Название | Furia |
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Автор произведения | Clyo Mendoza |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078764556 |
Elige, Juan, lánzalos al fuego o abre los sacos.
Juan sabe que Lázaro tenía en aquellas bolsas lo que quedaba de su vida antes de ser soldado y antes de ser desertor. Una vida en la que Juan todavía no figuraba. La curiosidad lo domina, el sentido práctico desaparece. Date prisa, Juan, se dice a sí mismo, pero la voz del pensamiento se vuelve música torpe; tiene en la mente demasiadas preguntas. ¿A quién amó Lázaro antes que a mí? ¿Habrá rastro de él o ellos en estas bolsas? ¿Mientras venía conmigo pensaba en alguien más? Está tratando de mitigar un dolor con otro. Está tratando de odiar a Lázaro, de perderse en el rencor, trata de obligarse a pensar que antes de morir Lázaro, él ya había sido abandonado. Todavía siente que todo lo que sufre en el mundo, aunque suceda fuera de su cuerpo, le corresponde. Como esas liebres que abría haciendo un tajo justo del cuello al rabo y que al contacto con el fuego se iban doblando. Juan sigue sintiendo que su cuerpo, como el de ellas, ha quedado invertido. Si dentro de los sacos encontrase un indicio de que Lázaro no era quien decía ser, entonces sería liberado y todo volvería a su sitio. Lo dejaría ahí, sin más, se alejaría en su caballo pensando: había estado perdiendo mi tiempo.
Juan abre el saco.
Hay unas fotos humedecidas. Unas cartas. Un mapa. Le cuesta despegar una fotografía de otra, la humedad de la cueva las ha unido.
Al fondo por fin deja de sonar una gotera, esa agua quedará suspendida en la sombra durante eones; siglos, millares de años más allá de Juan y Lázaro, se volverá piedra.
Un pájaro entra en la cueva porque había escuchado agua, vuela guiándose con la luz de la lámpara que Juan sostiene. Le aletea tan cerca y tan deprisa, que Juan se sobresalta y las fotografías caen sobre sus botas sucias. No las recoge. Mira las cartas, pero no las lee. No sabe hacerlo. Se avergüenza al suponer que Lázaro sí sabía. ¿Cómo aprendió? ¿Quién era Lázaro antes de ser el Lázaro que conocía? La idea de la vergüenza se aleja y él se apura a recoger las fotos. En la que está sobre su bota izquierda hay una mujer sentada en un sofá, el fondo de la fotografía es el papel tapiz de un cielo. Juan despega la foto que está detrás: la misma mujer y un niño en sus piernas. Un hombre en traje pero con sandalias posa su mano sobre el hombro de la mujer que está sentada. No se distingue el rostro del hombre, pero no porque se haya estropeado por la humedad, sino por el gesto de alguien que ha borrado su imagen con una moneda o con las uñas.
Las preguntas hacen fila. Es difícil para Juan adivinar si el niño en la foto es Lázaro. El niño regordete está vestido con una bata de cuello de encaje y no lleva zapatos. Su rostro no es el rostro de Lázaro, barbado, lleno de cicatrices, con esos ojos que siempre preguntaban. ¿Qué caso tiene vivir temiéndose uno mismo? Le preguntó una vez. Juan se burló de Lázaro, (¡Lázaro, qué tipo de pregunta pendeja es ésa!) pero no pudo dormir haciéndose a sí mismo esa pregunta. A Lázaro nunca le molestó tener dentro a una mujer, como él decía. Gozaba cuando, dentro de la cueva, podía ser él mismo, bailando con la música de una gotera y ese sonido extraño que hacía jugando su lengua en el paladar.
Quién era Lázaro en esa fotografía. ¿En algún momento había sido padre de un niño y había amado a una mujer? No puede creerlo. Lázaro, en todo caso, podría ser más bien esa mujer. Ni el niño, ni el hombre del rostro deshecho. Ninguno de los dos, eso imposible.
Juan ve al lado de su bota, sobre el piso, otra fotografía. Rápido, se inclina a tomarla.
En la fotografía aparece otra vez el mismo hombre, su rostro intacto. El niño ha crecido y la mujer no figura. El hombre le recuerda a alguien ¿A quién? No es Lázaro, pero si no es Lázaro, ¿de dónde lo conoce?
