Название | La ciudad en el imaginario venezolano |
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Автор произведения | Arturo Almandoz Marte |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412337129 |
Sin importar la desaceleración, las urbes venezolanas y en especial Caracas –con 500 kilómetros cuadrados y tres millones de habitantes, magnitudes relativamente modestas entre sus congéneres latinoamericanas– siguieron condenadas por el pecado original de ser metrópolis hipertrofiadas; sus ostensibles cinturones de miseria eran endilgados a la migración campo-ciudad, la cual había dejado de ser factor de crecimiento efectivo desde la década de 1970. Concreción de su crítica al statu quo de la Venezuela de Puntofijo, era esa una visión repetida por el economista y periodista Domingo Alberto Rangel, por ejemplo, a comienzos de la década siguiente:
Durante los años dorados del petróleo la marginalidad creció a ritmos de corazón desbordado. Caracas terminó por convertirse en una ciudadela cercada por la más espesa marginalidad de la América del Sur. La capital de Venezuela es una masa de rascacielos rodeada por rancherías que hoy llegan, sin soluciones de continuidad, hasta los valles del Tuy por el Suroeste, hasta Barlovento por el Este y hasta el propio Mar Caribe por el Norte.[102]
Como para frenar de manera absurda esa marginalidad atribuida a la disminuida inmigración desde el campo; desconociendo a la vez un crecimiento vegetativo que, desacelerado o no, seguía ocurriendo en las mayores ciudades venezolanas, una «ideología antiurbana» por parte del sector público redujo las inversiones al mínimo; ello terminó materializando las profecías de los teóricos de la Dependencia –tan en boga por aquellos años cuando las izquierdas dominaban los medios académicos e intelectuales– de que la urbanización se produjera en condiciones tan deficitarias como lamentables.[103] Era una continuación del fariseísmo metropolitano ya señalado a propósito de los primeros tiempos de la democracia de Puntofijo, cuando la gran urbe venezolana, y en especial Caracas, fueron estigmatizadas por ser vitrinas modernas del desarrollismo perezjimenista.[104]
En parte debido a esa herencia, desde el primer gobierno de CAP, los planes nacionales se habían propuesto desviar la inversión de las ciudades principales. Fue un objetivo aplicado de manera errática pero suficiente como para que éstas se densificaran y expandieran «en condiciones de creciente precariedad de las infraestructuras urbanas».[105] Y esa falta de inversión que había afectado a Caracas en principio, se extendió a la provincia desde finales de la Venezuela saudita, desconociendo la realidad de un país urbanizado en más del 75 por ciento, con uno de los patrones más concentrados de ocupación territorial en América Latina.[106]
Allende el deterioro de la infraestructura existente y de su falta de reposición, la desinversión urbana delataba asimismo una negación de «la legitimidad de la ciudad masiva», consecuencia en parte de la creciente falta de identificación entre esa masa y la dirigencia política; mediatizada por la maquinaria partidista y las jerarquías de cogollos, esta dirigencia fue perdiendo para aquélla la representatividad, el carisma y el liderazgo de las primeras décadas democráticas.[107] Y si este desconocimiento recíproco entre élites políticas y masas populares había sido sobrellevado, en los lustros siguientes a la dictadura, gracias a la novedad de la constitución de 1961 y los beneficios ingentes de la bonanza petrolera, esta aparente armonía de la ciudad masificada daría paso, durante la Venezuela saudita en descomposición, a manifestaciones cada vez más turbias de la ciudad violenta.[108]
7. Con silueta urbana erizada de antenas parabólicas y rascacielos, entre los que despuntaban desde los años setenta las torres de Parque Central –a la sazón, las más altas estructuras de concreto en Latinoamérica– la Caracas de la Gran Venezuela pudo mantener por algún tiempo la feble modernidad heredada del Nuevo Ideal perezjimenista. Desde el psicodélico pero sencillo Chacaíto, baluarte de la bohemia consumista de los sesenta, varios centros comerciales zonales y metropolitanos afianzaron entonces un culto «nuevorrico», más saudita que cosmopolita, a la vez que fracturaban, irreversiblemente, la integración con lo público. A lo largo del este sifrino y de los años disco, el Centro Plaza, el Centro Comercial El Marqués y Plaza Las Américas, entre otros, mantuvieron cierta integración con importantes avenidas caraqueñas, a pesar de los explayados estacionamientos que los asemejaban a los malls norteamericanos. Pero esa integración con la calle fue mermada por la vialidad expresa que blindó los diseños más brutalistas del Concresa y el Centro Ciudad Comercial Tamanaco (CCCT), el cual en sus comienzos ni siquiera contaba con acceso peatonal adecuado.