Название | Las aventuras de Tom Sawyer |
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Автор произведения | Mark Twain |
Жанр | Языкознание |
Серия | Clásicos |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786074570298 |
—¡Ah! Porque ellos recibirán... recibirán... los que lloran.
Bienaventurados los que recibirán, porque ellos... llorarán, porque recibirán... ¿Qué recibirán? ¿Por qué no me lo dices, Mary? ¿Por qué eres tan tacaña?
—¡Ay, Tom, simple! No creas que es por hacerte rabiar. No soy capaz. Tienes que volver a estudiarlo. No te apures, Tom, ya verás cómo lo aprendes; y si te lo sabes, te voy a dar una cosa preciosa. ¡Anda!, a ver si eres bueno.
—Bien, pues dime lo que me vas a dar, Mary. ¡Dime lo que es!
—Eso no importa, Tom. Ya sabes que cuando prometo algo es verdad.
—Te creo, Mary.Voy a darle otra leída.
Y se la dio; y bajo la doble presión de la curiosidad y de la prometida ganancia, lo hizo con tal ánimo que tuvo un éxito deslumbrador. Mary le dio una flamante navaja Barlow, que valía doce centavos y medio; y las convulsiones de deleite que corrieron por su organismo lo conmovieron hasta los cimientos. Verdad es que la navaja era incapaz de cortar cosa alguna, pero era una Barlow de las “de verdad”, y en eso había imponderable grandiosidad... aunque de dónde sacarían la idea los muchachos del Oeste de que tal arma pudiera llegar a falsificarse con menoscabo para ella, es un grave misterio y quizá lo será siempre. Tom logró hacer algunos cortes en el aparador, y se preparaba a empezar con la mesa de escribir, cuando lo llamaron para vestirse y asistir a la escuela dominical.
Mary le dio una palangana de estaño y un trozo de jabón, y él salió fuera de la puerta y puso la palangana en un banquillo que allí había. Después mojó el jabón en el agua y lo colocó sobre el banco; se remangó los brazos, vertió suavemente el agua en el suelo, y enseguida entró a la cocina y empezó a restregarse vigorosamente con la toalla que estaba tras de la puerta. Pero Mary se la quitó y le dijo:
—¿No te da vergüenza, Tom? No seas tan malo. No tengas miedo al agua.
Tom se quedó un tanto desconcertado. Llenaron de nuevo la palangana, y esta vez Tom se inclinó sobre ella, sin acabar de decidirse; reuniendo ánimos, hizo una profunda aspiración y empezó. Cuando entró poco después a la cocina, con los ojos cerrados, buscando a tientas la toalla, un honroso testimonio de agua y burbujas de jabón le corría por la cara y goteaba en el suelo. Pero cuando salió, la luz de entre la toalla aún no estaba aceptable, pues el territorio limpio terminaba de pronto en la barbilla y las mandíbulas, como un antifaz y más allá de esa línea había una oscura extensión de terreno de secano que corría hacia abajo por el frente y hacia atrás, dando la vuelta al pescuezo. Mary lo tomó por su cuenta, y cuando acabó con él, era un hombre nuevo y un semejante, sin distinción de color, y el pelo empapado estaba cuidadosamente cepillado, y sus cortos rizos ordenados para producir un general efecto simétrico y coquetón (a solas, se alisaba los rizos con gran dificultad y trabajo, y se dejaba el pelo pegado a la cabeza porque pensaba que los rizos eran cosa afeminada y los suyos le amargaban la existencia). Mary sacó después un traje que Tom sólo se había puesto los domingos durante dos años. Le llamaban “el otro traje”, y por ello podemos deducir lo sucinto de su guardarropa. La muchacha “le dio un repaso” después de que él se vistió; le abotonó la chaqueta hasta la barbilla, le volvió el ancho cuello de la camisa sobre los hombros, le coronó la cabeza, después de cepillarlo, con un sombrero de paja moteado. Parecía, después, mejorado y atrozmente incómodo; y no lo estaba menos de lo que parecía, pues había en el traje completo y en la limpieza una sujeción y entorpecimiento que lo atormentaban. Tenía la esperanza de que Mary no se acordaría de los zapatos, pero resultó fallida; se los untó concienzudamente con una capa de sebo, según era el uso, y se los presentó.
Tom perdió la paciencia y protestó de que siempre le obligaban a hacer lo que no quería. Pero Mary le dijo, persuasiva:
—Anda, Tom, sé un buen chico.
