Название | Doce mujeres |
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Автор произведения | Kremer Harold |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789583064128 |
Lloré sin poder contenerme. Alejandro me pasó unas toallas de papel. Detuvo el carro y nos quedamos un buen rato al lado de la avenida. Cuando me calmé y le dije que nos marcháramos, tomó una toalla y acabó de limpiar mi rostro. Y no sé si fue él, o yo, pero nos besamos. Al principio apenas pareció que nos rozamos los labios, pero luego empezamos a besarnos con mayor intensidad y terminamos abrazados, tocándonos los cuerpos, acariciándonos. De pronto, logré separarme y le dije:
—No, Alejandro, no, esto está mal, llévame a casa.
No había querido desconectar el teléfono, a pesar de las llamadas en las que solo había ruidos y voces extrañas. Timbró y corrí a contestar.
—¿Kathy?
Reconocí la voz de Mario.
—Sí, ¿qué pasa?
—¡Ven rápido a la clínica, Kathy! ¡Ven rápido!
—¿Qué pasa, Mario? ¿Qué le pasa a la niña?
—¡Ven, Kathy! —dijo y colgó.
La niña había muerto. Varias veces pensé en esa posibilidad y siempre la deseché porque pensaba que a mí no podía pasarme eso. Extrañamente no lloré. Mientras nos entregaban el cuerpo subimos a la habitación por las cosas de Silvia. Me senté en la cama vacía donde ella había estado acostada y luego me recosté. Sentí su olor en la almohada, en la sábana, en la cobija con la que estuvo cubierta. Sentado en la silla, al lado de la cama, Mario lloraba. Me levanté y le acaricié la cabeza. Mario se abrazó a mi vientre y siguió llorando.
—Yo soy el culpable —dijo.
—No, Mario —dije—, Dios sabrá por qué se la llevó.
—Me dejé convencer, Kathy. Tú no querías subir a esos aviones.
—No, Mario, yo acepté también. Fue un accidente, y nosotros no sabíamos qué iba a pasar. A veces las cosas pasan sin que podamos evitarlas.
—¡No a mí! —gritó, levantándose—. ¡Maldita sea! ¡He debido decir no, no y no, y nada hubiera pasado!
Hice todas las vueltas y al día siguiente cremamos a Silvia. Solo estábamos Mario y yo. Mi madre estaba en Europa de vacaciones y papá vivía en Barranquilla. No les avisé que la niña había muerto. Tampoco le avisamos a la madre de Mario, su único familiar, porque estaba muy enferma. Él no fue a la empresa ni llamó para informar sobre su ausencia. Al llegar a casa se tomó un whisky, sentado en la sala oscura. No hablamos. El teléfono timbró dos veces: contesté y, de fondo, se escuchaba una voz en otro idioma. Decía algo que yo no entendía. Pensé que tal vez era mamá. No me alteré. Estaba calmada; me sentía cansada pero serena. Quería estar sola, pero sabía que tenía que acompañar a Mario.
Me serví un whisky y me senté a su lado. Bebí casi medio vaso de un tirón, me recosté y cerré los ojos. Antes de que muriera la niña había pensado en separarme de Mario. La noche que me encontré con Alejandro descubrí que no quería seguir viviendo una vida que me era ajena, una vida que me resigné a vivir para complacer a Mario. No sé cómo sucedieron las cosas, pero esa noche lo traje a casa, bebimos y bailamos toda la noche. Me duele pensar que no acompañé a la niña en sus últimos momentos porque, mientras ella moría, yo hacía el amor con Alejandro. Sé que he debido decir no, no y no, pero algo dentro de mí, algo remoto, algo que me faltaba, me impidió decirlo.
Sin aves y sin ruido
Ayer me atropelló un auto. Yo creía que en esos accidentes la gente quedaba desfigurada, despedazada o desangrándose, pero pasa que no siempre es así. Al menos no fue mi caso. El problema es que estaba distraída, pensando en Pedro, en lo que dijo el día anterior:
—Me largo porque nuestra relación ya no funciona —había afirmado mientras hacía la maleta.
Yo estaba sentada en la cama, observándolo empacar, muda, incapaz de entender la situación. Tal vez todo sucedió porque no volví a hablar de Simón Bolívar. En ocasiones me miraba, tal vez esperando que dijera algo, tal vez esperando que le ofreciera una explicación; quizá quería que me retractara sobre lo que dije de Simón Bolívar, pero no se me ocurría nada. Era como si el mundo se hubiera vaciado de palabras. Todo en mi vida había dado un giro hasta llegar a un punto en que nunca creí estar.
No es que me importara, sino que no lograba entender por qué lo hacía, y eso me había dejado muda. ¿Era por Bolívar? ¿O porque, sin quererlo, descubrí que él era estéril? Por eso, mientras seguía empacando se me ocurrió pensar en Santiago, el hombre al que había amado de verdad. O eso creía. Tal vez fue el único hombre al que me acostumbré y con quien creí vivir para siempre. Pensé que yo no sabía qué era eso de amar. Con Santiago no alcancé a vivir porque él no quería perder su libertad. Y yo lo aceptaba. Teníamos épocas en las que pasábamos todo el tiempo juntos, incluso en vacaciones. Hacíamos el amor a toda hora, en cualquier lugar. Una vez lo hicimos en el último asiento de un bus. También en la cama de mi madre y en la cama de sus padres. Recuerdo que me dijo:
—Ese es el verdadero lugar del amor, Daniela, allí fue donde nos concibieron.
Quizá yo creía que eso era amar. Luego supe que Santiago salía con otras mujeres. Cuando le hice el reclamo, me dijo que lo necesitaba, que era solo algo físico, que lo nuestro era algo más, algo espiritual.
—Somos dos almas gemelas que se necesitan para poder acceder al verdadero poder del amor —aseguró.
Hablaba bonito, siempre era así. Y, entonces, no me importó, aunque cada vez lo veía menos. Con el tiempo, empecé a salir con otros hombres. Y así lo hice hasta que apareció Pedro.
Pedro y yo nos conocimos en una reunión del sindicato de maestros. Pedro estudió Historia, y yo, Matemáticas. Había mucha gente y es posible que cruzáramos alguna mirada. Alguien, creo que fue Paola, logró arrastrarme hasta un bar al que íbamos a comer empanadas y a beber cerveza. Terminé sentada al lado de Pedro, escuchando no sé qué historia de Simón Bolívar. Luego, sin saber cómo, estaba en un motel, con Pedro encima de mí mientras me susurraba que mi coño estrecho era una maravilla histórica. Recuerdo que me reí y, entonces, se detuvo, me miró y me preguntó de qué me reía.
—De lo que dices —dije.
Enseguida se hizo a un lado y se quedó dormido. Estaba borracho, muy borracho, y no se pudo venir. Dormité un rato y cuando desperté seguía dormido, roncando. Hice algo que siempre hago con todos los hombres que han dormido conmigo: lo olí. Mi abuela me enseñó que eso es la única cosa en la que un hombre no puede mentir. Pedro olía a caña de azúcar agria. Recostada sobre los codos lo miré desnudo, con las piernas abiertas, el pene flácido. Me acerqué y lo empecé a lamer hasta que me lo metí a la boca y chupé. Pedro se revolvió un poco, dijo algo incomprensible desde el mundo de los sueños y se quedó quieto. Chupé hasta que sentí que iba creciendo. Debo decir que a mí siempre me