Название | Furia |
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Автор произведения | Clyo Mendoza |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078764556 |
Las moscas volaban alrededor de las heridas de las frutas, chocaban contra las cosas, sus patas viscosas empezaban a posarse en el cuerpo del enfermo.
Juan se arrodillaba nuevamente sobre Lázaro.
Por favor, escúchame, tienes que aguantar otro poquito. No puedo ir a buscar a alguien que nos ayude si nos están buscando, y no sé quién podría ayudarnos. No tenemos a nadie, no conocemos a nadie. Por favor, Lázaro, resiste un poco. Cuéntame algo, anda, cuéntame algo para que no te duermas.
Las moscas se acercaban a la cara de Juan confundiendo sus lágrimas con agua, las moscas chocaban contra las manos heridas de esos hombres, contra el cuerpo de los caballos, las moscas chocaban contra las moscas.
Juan, dijo entonces Lázaro.
Algunas palabras inconexas empezaron a salir de su boca. También se escuchaba en algún lugar una gotera.
Juan, dijo otra vez Lázaro. Tengo miedo, Juan, ya vienen, ya vienen por nosotros los negros.
En eso gastaba Lázaro su última saliva: ya vienen, Juan, ya vienen por nosotros los negros. Tengo miedo, abrázame, ¿quién es esta mujer? ¿También van por ella los negros? Juan. Ven por mí, hace frío.
Las moscas confundían el espacio blanco entre sus pár pados con las heridas de la fruta.
Era una tristeza que justo mientras lo amamantaba se le hubiera muerto...
Otra vez está contando esa historia mi madre, pensó Lázaro. Hablaba de los perros que habían rescatado. Su madre les daba leche de las cabras con el meñique. Pobres perritos, le decía ella a sus amigas (estaban todas sentadas alrededor, dándole la espalda a Lázaro), yo pensé que los salvaría, aunque ya tenían larvas de mosca encima. Todos me dijeron: ya ni lo intentes, mujer.
Pero se quedaron conmigo cinco días, cinco días hice que me duraran los perritos. Me decían: si la hembra los dejó, pues fue por algo. Pero yo sí creí que iba a salvarlos, les sobaba la pancita por las noches, les daba más leche. Les llenaba unos cuenquitos con agua caliente y se los ponía al lado para que creyeran que ahí estaba su madre. Y mira que nosotros no tenemos nunca leche, pero hay que hacer lo que se puede por las criaturas. ¿O no, Lázaro?
Lázaro tenía la sensación de que algo estaba raro.
¿O no, Lázaro, que hay que hacer lo que se puede? ¿Lázaro, me escuchas? ¿Lázaro?
Lázaro no alcanzaba a ver a su madre, era como si una gota de leche le hubiera entrado en los ojos, una bruma blanca le crecía en el iris.
¿No es verdad, hijo, que una gota de leche de mujer que acaba de dar a luz es capaz de devolverle la vista a los ciegos? ¿Hijo? ¿Lázaro? ¿Me oyes?
Las mujeres que estaban sentadas alrededor de la madre voltearon a mirar a Lázaro. No tenían ojos. Abrieron la boca y no tenían dientes.
¿Lázaro, me escuchas? Lázaro, resiste, Lázaro. Lázaro, no me dejes aquí.
Lázaro recordó a un hombre, un hombre que le apuntaba al pecho con un arma, un hombre que lo miraba horrorizado. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué hacía ahí?
Madre, dijo Lázaro, no puedo verte. Sólo veo a un hombre, ¿quién es él, madre?
Todo lo que sé de ti, lo sé porque me hablas de los otros. Nunca me has contado: me pasó esto. Cuentas una anécdota sobre alguien, sin referirte nunca a ti. Aunque yo te reconozco en to do lo que cuentas. Cuando me hablas, siento que tú siempre estuviste en tu propia vida como una sombra, observando como un espía a todos esos que estuvieron en tu vida antes que yo. Y ellos son fantasmas. Personas que amaste a las que nunca conoceré.
