Furia. Clyo Mendoza

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Название Furia
Автор произведения Clyo Mendoza
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764556



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perfectamente: la había conducido a una alcoba donde las mantas estaban rodeadas de un encaje finísimo, trenzado no por manojos de hilos, sino por hilos solos, y que ahí le había desabotonado la blusa y empezado a morder y a succionar los senos hasta que de ellos nació una leche clara que le corrió por el vientre hasta la entrepierna.

      La ciega le empuñaba los senos y, al amasarlos, tomaba de esa leche para sí misma y se llenaba los ojos de su líquido mientras gemía. Contó que entonces, casi de pronto, la ciega sacó de su falda un miembro que seguía con la punta el cielo, que se empinó entre las piernas de Cástula y que al entrar ahí ella sintió claramente el momento en el que concebía.

      Regresó preñada y cuando contó aquella historia, su familia avergonzada fue a abandonarla a mitad del desierto para que nunca volviera.

      ¿De dónde saca usted esos cuentos? Le preguntó Juan al mercader, que ese día había aparecido de la nada y ya sin excusarse por su mula muerta había entrado de un salto a la carreta; parecía haberlos esperado en el mismo lugar del camino.

      Me lo contó un pajarito, dijo sin dejar de reírse.

      Después de que Juan pensara otra vez en la muerte, irritado por el curso violento de sus pensamientos, se encontró a Lázaro y le dijo: me gustaría que fueras una mujer, Lázaro. Así yo sería un hombre normal. Luego se retiró nuevamente a mirar el fuego pensando en los hombres que, según él, habitaban ahí y que eran, tenían que ser, cicatrices andantes. Lázaro no hacía nada. Lázaro no decía nada. Algunas veces transcurría el día en silencio, pero ese día abrió finalmente la boca y le dijo: soñé a mi padre, Juan, y no me azotaba, más bien estaba en la esquina de una casa, en cuclillas, como un niño espantado. Yo me acercaba a él para saber qué tenía, pero cuando lograba quitarle las manos del rostro, me veía como si hubiese visto al Diablo. Gritaba, su grito era agudo. Todo lo que decía salía con baba. No recuerdo el resto del sueño pero tengo la sensación de que algo va mal. Tengo mucho miedo. Ni siquiera en la guerra tuve tanto miedo.

      De pronto una voz interrumpió la voz de Lázaro.

      Ahí estaba el mercader de nuevo, en el umbral de la cueva, sosteniendo una antorcha. Hola, muchachos, dijo. Los he estado buscando.

      Juan siempre preparaba los puños cuando tenía miedo. El mercader dijo: vine a contarles una historia. Es la historia de un hombre que vendía hilos en las montañas y de paso se cogió a algunas viudas. Abundan las mujeres solas por aquí y todos los hombres están en la guerra. O ya estuvieron, ¿no es así? Déjenme contarles este bonito cuento.

      El mercader entró en la cueva y Juan, asustado, intentó atravesarlo con su puño pero su cuerpo se esfumó al instante en la penumbra.

      Lázaro parpadeó y al abrir los ojos vio a Juan mirando otra vez el fuego. Contaba a los hombres que veía en la lumbre. Cuando se percató de que Lázaro había despertado, le dijo: los gritos de tus pesadillas no me dejaron dormir. Sólo cuando te mueras voy a poder descansar, ¿verdad?

      Se frotaba las manos. Estaban pintadas de negro.

      ¿Qué te pasó en las manos?, le dijo Lázaro.

      Estuve jugando con las cenizas, le contestó.

      Después del acto, se miraban con aquellos pequeños ojos rezumando su agua blanca. Se miraban con los ojos superiores también, los oscuros y almendrados.

      Si tan sólo fuéramos un solo hombre, diría Juan ya borracho, seríamos más hombre que cualquiera, si hasta siendo lo que somos le dábamos miedo a los otros reclutas. Lázaro se reía. Cariño, le dijo, pero si a vista de pájaro tú eres una señorita. Y caminó meneando las caderas desnudas. Juan lo alcanzó rodeándolo por la espalda, lo puso frente a él y le soltó una bofetada. No vuelvas a decir eso, Lázaro. Somos hombres, aunque te cueste. Bueno y qué más da qué seamos: putos, hombres, mujeres; a nadie le importa, no somos nadie, Juan, puta madre, le contestó Lázaro mientras se aupaba al caballo.

      Juan lo miró partir, le punzaba la mano derecha por el golpe.