[109] Éste terminó empero consagrado como templo faraónico del consumo y la diversión en la Caracas de discotecas que se deslizaba al Viernes Negro. Habiendo así llegado muy temprano a nuestra capital –mucho antes que a otras latinoamericanas– el fetichismo del centro comercial mayamero penetró también Maracaibo y otras ciudades venezolanas, como portando el maleficio del progreso consumista que nos poseía.[110]
Aparte del nuevo edificio del ateneo capitalino en 1981, seguido del Metro y del teatro Teresa Carreño –inaugurados estos últimos en el festivo frenesí del bicentenario de Bolívar– la Gran Caracas no conoció mayores inversiones públicas durante el resto de la década de 1980.[111] Con su acelerado deterioro desde entonces, las torres de Parque Central trocáronse de símbolo de progreso y bonanza de la Gran Venezuela, a mostrenco manifiesto de la desinversión urbana que siguiera al Viernes Negro. Fue un destino sufrido también por muchas de las avenidas y autopistas perezjimenistas desde la restauración democrática del 58, gracias en parte a gobiernos contumaces empeñados en desconocer, como se ha dicho, la realidad de un país entre los más urbanizados y concentrados de América Latina.
Con todo y ello, creados por la «ilusión de armonía» social que hasta entonces envolvía al país todo,[112] los espejismos capitalinos no solo reflejaban la confusión entre consumismo y desarrollo –tan arraigada hasta hoy en la idiosincrasia venezolana–, sino también la apariencia de una inversión suficiente, mucha de la cual era de iniciativa privada, sin alcanzar a renovar la infraestructura pública para vivienda y servicios urbanos.[113]
8. Antes de la inauguración del Metro en ese señalado año 83, las autopistas y grandes avenidas, cruzadas con la zonificación comercial y residencial, estructuraban una segregación entre la Caracas burguesa y sifrina del este –para utilizar de nuevo el venezolanismo de marras– y la ciudad del oeste, más popular y obrera. Aunque más contrastante debido a la riqueza petrolera venezolana, era una variante de la ciudad dual o polarizada, observable asimismo en otros contextos latinoamericanos durante el desarrollismo industrial agotado en la década de 1970.[114] Particularizando aún más el caso caraqueño con respecto a otras capitales de dual segregación socio-espacial, los barrios de ranchos siempre estuvieron yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río de Janeiro, por ejemplo, debido en ambos casos a restricciones topográficas.[115] De manera que este y oeste caraqueños eran hemisferios entreverados que compartían imaginarios urbanos, hasta que la bonanza se agotó con el Viernes Negro y las fracturas afloraron para profundizarse hacia finales de la década.[116]
Con la notable excepción del Metro y de algunos espacios públicos renovados por aquél, Caracas era así, a fines de los ochenta, una metrópoli de contrastes socio-espaciales y modernidad obsoleta, mientras que otras capitales latinoamericanas se aprestaban a emprender obras urbanas llegadas con las reformas neoliberales.[117] Se ufanaba sí, todavía, de sofisticados restaurantes y boutiques deparados por el oro negro desde décadas previas, combinados en su nocturnidad –cada vez más azarosa e insegura– con los bares y las discotecas encabezadas por la City Hall del CCCT. Prolongando los acordes y oropeles de la era disco, imitaban éstas al Studio 54 de Nueva York, adonde ya había emigrado Carolina Herrera, por cierto, como otras figuras del jet set de la deslustrada Venezuela saudita. Pero las desvencijadas autopistas y distribuidores que otrora maravillaran a inmigrantes paletos, de la Francisco Fajardo y la Caracas-La Guaira a la Araña y el Ciempiés, pasando por el Pulpo, delataban no solo el subdesarrollo de Caracas, sino también el agotamiento del Estado rentista.[118] Y si bien algunas ciudades venezolanas se beneficiarían de la descentralización administrativa a finales de la década, en la capital ésta sería minada por