No me has contado tu primer recuerdo, pero siento que conozco bien las cosas de las que sólo me hablas. Eres bueno para contar las cosas, Juan, te he creído todo. Y si yo tampoco he querido contarte demasiado es para seguir tu juego, quizá por eso hemos sido felices, si es que la felicidad es esto que se dio entre nosotros en medio del hambre y de la guerra. Hemos andado estos últimos años buscando los caminos donde no hubiera más revolución que la que ya teníamos en la cabeza y finalmente el mejor lugar para nosotros fue el desierto. Pero aquí también llegó la guerra. Quizá el amor no sea suficiente, Juan, por ejemplo: no puede contra la muerte. ¿De parte de quién estoy ahora? Siempre peleamos en el bando de quien más nos convino. Cuando te conocí ya no sabía a qué patria pertenecía, ya no sabía cuál era la verdadera justicia, ya ni siquiera sabía cómo había empezado esta maldita guerra. Ahora no sé si ha terminado, ni sé cuándo se supone que nosotros ganamos. Hemos sido muy hombres porque siempre hemos estado peleando, ¿no es eso lo que se les exige a los hombres? Hemos cumplido esa parte. Y además, hasta ahora hemos venci do porque no estamos muertos. Pero ya no puedo más. Te pido que me dejes aquí y que te vayas. No voy a curarme. Mírame bien, sé que puedes ver que lo que sigue es mi muerte. No estoy triste, Juan, te juro que no hay por qué estarlo. Fui feliz, aunque vine de una raza en la que todos murieron lamentándose. Tuve un compañero en el mundo, en estos tiempos en los que el humo de la guerra se nos metió por los ojos, nos ha dañado la cabeza y el cerebro ya no nos permite imaginarnos el futuro. Yo no necesito el cerebro, te lo juro, Juan. Siento que me estoy poniendo liviano. Pronto me iré, y me gustaría que supieras que a pesar del dolor, la vida fue buena conmigo. Tú fuiste bueno conmigo. Déjame aquí y vete. Sigue el camino de Las Ánimas, allá donde se mira la presa y sigue recto, sin cansarte. Antes había un corral de piedra guardando el camino, síguelo. Vas a encontrar en algún momento la casa de mi madre. Quiebra la chapa, si es que queda algo de ella. Las cosas aquí se mueren con más sosiego, pero se oxidan rápido los metales. Te bastarán un clavo grande y una piedra. No creo que nadie haya entrado, porque esa casa estaba maldita y todos le tenían miedo. Si alguien se atrevió a romper la chapa, mi madre la volvió a pegar con su saliva de muerta. Antes de que alguien pudiera saber que dentro había un tesoro, habría huido. Sé que mi madre escondió esa moneda en alguna parte, Juan, quizá bajo el altar a la Virgen o en un hueco. Rompe sus santos si es necesario, porque la moneda puede estar dentro. Cuando la encuentres tómala y vete. Yo no puedo seguir, estoy cansado, estoy muy cansado. Esa moneda la guardó mi madre para quien fuera mi esposa, eso me dijo. La vieja siempre tuvo la esperanza de tener un nieto y para la madre de ese nieto imposible guardó toda su vida una moneda de oro. Ni cuando tuvo hambre vendió esa moneda la vieja.
Tómala, Juan, tú eres mi esposa.
Juan miraba a Lázaro mover la boca pero la boca no decía nada. Luchaba por hablar y su frente rezumaba sudor. En esas pequeñas gotas brillaba el fuego de la vela, la flama se movía como si tuviera huesos. Lázaro tenía demasiada fiebre. Espera un poco, le dijo Juan, mañana volvemos a cabalgar y algo encontraremos. Trató de mojar su boca con una tuna ácida, pero Lázaro dejó caer su lengua blanca y entornó sus ojos como si se mirase hacia adentro.
Muerto Lázaro, Juan monta en cólera y azota sus puños contra las piedras. Minutos más tarde, con jirones de carne colgando de sus nudillos, se preguntará si le serán necesarios para pelear con alguien. Si Lázaro hubiese muerto teniendo la razón, entonces la respuesta será sí: fue un grave error haber dejado los nudillos en las piedras. Si eso que Lázaro dijo antes de morir es cierto, habrá que luchar. Dos bandos enemigos se unirían sólo para torturarlo. Una vez muerto el perro se acabó la sarna, dirían. Los imagina atando la mitad superior de su cuerpo al torso de un caballo, la mitad inferior en una mula enloquecida que arde en deseos de salir disparada a colmar su hambre con el poco pasto verde que resguarda la sombra de las piedras. Imagina fuego en los pies, lajas de piedra abriéndole los costados, cuchillos sin filo haciendo torpes amputaciones. Un miembro cayendo en la tierra y haciendo un golpe seco de pájaro partido. Juan decide que tiene que irse. Por sí o por no, tiene que irse.
Entonces