un edificio, la mejor marca de carros y muchos etcéteras. Y casi siempre les da por hablar de esos temas después de hacer el amor. Es como si precisaran explicar la importancia de su presencia laboral en el mundo, justo después de un orgasmo. Esa vez nos fuimos a beber, yo me emborraché y Pedro me llevó al apartamento. Cuando desperté, estaba sentado en un asiento mirándome dormir.

      —¿Dormiste bien? —preguntó.

      Me levanté y fui al baño. Al orinar, entre los labios de mi vagina, sentí restos de semen. No me acordaba de haber hecho el amor. Terminé y enseguida vomité. Después traté de recordar cómo había llegado a mi apartamento y no logré juntar dos imágenes. Me bañé y salí. Desayunamos y luego hicimos el amor. Entonces, fue cuando Pedro empezó a hablarme de historia. Su pasión era la vida de Simón Bolívar. Entredormida lo escuché narrar la batalla del puente de Boyacá, la entrada triunfal a Santafé y su relación con Manuelita. Cuando desperté se había marchado. Encontré una nota sobre la mesa de cocina: “Fue una noche maravillosa. Te llamo a las 6. Pedro”. Y llamó.

      Terminamos viviendo en mi apartamento. Como dije, no es que lo quisiera, pero me ayudó a soportar el abandono de Santiago. Desde el principio nos dedicamos a tratar de vivir la vida y salíamos a todas partes. Bebíamos bastante, sobre todo Pedro. A veces, cuando se quedaba dormido, me sentaba a contemplarlo. Otras veces lo masturbaba y me chupaba todo el semen. Me gustaba verlo retorcerse, y las cosas que decía dormido y borracho. Y claro que pensaba que él era Santiago.

      Y me fui aburriendo, aburriendo de lo predecible que era Pedro, aburriendo de Simón Bolívar, de oírlo repetir, borracho, las proclamas libertadoras. En el fondo de mi alma seguía esperando a Santiago, pero en mi corazón ya sabía que no volvería. Y me dije: “Voy a tener un hijo con Pedro”. Es que dicen que un hijo la cambia a una. Creí que, quizá, empezaría a amarlo, que construiríamos un hogar y una familia. Y, entonces, empecé a coger a Pedro a toda hora: al desayuno, al almuerzo y a la comida. Cuando llegaba borracho, después de masturbarlo y chuparme el semen lo escupía en un vaso. Luego, me acostaba con las piernas abiertas recostadas contra la pared, y con una jeringa sin aguja me lo inyecta­ba en la vagina. Y pasaron seis meses sin que sucediera nada, hasta que el ginecólogo me dijo que el problema era Pedro. Una noche, después de hacer el amor, le dije:

      —Quiero un hijo, Pedro, tengamos un hijo.

      Se quedó un rato en silencio, fue al baño, luego se sentó con una botella de aguardiente y me dijo:

      —Yo no puedo tener hijos, Daniela, soy estéril.

      Me explicó que ya lo había intentado dos veces con tratamientos de fertilidad y nada había servido. Fue al escritorio y me trajo los papeles en los que se le ordenaba la prueba y los resultados después del tratamiento. Un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo. Se excusó por no decirlo antes y se justificó diciendo que él creía que yo no quería tener hijos. Cerré los ojos y me dejé ir. Me vi en un lago, flotando desnuda, observando un cielo azul, a veces amarillo, y otras, rojo. Estaba sola, muy sola, sin aves y sin ruido. Era un paisaje extraño y pensé que estaba muerta. De pronto, en el cielo, vi el rostro de Santiago, grande como un estadio, me miraba y me hablaba, pero yo no entendía lo que decía. Entonces, sentí que me sacudían y me llamaban, y era Pedro preguntando qué me pasaba.

      —Nada —dije—, no me pasa nada.

      —Oye, vamos a algún lado. Salgamos a tomar algo.

      —No quiero beber —dije.

      —Pues no quiero amargarme la noche con el cuento de no poder tener un hijo.

      —Ve tú —dije—, tengo sueño.

      Se quedó allí un rato dándole a la botella.

      —A veces pienso que si Bolívar hubiera tenido hijos no habría sido el libertador de cinco naciones. Sin embargo dicen que cuando murió María Teresa del Toro, su esposa, estaba embarazada.

      Bebió una copa, iba a hablar y guardó silencio.

      —Sigue —dije.

      —Sigue… ¿qué? —preguntó.

      —Sigue hablando, vamos, sigue.

      —No quiero seguir hablando.

      —¡Lárgate! —le grité—. ¡Lárgate!

      Me volteé y me puse a pensar qué iba a pasar con mi vida. No había encontrado un hombre de verdad, uno que quisiera tener un hogar, que estuviera contento solo de estar a mi lado, uno que no cambiara la vida de un hijo por nada, ni siquiera por liberar un país. Y menos un hombre que no había hecho nada en su puta vida (hablo de Pedro) y se alegrara porque María Teresa del Toro murió, y ese acontecimiento liberó a Bolívar para cumplir sus sueños.

      Al