Furia. Clyo Mendoza

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Название Furia
Автор произведения Clyo Mendoza
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764556



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suspendía diariamente frente a la cueva donde vivían había descubierto, al mirarlos sostenerse el uno al otro como si se cabalgaran, algo que desafiara la naturaleza. Apenas los gritos lo hacían volar hacia otro sitio y amarilleado por la luz del sol, el pequeño pájaro hundía el pico en algún fruto que colgaba. La pulpa blanca había madurado bien alrededor de las heridas que el sol había hecho en esos escasos frutos del desierto, había un sabor especial en los pequeños pliegues de carne que separaban lo podrido de lo fresco, el dulzor de la madurez los hacía sólo ahí más exquisitos.

      Del pico del pájaro salía su lengua delgada como un pistilo. Minúsculas gotas de jugo le humedecían el pecho y, complacido, volaba tan alto que veía el esplendor del sol en el camino vacío.

      El sol estremecía a los animales.

      Unas cigarras cantaban allá, un sapo liberaba el aire contenido en su cuello de burbuja, una gotera murmuraba un salmo húmedo, los caballos sacudían su cuero espantando a las moscas y buscaban la sombra.

      Fue en esas fechas de sol y frutos cuando Juan y Lázaro le compraron a un ranchero una vieja carreta que medía, según dijo, el tamaño de dos ataúdes.

      Un viejo mercader al que encontraron a mitad de un camino junto a su mula, que había muerto de sed, les contó la historia del hombre de un pueblo cercano que había vendido su alma al Diablo para saber “toda la verdad”. Se trepó de un salto a la carreta y empezó en ese momento mismo la historia: aquel hombre se había obsesionado con la idea de que su hijo no era realmente su hijo, sino el hijo del vecino. Antes de firmar el contrato, el Diablo le había dicho que a veces la mentira hacía la vida más llevadera, pero el hombre, pensando que aquello era algo que el Diablo diría en su infinita maldad y asumiendo que la verdad lo liberaría, decidió apresurar la firma del contrato. ¿Estás seguro? Le dijo el Diablo, que era un hombre elegantísimo, con sombrero y unos zapatos negros y lustrosos que nunca se ensuciaban. No necesito tu alma, hombre, ya tengo muchos discípulos que vienen a mí por voluntad; no sé por qué prefieres darme la mitad de tu vida por una tontería, pero bueno, firma aquí con tu sangre y estará cerrado.

      El hombre firmó como si aquello le fuese a traer una gran fortuna. En el fondo descreía de que él fuera realmente el Diablo. Quizá por eso había firmado con tanta gracia aquel contrato: dudaba de su eficacia y de que ese trajeado que había aparecido en un cruce de caminos fuera realmente quien decía.

      El Diablo, muerto de risa, le dio una moneda de oro y le dijo: no la vendas, te traerá suerte.

      Luego le dijo al oído “toda la verdad”: aquel muchacho no era su hijo y aquella mujer no era su esposa. Él ni siquiera era un hombre, era un perro. Había sido un pobre enloquecido al que una maldición había llenado de malos sueños incluso en la vigilia. Sus visiones lo habían devuelto a un estado salvaje; gruñía y por las noches aullaba.

      Al recordar el hombre su verdadero cuerpo, recordó su dolor y entonces volvió a sí mismo. Estaba desnudo en una jaula, encadenado. Otro hombre lo miraba a los ojos y vio el momento justo en que una pizca de entendimiento asomó en los ojos de la bestia.

      Era un curioso, dijo el mercader. Aquel curioso que había ido a presenciar la existencia de un hombre salvaje. Y lo pagó caro, porque después de mirarlo a los ojos aquella maldición se propagó también en él, y después de que viviera casi toda su vida sobre dos piernas, también a él se le vio correr en cuatro patas y alargar su cadena hasta tronarse el cuello.

      El mercader terminó la historia con un chiste que no tenía na da que ver. Riéndose solo, dijo: es una locura que la gente siempre crea que el Diablo viste de manera elegante.

      Antes de bajarse de la carreta, y después de gritar ¡aquí me quedo!, les regaló a Juan y a Lázaro una moneda dorada. Es una moneda antigua y les va a dar buena suerte.

