Furia. Clyo Mendoza

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Название Furia
Автор произведения Clyo Mendoza
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764556



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      FURIA

      Clyo Mendoza

      FURIA

      Clyo Mendoza

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      Almadía

      NARRATIVA

      DERECHOS RESERVADOS

      © 2021 Clyo Mendoza Herrera

      © 2021 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

      Avenida Patriotismo 165,

      Colonia Escandón II Sección,

      Alcaldía Miguel Hidalgo,

      Ciudad de México,

      C.P. 11800

      RFC: AED140909BPA

      www.almadiaeditorial.com www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit

      Edición digital: 2021

      ISBN: 978-607-8764-55-6

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

      Aquello que ves cuando te miras en la superficie del agua, o de un espejo, no eres tú y ni siquiera es humano.

      PALABRAS QUE UN NATIVO DE NUEVA GUINEA LE DIJO A ROY WAGNER

      ¿De quién es ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?

      SALVADOR ELIZONDO, Farabeuf

      Far safer, of a midnight meeting External Ghost Than its interior Confronting—That cooler Host.

      EMILY DICKINSON, “ONE NEED NOT BE A CHAMBER”

      A Roselia Marcial

      a Julián, en Cuba

      a la memoria de Víctor García Domínguez

      mis tres maestros.

      I

      LA IDEA DEL CUERPO

      Soldado Uno y Soldado Dos se encontraron frente a un cadáver en cuyos ojos abiertos no se proyectaba el cielo espeso de la guerra, sino una luz que daba la sensación de la negrura.

      Soldado Uno y Soldado Dos se habían aproximado al cadáver, uno para reconocer si era un colega muerto, el otro para saber si había atinado su disparo. El cuerpo del niño refulgía la luz que se desprende al morir y su rostro estaba empañado por toda la sangre evaporada. Una costra que había sido inmediata rodeaba el calor de la bala en medio de sus ojos abiertos.

      Soldado Uno y Soldado Dos, todavía idiotizados por la escena (como si fuera la primera muerte en la que eran cómplices o testigos), se dieron la vuelta para mirarse, mientras los ojos de sus armas, listos para el disparo, también se miraban.

      Rodeados de amigos y enemigos muertos, Soldado Uno y Soldado Dos no sabían transmitir firmemente la amenaza. Estaban horrorizados. Y el miedo que veía uno, lo veía el otro. Esa mirada a punto de matarse fue la comunión. Sin mediar palabra, Soldado Dos hizo pasar al otro como su rehén para salir del campo de batalla, y una vez estando fuera, en el mira­dor desde donde le había disparado al niño, conversaron.

      ¿Quiénes eran? Hacía meses que ninguno de los dos recordaba quién era. Las órdenes les habían quitado la voluntad y sin ella ambos se habían convertido en asesinos, asesinos de sí mismos también.

      La luna menguaba y fue bajo su cuerno de luz cuando Soldado Uno y Soldado Dos se dijeron sus verdaderos nombres (Yo soy Lázaro, Yo Juan) y decidieron que huirían.

      Tuvieron que hablarle al cuerpo para que se rindiera. Le dijeron: ya está bien, relaja ese mentón y deja de fruncir el ceño, se ha acabado. Pero el niño estaba todavía en guerra y el rictus en su mano atoraba sus huesos en un puño. Déjanos vestirte de blanco, pequeño, le dijeron, suelta el puño. Tardaron horas en lograr que el cadáver del niño relajara las manos y les mostrara las palmas. En sus quicios, lo que guardaba el puño eran cientos de líneas trazando los caballos que significan la muerte prematura. Tenía las líneas de una mano deshechas por el tacto de su arma y en la otra le crecían cientos de arrugas hechas por empuñar la nada, dejando adivinar que, más temprano que tarde, morir de aquella forma era desde hacía mucho su suerte.

      Tuvieron que cantarle para que quisiera abrir las manos. Ellos, especialistas en recoger a los hombres caídos, sabían que sólo ante la muerte valía la pena rendirse. Por eso a él, para que se rindiera, le cantaron una canción de cuna. El niño dejó de fruncir el ceño y entonces pudieron sacar la bala. El niño abrió las manos, el niño dejó de apretar los dientes y, cuando al fin relajó el esqueleto, pudieron meterlo en la camisa blanca.

      Luego se lo llevaron.

      Uno de los hombres dijo que aquel niño era tan conmovedor que de no haber habido un hueco le habría besado la frente.

      Cuando formó parte de la multitud de la guerra, como cuando avanzaba a paso veloz para cruzar la calle más transitada de la ciudad y otros humanos le rozaban las ropas dejando a su alrededor una estela con olor a bocas, alcoholes y otras cosas insospechadas, sentía que formaba parte de una maquinaria, que él era un minúsculo engrane y que los otros también. Aunque pensar eso lo hacía sentir insignificante, se sentía también parte de un todo. Quizá sentir esto es Dios, pensaba, pero la primera vez que su cuerpo se unió al de alguien más tuvo esa misma sensación, la de bullir junto a otro cuerpo hasta formar parte los dos de un único brebaje. La parte del sudor ayudaba, el líquido que se untaban mutuamente cuando uno entraba en el otro y a veces viceversa; porque en su caso prefería a los de su mismo sexo. Ése era su gran secreto. Había elegido ser soldado para limpiar su nombre, aunque nadie supiera su falta. Sus padres siempre sospecharon, ese movimiento que hacía con la mano y la cadencia innata en sus caderas dejaban a la vista un niño afeminado.

      Un día su padre se fue y él y su madre al principio ni siquiera lo notaron. De cualquier manera el señor nunca estaba o siempre tardaba mucho en volver. Era vendedor de hilos ambulante. Un trabajo no tan mal pagado en esos años en los que el hilo era fundamental y no llegaba a los pueblos lejanos, un negocio con un público femenino, propicio para el mujeriego que siempre fue su padre.

      La madre le decía a su hijo: eso fue tu culpa, se fue porque en el fondo sabe que quieres ser una muchacha. Y él, harto de las acusaciones, contestaba con palabras punzantes: tú eres la culpable, eres fea, nunca lo dejaste satisfecho en la cama, no lo atendiste como merecía. Así creció el rencor, alimentándose por la diaria convivencia. Volaban los palos y sonaban fuerte las cachetadas. Él le pegó también y varias veces.

      Igual madre e hijo eran inseparables. Las circunstancias los obligaban, porque cuando llegó la guerra la situación empeoró. Una mujer sola era presa fácil y los bandidos iban por ahí secuestrando viudas y solteras. También se metían con las mujeres casadas, pero había cierto código de honor y plomo entre hombres que a las esposas las hacía ligeramente menos accesibles. También por eso él se volvió soldado, porque un soldado era algo así como “más que un hombre”. Y el corte de pelo de casquete engañaba bien a los que no lo conocían. Se amarró las manos y las caderas con un hilo imaginario, trabajó en engrosar su voz, en caminar erguido, en ridiculizar a los hombres con los que más empatizaba. La madre no estuvo orgullosa, le dijo: hijo, quédate. Hijo, mejor vamos a morirnos juntos, no me dejes aquí sola. Pero el rencor ya era un monstruo de una masa espesa, impenetrable. Él le dijo que volvería, le puso un beso frío en la frente y partió a pelear una guerra en la que no sabía qué defendía, a quién, ni por qué causas.

      Eso contó Lázaro en el destartalado edificio desde donde se había matado a un niño, mientras Juan, atónito, recordaba después de mucho tiempo su propia vida.

      Haciéndose pasar por dos arrieros hermanos, Lázaro y Juan recorrieron