Doce mujeres. Kremer Harold

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Название Doce mujeres
Автор произведения Kremer Harold
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789583064128



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tomas uno?

      —Dos —dice—, mejor dame dos, o uno grande.

      Se toma uno tras otro. Los ojos se le alcanzan a enrojecer. Se limpia la comisura de los labios con el trapo que usa para coger las ollas. Luego mira en dirección al río.

      —Está bueno —dice, hablando de Carlos—, un poco flaco, pero no importa. ¿Qué tal es en la cama?

      Sonrío. Ella me mira esperando la respuesta. Le digo que es bueno, que nos entendemos bien. Revuelve la olla del sancocho, tapa el arroz. Me dice que se llama Yaira. Me cuenta que su padre está preso por secuestro y asesinato de un niño.

      —Lo condenaron a sesenta años. Lleva treinta en la cárcel y creo que allá va a morir porque tiene cáncer. Es injusto porque mi papá se lo encontró en la calle y lo llevó a la casa a esperar a que aparecieran sus padres para devolverlo. Pero el niño murió accidentalmente. El error de mi papá fue enterrarlo en un hueco que había detrás de la casa. El mejor amigo, el que le ayudó a en­terrarlo, fue el que lo denunció.

      Yaira se queda un rato en silencio mirando hacia la otra orilla. Aprieta los labios, frunce el ceño. Me pide otro trago y me pregunta si voy a bañarme. Le digo que no. Me deja a cargo de las ollas y se mete a chapotear con sus hombres y los niños. Carlos nada un poco más arriba. Se hunde y sale más adelante. Luego se hunde y vuelve atrás. Me tomo otro trago de aguardiente y me siento a mirarlos.

      En la tarde nos devolvemos a Cali. Yaira nos vendió el almuerzo y se bebió más de la mitad de la botella de aguardiente. Carlos me dice que su afán de marcharse se debía a que Yaira se le estaba insinuando. Le pregunto si quiere que me quede con él en la pieza que alquila. Dice que no. Quiere estar solo, quiere dormir. Antes de despedirnos en la terminal, agrega:

      —Pienso que lo mejor es que no nos veamos por un tiempo.

      Le pregunto qué pasa. Dice que necesita pensar en su vida, tomar algunas decisiones.

      —¿Estoy yo en esas decisiones?

      Me mira, dice que cree que no. Empiezo a rogarle, a pedirle que no me deje así con esa incertidumbre, le vuelvo a preguntar qué pasa, pero llega su bus e inmediatamente se sube. Me quedo un rato allí, sin saber dónde estoy. Camino sin rumbo por la terminal, de aquí para allá. Al rato, un policía me pregunta si me sucede algo.

      —Nada, nada —respondo.

      Voy a la casa de mi mamá por mi hijo, pero el papá aún no lo ha llevado. Me siento a tomar un café. Mamá me dice que Pedro, un vecino, preguntó nuevamente por mí.

      —Creo que le gustas.

      —A mí no me gusta, mamá.

      —No importa, mija, ya te acostumbrarás. Las mujeres siempre debemos tener dos hombres: uno para vivir con él y otro para pasarla rico.

      —¿Así fuiste tú con papá?

      —Así fui, tú lo sabes. Y él también lo sabía, pero no le importaba porque tenía varias mujeres. Nosotros, sin hablar, llegamos a un acuerdo. No nos jodíamos la vida.

      —Pero tú te acostabas con él.

      —Claro, eso hacía parte del acuerdo. Escúchame, Mónica, acepta una cita con Pedro. Él es buena gente, tiene un buen trabajo. Luego, decide tus cosas.

      —Es que… creo que estoy enamorada, mamá.

      —¿De Carlos, ese entelerido bueno para nada?

      Acabo el café. Entro al baño a orinar. Afuera mamá sigue hablando en voz alta. Pienso en todo lo sucedido desde la noche del viernes. Se me vienen a la cabeza el conductor y la mujer, Yaira, sus dos maridos y sus hijos. Y, claro, pienso en Carlos. Sabía que tarde o temprano se iba a marchar.