      Volverá, se dijo. No se puede ir muy lejos.

      Pero hacia la noche, Lázaro no había vuelto.

      Al día siguiente, bajo un sol tan fuerte que blanqueaba las alas de los pájaros, a Juan una preocupación insistente le taladraba los sesos. Se aupó al caballo, se echó al camino. Recorrió la pampa hasta que se azuló el monte y el frío empezó a calarle los huesos.

      Un grupo de caballos salvajes le empujó un aire con olor a hierba y bestia a las narices. Detrás de esos caballos iba corriendo el de Lázaro. Juan logró lazarlo. ¿A dónde fue Lázaro, animal? No tuvo respuesta. Tenía miedo de ir hacia el pueblo, tenía miedo de los bandidos, en el fondo tenía miedo de todos los hombres. Al principio no gritaba, pero luego el nombre de Lázaro se le salió de la boca y fue llevado por el viento hasta una pastora. La pastora siguió el grito desconsolado y encontró a Juan subido en su caballo. ¿A quién busca? Busco a mi hermano, le dijo él. ¿No será un hombre más o menos de esta altura, con una cicatriz en la cara? Sí, debe de ser ése. Juan sentía que se caía del caballo, que moriría ahí mismo. La muchacha le dijo: encontramos a un hombre así.

      ¿Está vivo? Preguntó él. Y ella le dijo: sígame.

      Nos encontraron, Juan, decía Lázaro.

      Alguien les dijo que dos hombres habían llegado hasta aquí, alguien les dijo que siendo enemigos y hombres los dos, habíamos decidido unirnos. Dicen que somos rebeldes, que estamos planeando un nuevo escuadrón, que conspiramos. Hui cuando me vieron, pero saben que estamos aquí, Juan. Tenemos que irnos.

      Lázaro intentaba ponerse de pie y una fuerza invisible le empujaba la cabeza al suelo. Estaba acostado y el fuego de la estufa de tierra llegaba hasta él y lo alumbraba.

      Juan no sabía si Lázaro alucinaba por la fiebre, o si aquello que relataba era cierto.

      Lo encontramos esta mañana tirado en el camino, le dijo la pastora, lo trajo mi madre, y señaló hacia la esquina el cuerpo de una mujer encorvada que contemplaba la lumbre. Por poco y se muere su hermano, joven, anoche hizo mucho frío. No sabíamos qué hacer, pero no se deja a un buen samaritano morir solo a mitad de la nada.

      La muchacha se acercó para apretar un pañuelo mojado en agua sobre la boca de Lázaro. Su hermano arde en fiebre, joven, lléveselo, nosotras no podemos hacernos cargo. Ya no queremos más hombres muertos en esta casa.

      Juan amarró a Lázaro a su caballo, dio las gracias. La anciana volteó hacia él justo en el momento en que un leño cayó sobre otro leño, dejando volar algunas pavesas. Se inició un fuego más espeso, llenando de luz la boca de esa anciana sin dientes. Juan creyó que sonreía, pero lo mismo pudo haber sido el gesto de alguien a quien un grito se le pegó para siempre en el rostro. La anciana levantó la mano. Para despedirse, su palma arrugadísima se estiraba allá en la esquina, la mano se mantuvo arriba sólo para abrirse, estática.

      Juan volvió a dar las gracias, y galopó hasta el escondite.

      Lázaro, dime a quién viste, Lázaro. ¿Quiénes nos encontraron? ¿Dónde estaban?

      Lázaro no miraba a nadie, tenía los ojos en blanco y una pátina clara le crecía en la lengua. Por favor, dime algo, Lázaro ¿a quién te encontraste esa noche? Lázaro, por favor, contéstame, te lo ruego, mírame, di cualquier cosa.

      Las moscas volaban alrededor de las heridas de las frutas.

      Lázaro, tengo miedo, ¿puedes esforzarte un poco más? No me puedes dejar aquí solo.

      ¿Te acuerdas de cuando íbamos a matarnos? Tú me apun­taste al pecho y yo apunté al tuyo. Te juro que iba a matarte, pero tenía miedo. Un miedo igual al que tengo ahora. No puedes irte, ¿entiendes? Eres todo lo que tengo, Lázaro.

      Juan le exprimía un fruto mosqueado dentro de la boca. El jugo corría a través de la lengua, oscureciendo unos segundos esa plasta blanca que le crecía por la sed de la fiebre. Ardía de fiebre. Juan sentía