Название | Tagherot |
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Автор произведения | Mateo Fernández Pacheco Martín |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418411670 |
Este pariente nuestro también dijo que «el camino que sube y el que baja es uno y el mismo» y, además, que «sobre los que se bañan en los mismos ríos fluyen siempre distintas aguas».
«Somos y no somos, porque vivir significa transformarse».
No hay que hacer caso a los que dicen que Heráclito a los sesenta años se cubrió de estiércol y se dejó devorar por los perros, ni a los que afirman que murió en los bosques donde se alimentaba de hierbas. Para él, sus conciudadanos no valían gran cosa, les llamaba «los durmientes».
Salí de nuevo a las calles de La Habana; logré enviar un mensaje a Patricia, que será mi compañera de trabajo en la empresa; quedamos para el día siguiente, por la tarde, en el vestíbulo del Habana Libre. Me dijo que ella era una chica alta, morena y con un bolso grande, amarillo; me resultó simpática.
El martes por la mañana estuve dando vueltas y empecé a hacerme una idea de la ciudad, que es muy extensa, muy llana. Los carros son muy antiguos, van llenos y arrojan un humo negro cancerígeno, la gente cruza por donde quiere, y las aceras están llenas de agujeros y de charcos. La parte llamada Centro Habana parece haber sufrido un bombardeo; de casas que están en ruinas sale gente, niños con sus mochilas; hay colegios de primaria con las ventanas abiertas de par en par, y los niños hacen sus tareas, muy serios. Llovió mucho de pronto y las calzadas se llenaron de agua tibia. Algunos se quitaron los zapatos y se metieron en los charcos, luego salió el sol enseguida.
Los cubanos y las cubanas gritan, escupen, arrojan cosas al suelo, comen de unas cajitas de cartón, parecen tener sueño o cansancio; otros están muy contentos; hay algunos viejos decrépitos, quemados por el sol, con el color de las maderas oscuras.
Fui andando por el Malecón hasta la calle Rampa y luego subí por ella hasta el hotel. El mar estaba algo revuelto y saltaban algunas olas sobre el muro. Este mar parece diferente al que yo he visto en otras ciudades, en Santander, en San Sebastián, en Barcelona; no hay barcos, es muy abierto, no tiene fin. El arco que forma la bahía es simplemente maravilloso, único. La calle Rampa no es muy bonita, está sucia, tiene mucho tráfico, hay algunos edificios que parecen cerrados.
A las seis me encontré con Patricia. Tal y como me había dicho era alta, al menos como yo, morena, y estaba sentada en el poco acogedor vestíbulo; me dijo que no sabía que fuera tan joven, que estaba contenta de tener una compañera española, que el trabajo bien, que algunas veces mucho y casi siempre muy poco, que era muy relajado y no había jefes. Ella llevaba en La Habana dos años.
—Ya verás —dijo—, pronto te acostumbras, al principio todo es un poco raro, pero luego nada.
Patricia era guapa. Cruzamos el semáforo de la calle L y nos fuimos andando por 23; era una chica nerviosa, habladora, ocurrente, lo pasaríamos bien; me preguntó qué había visto de la ciudad, me habló de las guaguas, de los almendrones (taxis compartidos), de las tiendas, de la gente y del calor. La verdad es que también yo tenía gana de hablar con alguien. Me aseguró que dentro de muy poco me gustaría y odiaría la ciudad al mismo tiempo, que en ocasiones era un desastre y al mismo tiempo era mágica, eso dijo, mágica, que las playas no estaban lejos. Tenía un carro viejo que iba como un tiro, vivía en la calle D, junto a Cáritas, en una casa que le gustaba mucho. Me resultó muy simpática desde el primer momento, como si fuera una persona conocida de hace tiempo.
Volvimos desde la puerta del cementerio de Colón callejeando por el Vedado que al atardecer me sorprendió: larguísimas calles rectas, muy arboladas, con muchas zonas umbrías, tranquilas, y casas de dos o tres plantas muy hermosas con terrazas, porches y columnas y jardines delanteros, y un silencio acogedor, sin apenas tráfico, salvo dos o tres avenidas. La verdad es que había también muchas casas destrozadas, ruinosas, pintadas de tres colores diferentes, con escaleras llenas de herrumbre y ventanas arrancadas, no es fácil explicarlo. En algunas esquinas se amontonaban los escombros y la basura, y malvivían los gatos minúsculos y de todos los colores.