      Entonces, me paro frente al espejo y me miro llorar.

      Llamadas remotas

      De nuevo el teléfono timbró y corrí a contestar.

      —¿Aló? ¿Aló? ¿Aló?

      A veces escuchaba un rumor lejano. Parecían voces. Otras veces creía oír una canción lejana y ruidos, solo ruidos.

      De inmediato llamé al hospital y pedí hablar con la habitación de mi hija.

      Respondió Mario, mi marido.

      —La niña, ¿cómo está la niña? —pregunté.

      —Sigue dormida. ¿Qué pasa, Kathy? Es la tercera vez que llamas. Te dije que si sucedía algo te llamaba. Vete a dormir, descansa un poco.

      —Ya dormí —dije.

      —Entonces toma un buen baño y luego sales a dar una vuelta.

      —¿Y la niña?

      —Te dije que sigue dormida, Kathy. No podemos hacer nada. Los médicos vinieron dos veces a mirarla. Yo estoy aquí, no te preocupes.

      Colgué. El teléfono volvió a sonar. Lo levanté.

      —¡Vete a la mierda, hijueputa! —grité—. ¡Ve a joder a tu gran puta madre!

      —¡Kathy, soy yo! —Escuché la voz de mi padre—. Kathy, ¿pasa algo?

      —¿Papá?, ¿papá?

      —Hija, soy yo, ¿qué pasa?

      Le conté lo de las llamadas.

      —Si nadie habla, deben ser llamadas que se cruzan. No te alteres porque vas a enloquecer. ¿Cómo está la niña?

      Le conté lo que me había dicho Mario.

      —¿Dormida? —preguntó papá—. ¿Dormida o en coma?

      Tomé aire.

      —En coma, papá, pero Mario y yo nos decimos que está dormida.

      Colgué y me puse a llorar. Luego, me levanté, fui al baño y vomité.

      Conocí a Mario cuando trabajaba en un almacén de zapatos. En esa época me encantaba salir a bailar. Tenía novios de ocasión, a veces por una sola noche, pero era lo que me gustaba. No quería compromisos. Veía a mis amigas prisioneras de su pareja, encerradas esperando a sus hombres, algunas de ellas embarazadas. Muchas veces me encontraba a esos novios en las discotecas donde yo iba. Algunos me saludaban, otros se escondían y otros se acercaban a solicitarme complicidad. A Mario le vendí un par de zapatos. Tres días después volvió a comprar un segundo par. Me dijo, mientras se los medía, que realmente quería invitarme a salir. Me llevaba ocho años. Esa noche fuimos a bailar y luego terminamos en un motel. Así era mi vida en aquella época.

      Seguimos saliendo. Mario se enteró de que, a veces, yo salía con otros y decidió invitarme más seguido. Luego lo enviaron de la empresa donde trabajaba, Plantas Eléctricas, a realizar un curso en Bogotá. Fue el alumno más destacado y le ofrecieron encargarse de entrenar a los novatos. Y se quedó tres años. De vez en cuando venía a visitarme. A veces, borracho, me hacía escenas de celos. Una vez, me golpeó. Llamé a la policía y lo encerra­ron. Le prohibieron acercarse a mi casa. Se fue a Bogotá y no volvió a llamar. Una noche sonó el teléfono: era él. Me dijo que llamaba de la esquina de la casa, que quería visitarme. Acepté. Un año después, Plantas Eléctri­cas lo trajo de nuevo con un mejor salario. Y fue cuando nos casamos.

      Vivimos bien. Era una bonita relación. Mario era muy celoso, pero me enamoró. Quedé en embarazo de Marito, pero al nacer murió ahorcado con el cordón umbilical. Me sentí mal porque, luego lo supe, era un accidente que se podía prevenir. Mario pidió vacaciones y nos fuimos a Europa. Estuvimos un mes, en el que logré dejar atrás la historia de mi