Название | Homo bellicus |
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Автор произведения | Fernando Calvo-Regueral |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417241940 |
Los sucesos se aceleran: aparece la metalurgia —cobre, bronce, hierro—, potenciadora del hecho bélico, y comparecen la fabricación textil y la cerámica, aportando esta última un descubrimiento revolucionario. Fue en el torno de los alfareros donde surgió la rueda, cuya funcionalidad se trasladaría a la tracción de vehículos: carretas para las faenas del campo, carromatos para el transporte de mercancías y… carros de batalla. El intercambio de materias primas y productos manufacturados impulsa al hombre a aventurarse por caminos que habrá de desbrozar, también por ríos y mares. Administrar tanto adelanto exige contar, deslindar, establecer derechos y deberes. Nacen la numeración y la escritura: la transmisión de conocimientos dispondrá muy pronto de un soporte físico de almacenamiento, por lo que no nos ha de extrañar que los primeros documentos nos hablen de parcelas y reses; las epopeyas y las sagas, los textos sagrados, vendrán después. Mas hoy, en su conjunto, las tablillas cuneiformes babilónicas y los primeros jeroglíficos egipcios parecen lanzarnos un nítido mensaje: ¡Bienvenidos a la Historia!
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Lanzas y flechas, carros y caballos
Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército.
¿Cómo negarse a ver en ello una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad humana?
JOSÉ ORTEGA Y GASSET
Así como las regiones sobre las que se asentaron, pueblos de diferentes orígenes fueron conformando por aluvión las primeras culturas en los valles de dos ríos trascendentales: el Tigris y el Éufrates, en torno a cuyos sinuosos recorridos se dieron todas las condiciones que vimos anteriormente y que propiciaron aquí el nacimiento de la civilización. Por un lado, su situación geográfica central entre las altas mesetas asiáticas y el levante mediterráneo, entre el desierto arábigo y la gran península europea, convertiría este Creciente Fértil en corredor indispensable para todo tipo de intercambio comercial, bien por rutas terrestres, bien fluviales y marítimas. Por otro lado, el excedente agrícola arrancado con sumo esfuerzo a los campos de labranza propició un desarrollo urbano sin precedentes, con un reguero de adelantos técnicos susceptibles de ser transmitidos, imitados, mejorados… o saqueados. El gran arco temporal que resumiremos a continuación, desde Sumer a la creación del Imperio persa, pasando entre otros por los acadios y Asiria, abarcaría aproximadamente el periodo que media entre 4000 y 550 a. C., los albores de la historia y, con ella, de la historia militar.
Aproximadamente desde la primera de las fechas mencionadas y con capital en Uruk, se va afianzando el poder de un pueblo de origen incierto que asimilará otras ciudades-estado de la zona. Son los sumerios, creadores de una tendencia que se repetirá a lo largo de los tiempos en virtud de la cual unos invasores se imponen pero a la vez absorben otras culturas. Con una organización social basada originariamente en los señoríos de unas urbes construidas en las proximidades de un templo, el gobierno de cada una de ellas correspondía a un sacerdote. Este sistema dividía al país, pues las ciudades, rivales comerciales, mantenían un permanente estado de confrontación con gran derroche de energías. La incipiente casta de guerreros terminará imponiendo un monarca que administre una sociedad conformada por hombres libres (sacerdotes, funcionarios, soldados); semilibres (agricultores, artesanos, comerciantes) y la cada vez más necesaria mano de obra esclava (procedente de botín, venta o intercambio).
A su vez, los semitas penetraron en la región alcanzando su parte central, donde se entremezclarían con los sumerios para conformar un nuevo pueblo, el de los acadios, unificadores de Mesopotamia y constructores del primer imperio con vocación universal gracias a la figura de Sargón el Grande (c. 2330 a. C.), cuyos dominios se extenderían desde el golfo Pérsico hasta el Levante mediterráneo. Sargón centraliza el estado, sustituye las aristocracias locales por una poderosa burocracia y robustece su poder ayudado por adjuntos militares, una fórmula que sentará precedente. Si la escritura le permite realizar los dos primeros logros mencionados, el tercero lo conseguirá gracias a un ejército permanente de efectivos reducidos pero complementado por levas y basado en una infantería que se articulaba para el combate en formaciones compactas armada con hachas, lanza corta y muy probablemente el arco compuesto, además de cubrirse con protecciones corporales. Todo ello presupone organización, mando y control: en dos maravillosas piezas arqueológicas, el Estandarte de Ur y la Estela de los Buitres, asistimos al nacimiento de la principal virtud que caracterizará a los colectivos armados, la disciplina.
Hacia 1800 a. C. accede al trono de un imperio nuevo Hammurabi, el famoso príncipe que nos ha legado el primer código de todos los tiempos. Su personalidad es profundamente interesante, pues utiliza con gran tacto fuerza y diplomacia para conseguir los fines apetecidos dentro de una planificación expansiva, otra constante que caracterizará en adelante a los mejores gobernantes de la historia: comercio y política como medios pacíficos en alternancia con la disuasión y el empleo de las armas como recursos violentos. Con capital en la rica Babilonia, bendecida por el Éufrates, Hammurabi creó una sólida administración y un eficacísimo sistema de información —tan importante también en las conflagraciones ulteriores—. Logró además mantener el orden en el país a base de expediciones de castigo que le proporcionaban rico botín y prisioneros, con lo que obtenía mano de obra para las construcciones monumentales e infraestructuras que desarrolló por toda Mesopotamia.
En su expansión hacia el oeste este imperio tomó contacto con el egipcio, si bien el mayor peligro que acechaba a ambos procedía de Assur, los asirios. Entre esta ciudad y la de Nínive, regadas por el Tigris, había emergido hacia 1300 a. C. una potencia concebida para frenar las invasiones de los siempre belicosos montañeses, lo que terminaría por convertirla en militarista: si inicialmente Asiria se vio forzada a combatir, a la larga llegaría a considerar la guerra como fuente fundamental de riqueza, alcanzando la hegemonía de la región y controlando su comercio. Su procedimiento, basado en el terror, consistía en realizar periódicamente campañas sobre provincias limítrofes a las que imponer un tributo: si no ofrecían resistencia las convertían en vasallas con la obligación de pagar una fuerte contribución. Si, por el contrario, lo hacían eran arrasadas, con lo que además de enriquecer al invasor sentaban un terrible precedente aleccionador para otros pueblos.
El rey concentraba en sí todos los poderes y a sus órdenes tenía un visir que administraba justicia. Los territorios, por su parte, eran gobernados por un representante local y existía además un general en jefe que nominalmente ostentaba el mando del ejército. Todo el sistema se apoyaba en una complicada red de funcionarios, una estructura de comunicaciones muy desarrollada y una fuerza militar omnipresente, capaz de ser proyectada a los lugares en que fuera requerida. El imperio estaba surcado por un entramado de caminos que conectaba puestos guarnecidos permanentemente y dotados de almacenes para apoyar la acción bélica. Otra característica del nacimiento de la guerra moderna es la capacidad de desplazar tropas, avituallarlas y tenerlas dispuestas lejos de sus bases.
La costumbre de declaración de guerra fue abandonada para lograr la sorpresa estratégica. Igualmente, las relaciones diplomáticas serán empleadas torticeramente para el espionaje. Y es que los asirios usaban sin escrúpulos todo cuanto facilitara la acción bélica, su razón de estado. El ejército se componía de tres cuerpos: uno de carros de guerra, más avanzados que los de sus predecesores