Название | La ciudad en el imaginario venezolano |
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Автор произведения | Arturo Almandoz Marte |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412337129 |
17. La parafernalia de clase asoma asimismo en las fotos del álbum familiar contemplado por Vanesa en Ojo de pez (1990) –también escrita en los ochenta, como El exilio del tiempo– donde Antonieta Madrid, coetánea de Torres, despliega las pretensiones de la jai venezolana, a través de las imágenes miradas por aquella narradora especular. Algunas de ellas ilustran el consumismo de la Venezuela saudita, como las de la canastilla comprada en Miami para el nacimiento del primer nieto que se suponía varón, cuando el abuelo dio a Mamabella «dólares para gastar como si se tratase de bolívares. Un verdadero derroche la bienvenida del esperado bebé. Una hecatombe de trapos y objetos»; pero después terminarían los de motivos azules desechados cuando naciera la niña Vanesa, lo que fue tragedia para el abuelo que veía amenazado de extinción su resonante apellido Luder.[175]
Recordando la cursilería de los cumpleaños sifrinos a los que nos invitara, a través de su Victorino Peralta, el MOS de Cuando quiero llorar no lloro, también están en la novela de Madrid las melifluas fotos de la abuela en la celebración de los quince años de la mamá de Vanesa, cuando ésta era «simplemente una niña linda»; ocasión que la narradora aprovecha, al igual que lo hiciera Otero Silva, para satirizar sobre el costo de la fiesta a todo trapo en la economía familiar:
Un gran baile con orquesta y damas de honor. Niña-linda de blanco y las damas en azul, rosado, lila, verde tierno. Se ha vendido una casa para costear los gastos. Abuelabella no se arrepiente. Nunca se arrepiente de nada. Je ne regrette rien, como la Piaf, decía. Solamente una vez en la vida se cumplen quince años. Muchas veces en la vida se venden casas y se compran...[176]
Mirando el festín del país, acaso sea ese razonamiento familiar subyacente en la foto de los Luder lo que impidió a la Venezuela en despegue alcanzar la madurez requerida por el desarrollo, tal como preconizaban las teorías de Rostow ya comentadas.[177] Y como en confirmación de la Venezuela frívola y nueva rica que elegimos ser, otras fotos del álbum de los Luder Almarza son, por ejemplo, de Mamabella arreglada para un bonche popof:
Es una fiesta de disfraces. Mamabella irá disfrazada de Juana de Arco. Escoge la ropa. Los va sacando del clóset y va mirando los vestidos, sobre la enorme cama alta, king size. Suzy y Vanesa la ayudan. La pila crece. Es una hoguera de seda. Es una hoguera psicodélica con llamaradas de todos los colores. Juana de raso. Juana de seda. Juana de lamé...
Y por si fuera poco, la hoguera de telas apiladas por madre e hijas se enciende de perfumes: «La pila de Mamabella huele a Diorísimo… Mamabella, Dior y Chanel. Paco Rabane. Lanvin. Chloé, el preferido de mamá».[178]
18. Cual solícita anfitriona de nuestra memoria doméstica, Torres nos aparta del barullo de invitados y mesoneros para mostrarnos parte del interior de la casa; no tanto ya de la rancia mansión de los amos del valle, para utilizar la expresión rediviva por la obra homónima de Herrera Luque, tan en boga a la sazón, sino más bien de la quinta de la clase media enriquecida a empellones y con ínfulas de sofisticación.[179] Recuerda en algo el recorrido que Briceño Iragorry hiciera en la última parte de Los Riberas (1952), al enseñarnos las preferencias decorativas de la burguesía petrolera que refinaba su gusto en las mansiones del Country Club o Campo Alegre, las cuales, por cierto, también se suceden en el novelado catálogo de Torres.[180]
Perspicaz y detallista, la narradora se enfoca sobre la recargada utilería de la burguesía venezolana más nueva rica, personificada por el papá de Marisela, casada con Pedro en el señalado año de 1975:
Tenía una mansión neo-colonial con un gran corredor de columnas azules en el que había un chinchorro, un pilón, un tinajero y unas alfombras de piel de vaca, una sala de «Capuy», un comedor renacimiento español, unos sillones fraileros neo-peruanos, una virgen de Guadalupe en cerámica y unos tapices mexicanos en la escalera, una cocina de fórmica verde empotrada, dos freezers de veinte pies, un fabricador de hielo en cubitos, un dispensador de jugo de naranja, un disolvente automático de basura, tres televisores de treinta pulgadas, dos Betamax, un equipo de sonido profesional japonés, un sistema de riego automático, un circuito de televisión cerrado en el jardín, dos espalderos en la entrada y una puerta de acero corrediza, por lo que puede decirse que tenía una casa completamente venezolana.[181]