La mano que pesa sobre el hombro del niño lo inclina ligeramente hacia su lado izquierdo. Ese gesto, seguramente algo que el fotógrafo no pudo prevenir en el momento del disparo, es el gesto por el que reconoce que el niño sí es Lázaro. Siempre que alguien le incomodaba, el peso de su cuerpo se empeñaba en alejarlo y se quedaba inclinado. A Juan siempre le pareció que aquél era un movimiento que venía de su infancia. Y ahí estaba la constatación: en el reverso de la fotografía con una preciosa letra cursiva que empezaba a diluirse, se señalaba que Lázaro tenía seis años.
Mi padre vendía sus hilos por donde tú naciste, Juan, le dijo Lázaro un día. ¿Te imaginas que mi padre pudo conocerte antes que yo, cuando eras niño? ¿Te imaginas que mi padre le vendió a tu madre los hilos con los que cosía tu ropa? Ésa fue la única vez que Lázaro habló de su padre. Estaba borracho y mientras hablaba, jugaba a pasar sus manos sobre el fuego. Las pasaba tan rápido, que el aire que provenía de sus movimientos no lo dejaba quemarse. Mira, Juan, soy un brujo, le decía. La lumbre de la fogata ardía a sus pies y dibujaba en la pared de la cueva sus sombras descompuestas.
Cuando Lázaro era niño, su madre lo llevaba de la mano al panteón y la arena les quemaba las piernas, chisporroteaba en cada paso abrasando sus pantorrillas y sus muslos.
El desierto se alargaba al lado de los muertos, en el panteón no había más que piedras y algunos pastos; sólo la tierra se nutría con los cadáveres. Lázaro y su madre llevaban flores. Pocas, pero todavía medio frescas las flores. Y ese día, unos hombres cantaban en su idioma unos lamentos y tejían la palma del único techo que sombreaba el panteón. No voltearon a ver a Lázaro y a su madre entrar, porque no había puerta; el panteón era más bien un montón de cruces sin cerca, un panteón listo para crecer hacia todos lados, pero pequeño como había sido siempre el pueblo.
Los hombres nunca los miraron, tenían la cara sobre la palma como si la estuvieran oliendo. Sus sombreros cubrían sus orejas, sólo se veían sus manos negras saliendo de sus largos trajecitos blancos y esos dedos bordando, bordando a toda prisa.
La mamá caminó hacia la sombra del techo. Ella era grande, o así solía recordarla Lázaro, casi llegaba al cielo y aun así, más arriba, estaban los hombres que no dejaban de cantar sus lamentos. Lázaro nunca entendió lo que cantaban porque no había aprendido la lengua de su madre. Ella, muy seria, caminó escuchando atenta y se detuvo ante la tumba de Cástula, la muchacha que había muerto señorita.
Lázaro bajó la vista porque le quemaban las piernas y pensó que eran hormigas. Y en eso llegó el silencio. El silencio del desierto, atravesando sin parapetos toda la llanura. Lázaro miró hacia arriba para buscar a los hombres en el techo y ya no estaban. No había nadie, sólo su madre hablándoles a las flores y a Cástula.
Dijo: mamá, miré hacia arriba y ya no vi a los hombres que cantaban.
El silencio caía después de que hablaba, ni siquiera el viento hacía ruido.
Habló su madre: te voy a decir una cosa, pero no te me asustes, Lazarito, esos que viste eran los muertos construyendo una sombra.
Cuando salieron del panteón ya era de noche. Lázaro no lograba recordar si habían ido al panteón a la hora de la siriama, cuando el sol se pone y el cielo se tiñe de lila, o si aquella tarde habían estado cantándole a Cástula durante horas.
A su madre le gustaba cantarle a esa muchacha.
Cástula y su madre, que se supiera, nunca habían sido cercanas. Todos en el pueblo, incluida su madre, decían que Cástula estaba loca y le tenían miedo. Años más tarde del día del panteón y los muertos, a Lázaro llegarían los rumores de que su madre le había hecho una promesa a esa muchacha que, aunque era joven, parecía una anciana. Le había prometido que iría a cantarle cada día, si moría antes que ella y si guardaba un secreto. Nadie supo nunca qué secreto guardó Cástula, porque se lo llevó a la tumba. Lázaro ya buscaba por ese entonces un motivo para abandonar a su madre y cuando le llegó el rumor, algo dentro de él supo que tenía el plato servido, el gran pretexto. Decidió que resolvería el misterio