      Como en su historia, dijeron ellos. Y el mercader, muerto de risa, bajó y se perdió caminando en la nada.

      ¿Te acuerdas del niño que mataste?

      Juan no contestó.

      Juan, te hablo.

      Estás borracho, Lázaro, no quiero hablarte.

      Yo sí me acuerdo, Juan. Le dejaste la bala justo entre los ojos...

      ¡Cállate, maldito borracho!

      ¿Quieres saber cómo se llamaba?

      ¡Cállate! Estás borracho, cállate o te parto la cara.

      Lázaro cantaba una canción incomprensible, se le pegaban los labios y en las comisuras de su boca se secaba su saliva en una masa blanca.

      Se había enlistado por amor a una mujer, o eso nos dijo, aunque un día lo descubrí mirándome el pito...

      Entonces, sin demora, a Lázaro un puño le abrió los labios y un grito suave, que parecía más un rezo, se arrastró para salir entre su carne.

      Te dije que te callaras, mira lo que me hiciste hacer, mira lo que has hecho...

      Lázaro dejaba caer una saliva roja que absorbía rápidamente la tierra. Juan se acurrucó sobre él y le sostuvo la cabeza para que no se atragantara. Le susurró:

      Puto borracho, te odio.

      Lázaro entornó los ojos. Parecía que trataba de mirarse la oscuridad del cráneo y Juan tuvo miedo; lo sacudió hasta que devolvió las pupilas al centro y, después de enfocar, sintió cómo Lázaro lo alcanzaba con su mirada vidriosa como un filo.

      Estamos malditos. Tú y yo estamos malditos por lo que hemos hecho.

      Luego de escucharlo, Lázaro volvió a cerrar los ojos o se quedó dormido.

      Quiero que me hables de ti, Juan, que me cuentes algo para que pueda dormir. Que me digas algo de cuando eras niño, que me cuentes quién eras tú antes de la guerra, pensó Lázaro mien­tras lo miraba fijamente.

      ¿Qué miras? Preguntó Juan. Ya duérmete.

      Tengo un mal presentimiento, tengo la sensación de que Dios nos ve ¿no te lo has preguntado, Juan? Quizá sea verdad que estamos pecando y que lo que sigue después de esta guerra es otra peor. Estoy cansado de matar, el sabor de la carne me da asco. Siento que la carne sabe al miedo de los animales que cazamos, pensó Lázaro sin dejar de mirarlo.

      Qué te pasa, Lázaro, deja de mirarme de esa forma, no me dejas descansar.

      Juan se dio la vuelta, mostrando su espalda llena de tajos, cicatrices, marcas de cuerdas, se levantó, sopló la vela y cuando se quedó dormido, Lázaro siguió despierto.

      Esa noche Lázaro tuvo la sensación de ser otra vez un niño, en la oscuridad de la cueva era imposible mirarse las manos. Sentía que se había encogido, que era pequeñito, que si intentaba pararse, sus huesos no sabrían soportar su propio peso y se caería.

      Tengo un mal presentimiento, Juan, tengo un mal presentimiento, murmuraba. Hacía mucho tiempo que Juan era su único escucha. Incluso cuando hablaba consigo mismo, el interlocutor llevaba su nombre.

      La noche se alargó, él se encogía. Voy a desaparecer, se dijo. Una sensación de alivio ocupó el lugar del espanto. Y entonces se dio cuenta de que por unos segundos se había olvidado de la existencia de Juan y otra vez una terrible culpa, un peso, le empezó a amargar el aire en los pulmones. No puedo irme sin él, no puedo desaparecer, volvió a decirse, y así pasó la noche. Una alucinación seguía a otra: el cuerpo de Juan se volvía el cuerpo de un animal agonizante, el cuerpo de Juan era una masa gigantesca, el cuerpo de Juan se mezclaba con la oscuridad de la cueva y la densidad de su carne pesaba el aire.

      El mercader ambulante les contó de una muchacha que se abalanzaba sobre las mujeres y las mordía y con su saliva sembraba también el deseo de esas mujeres por otras. Les contó que cuando mordió a la primera, la víctima dijo haber sentido cómo su corazón cambiaba: iba detrás de las largas cabelleras siguiendo un perfume que sólo ella percibía. Andaba como un perro perdido entre las señoras hasta