Furia. Clyo Mendoza

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Название Furia
Автор произведения Clyo Mendoza
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764556



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misión consigo misma. Su madre le pagaba con agua y comida. Por eso Lázaro supo leer esas cartas sin remitente. Todas eran breves y apenas se entendían:

      Ayer vi a Vicente, iba de la mano con una niña y la besaba como si fuera una mujer, creo que viven en Boca de Perro. No está muerto, ni está en la guerra, el malnacido nomás te abandonó.

      No puedo hacer lo que me pides porque va contra Dios. Si tanto te urge que esté muerto, ven tú a matarlo. Una eternidad en el infierno no vale unas monedas.

      Creo que tuvieron una criatura. Acá abajo te apunto su dirección. No puedo hacer más por ti. Ya no me escribas. Piensa lo que vas a hacer, Sara. Dios castiga.

      Lo único que le hubiera gustado evitar fue la sed que le dio antes de morir. Le hacía pensar en cuando llegó a Boca de Perro y bajó corriendo a buscar agua; golpeó, pateó, rogó, pero en el pueblo nadie salió a abrirle la puerta. La sed lo hacía dar vueltas alrededor de las mismas ideas: cuando la gente muere hay que esperar nueve días antes de enterrarla, para que el alma salga de su espanto y luego salga del cuerpo, para que no se pierda confundida. Nueve días, ése es el tiempo preciso.

      La sed siempre le recordó la guerra. Empezó a hablar consigo mismo: hay que meter todos los cuerpos lo más pronto posible en una fosa. Hay que meterlos pronto.

      Recordaba las fosas en el desierto que no se ven, porque están rellenas. De gente, de huesos que a veces el aire desentierra y que los animales mastican para limpiarse los dientes.

      Yo también maté hombres. Y mujeres. Y niños. Quería honor. Quería comer. Quería encontrar a mi padre, dice para sí mismo Lázaro. Me habían dicho que era soldado y que se había ido a la guerra, pero un día encontré unas cartas y ahí una mujer que se llamaba Cástula le contaba a mi madre que mi padre nunca se había enlistado: vivía con otra familia en un pueblo que se llama Boca de Perro, lejos de donde nací. Cuando supe la verdad ya era tarde: me había unido al ejército. Pero decidí que antes de morir en esa guerra eterna que sólo cambiaba de nombre, tenía que encontrarlo, tenía que ver a ese hombre al que nunca olvidó mi madre.

      Boca de Perro era un pueblo horrible, polvoso, lleno de enfermos. Logré llegar después de un largo camino caliente, logré llegar pero tenía mucha sed, así que lo primero que busqué fue un poco de agua. Todos me habían advertido que no bebiera del agua de ese pueblo porque estaba maldita y quien bebía de ella ya nunca podía salir de ahí. Puras mentiras, ¿ves? Los viejos se inventan cualquier cosa para divertirse. Tenía mucha sed y en el pueblo no había ningún árbol más o menos vivo que indicara que había agua cerca. Entonces encontré un jardín, en medio de un terreno que era pura polvareda, un jardín que crecía con sus rosas y sus árboles de mango. Corrí hacia allá para alcanzar algo, intenté subirme al árbol desde la barda de biznagas coloradas, pero es una planta que cuida con sus espinas y cuando estaba a punto de llegar, el brazo de árbol donde estaba subido se quebró y yo me caí en las espineras. Rapidísimo salió una muchacha de la casa con jardín y en lugar de regañarme, me miró piadosamente y me quitó las espinas del cuerpo mientras yo me comía un mango, unas tunas y bebía mucha agua. Era muy bonita, como esas muchachas del norte que tienen los ojos alargados y las pestañas bien tupidas. El pelo negro, negro y muy largo, amarrado en una trenza. ¿Qué buscas por aquí, hijo? Me preguntó. No entendía por qué esa mujer me hablaba como si fuera mayor que yo. Antes de que pudiera contestarle, escuché el llanto de un niño y ella de inmediato entró en la casa. Salió con él en brazos y, cubierta con un rebozo, le dio de comer. Era un niño ya grande para ser amamantado, yo escuchaba su estruendo, cómo paraba de chupar para no atragantarse con la leche, vi cómo el vestido de su madre empezó a mojarse. Su padre está allá adentro, me dijo la mujer, con los ojos temerosos, tapándose nerviosamente los senos. Tenía miedo de cómo la veía, pero a mí no me gustaron nunca las mujeres, yo sólo veía al niño con un poco de envidia de ser tratado así. Pasé a lo importante: busco a un hombre, quizá usted lo conozca, se llama Vicente Barrera. Aquí vive, me dijo la mujer. No me lo esperaba, las patas se me hicieron de atole. Le pedí a la mujer que me dejara ver a mi padre, pero sin decirle que era mi padre. Ella me dijo: eso no es posible, qué quiere y para qué lo busca, ¿ha escuchado lo que se dice por ahí, verdad? Pero le dejo desde ahorita muy clara una cosa: mi marido no es ninguna bestia de circo, muchacho, así que hágame el favor de irse. Luego se despegó al niño del pecho y me dijo: por su culpa se me va a amargar la leche, ya váyase. Pero no me fui. Le mentí a esa mujer y le dije que Vicente había sido un buen amigo de mi papá, que yo deseaba escuchar una historia para recordarlo y que por eso había ido a buscarlo desde tan lejos. Fueron amigos en la otra guerra, ¿sabe? Y la muchacha, confundida, me dijo muy pensativa: así que Vicente sí fue soldado. No entendía de qué hablaba, así que moví la cabeza diciendo que sí. Luego le dije que mi padre nos había dejado a mi madre y a mí para ir a la guerra y que yo casi no lo había conocido pero quería saber de él. Lloré un poco, pero no fingía, porque en el fondo yo sí me había creído esa historia, aunque estuviera ahí frente a la verdad y mi padre fuera un hijo de puta que nos había dejado por otra. A la joven se le hizo blandito el corazón y me dijo: quizá mi esposo no esté en condiciones de contarle nada. ¿Por qué? Le pregunté y ella me dijo: venga a verlo por usted mismo.

      En un cuarto oscuro hecho de tierra y caca de burro, estaba mi padre. Entramos despacio, creo que para no despertarlo. Ella alumbró con una vela. Sólo el fuego no le lastima los ojos, me dijo. Y entonces reconocí al viejo: el cabello canoso, la cara rajada, el cuerpo agarrotado. Sus manos estaban atadas y sus pies también. ¿Por qué lo amarran? Le pregunté con un grito a la mujer. Ella me contestó sollozando: es que está loco.

      El viejo abrió los ojos. Me vio y empezó a gruñir como un animal rabioso. Sacaba espuma por la boca, se mordía la lengua y la saliva con sangre le escurría de la boca a goterones. Así que me fui y no le dije nada. No le escupí a la cara, no le reclamé. Dije: gracias por la fruta y el agua, señora, y me di la vuelta mientras ella cerraba la puerta con un candado, llorando y diciendo con una voz que apenas y podía oírse: se me va a amargar la leche, se me va a amargar la leche.

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