Y Tom se los puso, gruñendo. Mary se arregló enseguida, y los tres niños marcharon a la escuela dominical, lugar que Tom aborrecía con toda su alma, pero a Sid y a Mary les gustaba.
Las horas de esa escuela eran de nueve a diez y media, y después seguía el oficio religioso. Dos de los niños se quedaban siempre, voluntariamente, al sermón, y el otro siempre se quedaba también... por razones más contundentes. Los asientos, sin tapizar y altos de respaldo, de la iglesia podrían acomodar unas trescientas personas; el edificio era pequeño e insignificante, con una especie de cucurucho de tablas puesto por montera, a manera de campanario. Al llegar a la puerta, Tom se echó un paso atrás y abordó a un compinche también endomingado.
—Oye, Bill, ¿tienes un vale amarillo? —Sí.
—¿Qué quieres por él?
—¿Qué me das?
—Un cacho de regaliz y un anzuelo.
—Enséñalos.
Tom los presentó. Eran aceptables, y las pertenencias cambiaron de mano. Después hizo el cambalache de un par de canicas por tres vales rojos, y de otras cosillas por dos azules. Salió al encuentro de otros muchachos, según iban llegando, y durante un cuarto de hora siguió comprando vales de diversos colores.
Entró a la iglesia, al fin, con un enjambre de chicos y chicas, limpios y ruidosos; se fue a su silla e inició una riña con el primer muchacho que encontró a mano. El maestro, hombre grave, ya entrado en años, intervino; después volvió la espalda un momento, y Tom tiró del pelo al rapaz que tenía delante, y ya estaba absorto en la lectura de su libro cuando la víctima miró hacia atrás; pinchó a un tercero con un alfiler, para oírlo chillar, y se llevó nueva reprimenda del maestro. Durante todas las clases, Tom era siempre el mismo: inquieto, ruidoso y pendenciero. Cuando llegó el momento de dar las lecciones, ninguno se las sabía bien y había que irlas apuntando durante todo el trayecto. Sin embargo, fueron saliendo trabajosamente del paso, y a cada uno se le recompensaba con vales azules, en los que estaban impresos pasajes de las Escrituras.
Cada vale azul era el precio de recitar dos versículos; diez vales azules equivalían a uno rojo, y podían cambiarse por uno de éstos; diez rojos equivalían a uno amarillo, y por diez vales amarillos el superintendente regalaba una Biblia, modestamente encuadernada (valía cuarenta centavos en aquellos tiempos felices), al alumno. ¿Cuántos de mis lectores hubieran tenido laboriosidad y constancia para aprenderse de memoria dos mil versículos, ni aun por una Biblia de las ilustradas por Doré? Y sin embargo, María había ganado dos de esa manera: fue la paciente labor de dos años; y un muchacho de estirpe germánica había conquistado cuatro o cinco. Una vez recitó tres mil versículos sin detenerse, pero sus facultades mentales no pudieron soportar tal esfuerzo y se convirtió en un idiota, o poco menos, desde aquel día; dolorosa pérdida para la escuela, pues en las ocasiones solemnes, y delante de compañía, el superintendente sacaba siempre a aquel chico y (como decía Tom) “le abría la espita”. Sólo los alumnos mayorcitos llegaban a conservar los vales y a persistir en la tediosa labor bastante tiempo para lograr una Biblia; y por eso la entrega de uno de estos premios era un raro y notable acontecimiento. El alumno premiado era un personaje tan glorioso y conspicuo por aquel día, que en el acto se encendía en el pecho de cada escolar una ardiente emulación, que solía durar un par de semanas. Es posible que el estómago mental de Tom nunca hubiera sentido verdadera hambre de uno de esos premios, pero no hay duda de que de mucho tiempo atrás había anhelado con toda su alma el éclat que traía consigo.
Al llegar el momento preciso el superintendente se colocó de pie frente al púlpito, teniendo en la mano un libro de himnos cerrado y el dedo índice inserto entre sus hojas, y reclamó silencio. Cuando un superintendente de escuela dominical pronuncia su acostumbrado discursito, un libro de himnos en la mano es tan necesario como el inevitable papel de música en la de un cantor que avanza hasta las candilejas para ejecutar un solo, aunque el porqué sea un misterio, puesto que ni el libro ni el papel son nunca consultados por el paciente. Este superintendente era un ser enjuto, de unos treinta y cinco años, con una sotabarba de estopa y pelo