Así eran muchas quintas del este y sureste de Caracas, en cuyos jardines se exhibían, junto a los querenciosos nombres de las casas, en hierro forjado, tinajeros, pilones y otros adornos tomados de la Venezuela interiorana, como evocando el reciente pasado rural de sus dueños. Y al lado, en garajes con algo de vitrinas, los Impalas y los LTD parecían proclamar el presente más urbano de aquella burguesía nueva rica que los conducía, como al país mismo.[182] La contraposición de ésta con los herederos del mantuanaje caraqueño –parte del cual, no olvidemos, fue a su vez burguesía advenediza del petróleo– es satirizado en la novela al ser el padre de Marisela invitado a un lance de golf por su venidero consuegro; entonces pretexta que, como «se había acostumbrado a jugar en Miami, la gramita del Country le parecía un poco seca y no le salían bien los tiros»; o cuando las mujeres de la familia advenediza enumeran sus compras de zapatos Gucci y carteras Dior traídas de Mayami, mientras doña Clemencia, la abuela, con la ranciedad de sus años en el Country, los ve como unos parvenus.[183] Hay ribetes aquí del esnobismo de los Montálvez recreados por Pío Gil en la Caracas del Cabito, de los Abila de Pocaterra en la del Benemérito, así como de otras familias rastacueras en las novelas de comienzos de siglo XX, viejo tema retomado y actualizado por Torres para la Venezuela de los setenta y ochenta.[184] No en vano su novela es señera dentro del género que Luz Marina Rivas ha estudiado como «intrahistoria», con un coro de voces femeninas que no solo recrean la aburguesada diversión de la jai, sino también muchos otros motivos de la sociedad venezolana.[185] Porque en esa novela, como en Abrapalabra y Ojo de pez, coexisten no solo las varias fiestas de la Venezuela saudita, sino también, como veremos, otros malestares de la capital que se divertía sin sospechar las tormentas que se avecinaban.[186]
Nuevos pequeños seres
Y le ruego que beba y escriba usted conmigo. Dé vuelta a la hoja y vuelva a beber. Recuerde que después de la puerta del botiquín está la horrible ciudad. Y espera por nosotros.
LUIS BARRERA LINARES, «Aclaro cómo es mi beber», en Beberes de un ciudadano (1985)
19. NO SOLO LA JAI ESCAMOTEABA en sus fiestas los malestares de la Venezuela saudita en descomposición; también desfilan por la novelística de aquellas décadas otros dramatis personae del malestar colectivo, aunque sus expresiones fueran de diversión. Preterida por la rutina de las oficinas y la prisa de las autopistas; ahogada en los brindis de restaurantes y en el frenesí de las discotecas; inaudible en el barullo de bares y areperas, esa desazón acecha con latencia, trasluciendo las miserias y las grietas del statu quo. Más anodinos que las damas de sociedad de Torres o los encumbrados sindicalistas de Britto García, una nueva generación de pequeños seres, descendientes propiamente citadinos de los introducidos por Guillermo Meneses y Salvador Garmendia en nuestra primera narrativa urbana, atraviesa asimismo las novelas que venimos de recorrer; también otras que describen el arco de la Venezuela tan enriquecida como desigual, actualizando todos las situaciones y denuncias, las esquizofrenias y los reclamos de aquellos primeros seres provenientes de provincia.[187] Esa narrativa nos permite recrear no solo la estratificación social de la metrópoli prismática del país, sino también algo de la segregación social y funcional de su estructura espacial, lo cual ya fue adelantado en el tercer libro de esta investigación.[188]
Una analogía de esa capital compleja la encontramos en la «esfera sin límites» de Abrapalabra, donde el autor parece encerrar anodinos habitantes del país descompuesto que ya nos ha registrado desde otros ángulos y jergas; ahora es visto a través de rutinas laborales reminiscentes en mucho de las del Mateo Martán garmendiano, acentuadas por la obsesión y alienación pulsadas minuto a minuto