Anocheció de repente y fuimos a cenar a una paladar, como aquí llaman a algunos restaurantes; tardaron mucho, pero luego trajeron ropa vieja, arroz moro, viandas, malanga frita, tostones y boniato; Patricia comió pescado y arroz pilaf, luego un helado de chocolate. Pagamos a medias. Me acompañó hasta la calle Línea, llamó en la casi oscuridad un Chevrolet verde que venía con dos chicas y el chófer; nos despedimos y volví a La Habana Vieja, papito, con Adelita.
Diógenes no fue el primero con este nombre ni el último. Hay un Diógenes de Apolonia que vivió en el siglo v antes de Cristo y nació bien en Creta, bien en Frigia. Este es el filósofo del aire: las emociones del ánimo nacen de la mayor o menor facilidad que tiene el aire de mezclarse con la sangre. También hay otros Diógenes, de Esmirna; Diógenes de Oionanda; Diógenes de Seleucia; y siete santos mártires, entre ellos el obispo de Arrás, degollado por los vándalos; otro santo del mismo nombre martirizado en Macedonia; uno más perseguido por Diocleciano y otros asesinados en África y en Tomis del Ponto. En el siglo ii de nuestra era vivió un tal Diógenes Antonio que escribió una novela de veinticuatro libros y que se titula De las cosas increíbles que se ven más allá de Thule. También hay un general cartaginés que peleó con el romano Escipión Emiliano.
El Diógenes más conocido es el que llevaba un farol encendido en Atenas en pleno día: «Busco un hombre», decía. Dormía envuelto en su túnica, dentro de un tonel, y comía, bebía y conversaba en cualquier lugar. Según Montaigne, también hacía otras cosas como masturbarse, orinar y defecar sin importarle gran cosa la presencia de otras personas. Cuando le preguntaron por qué comía en las calles y en las plazas, respondió que también sentía hambre en esos lugares.
Diógenes tenía un cuenco para beber, pero después de ver a un niño que lo hacía en el hueco de la mano, lo arrojó al arroyo. Era pobre, expatriado, mendigo, excéntrico y cínico. La raíz de esta última palabra tiene relación con la palabra «perro» en griego, como insulto. Había nacido en el 414 antes de Cristo, y su padre era falsificador de moneda, él mismo le ayudaba, por lo que fue desterrado. En realidad esto es mentira, el oráculo de Delfos dijo a Diógenes: «Reforma las costumbres», paracharaxalto nómisma, que algunos tradujeron por «Vuelve a acuñar moneda».
El cínico fue discípulo de Antístenes en Atenas, pero le hacía la puñeta afirmando que no creía en lo que enseñaba, y que él era una trompeta (el maestro) para que la oyeran los demás, pero no se oía a sí mismo, pues su vida no estaba de acuerdo a su doctrina. Se dice que Diógenes era en realidad un esclavo comprado por un corintio, Xeniades, a unos piratas.
De Atenas pasó a Corinto después y allí vivía en un bosque de cipreses en la colina de Kraneión, donde tumbado o sentado tomaba el pelo a sus discípulos o a los curiosos. El ser un mendigo no le privó de tener un esclavo llamado Manes, no entendemos para qué. Diógenes era libre de espíritu, apreciaba a los humildes y detestaba a los poderosos. Este hombre singular murió o se suicidó con cerca de noventa años y, según algunos, el mismo día que murió Alejandro. En su tumba se colocó sobre una columna un perro esculpido con mármol de Paros.
A la India, con Alejandro, llegó también Pirrón, otro filósofo, nacido en Elide o Elis, en el Peloponeso. Allí se encontró con los yoguis, con los sabios gimnosofistas, maestros que alcanzan la sabiduría por medio del cuerpo. Pirrón era un escéptico, un buscador: el pensamiento se expresa mediante la duda, la inexistencia de verdades absolutas; por tanto, es imposible saber si una proposición es verdadera o falsa. Los hombres están sujetos a elementos subjetivos que condicionan su manera de interpretar la realidad. Les diré algunos: la salud, el miedo, la vejez, el odio, la abundancia y la pobreza, el amor, el dolor, la alegría. La epojé, la duda, puede llevar al escepticismo y este a la aphasia, el silencio. Sabemos de Pirrón por un discípulo, Timón. Según este, conocía a los atomistas y megáricos, a los sofistas y a los socráticos. Moralmente, la razón se funda en la costumbre. Por último, la verdadera dicha está basada en la adiáfora, en la ataraxia y en la apazeia, es decir, en la indiferencia, la inacción y en definitiva, la