Las aventuras de Tom Sawyer. Mark Twain

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Название Las aventuras de Tom Sawyer
Автор произведения Mark Twain
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074570298



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      —Thomas Sawyer, señor.

      —¡Muy bien! Así hacen los chicos buenos. ¡Buen muchacho! ¡Un hombrecito de provecho! Dos mil versículos son muchos, muchísimos. Y nunca te arrepentirás del trabajo que te costó aprenderlos, pues el saber es lo que más vale en el mundo; él es el que hace los grandes hombres y los hombres buenos. Tú serás algún día un hombre grande y virtuoso, Thomas, y entonces mirarás hacia atrás y has de decir: “Todo se lo debo a las ventajas de la inapreciable escuela dominical en mi niñez; todo se lo debo a mis queridos profesores, quien me enseñaron a estudiar; todo se lo debo al buen superintendente, que me alentó y se interesó por mí y me regaló una magnífica y lujosa Biblia para mí solo. ¡Todo se lo debo a haber sido bien educado!”. Eso dirás, Thomas, y por todo el oro del mundo no darías esos dos mil versículos. No, no los darías.Y ahora ¿querrás decirnos a esta señora y a mí algo de lo que sabes? Ya sé que nos lo dirás, porque a nosotros nos enorgullecen los niños estudiosos. Seguramente sabes los nombres de los doce discípulos. ¿No quieres decirnos cómo se llamaban los dos primeros que fueron elegidos?

      Tom se estaba tirando de un botón, con aire borreguil. Se ruborizó y bajó los ojos: el señor Walters empezó a trasudar, diciéndose a sí mismo: “No es posible que el muchacho conteste a la menor pregunta... ¡En qué hora se le ha ocurrido al juez examinarlo”. Sin embargo, se creyó obligado a intervenir, y dijo:

      —Contesta a este señor, Thomas. No tengas miedo. Tom continuó mudo.

      —Me lo va a decir a mí —dijo la señora—. Los nombres de los primeros discípulos fueron... —¡David y Goliat!

      Dejemos caer un velo compasivo sobre el resto de la escena.

      V

      A eso de las diez y media la campana de la iglesita empezó a tañer con voz cascada, y la gente fue acudiendo para el sermón matinal. Los niños de la escuela dominical se distribuyeron por toda la iglesia, sentándose junto a sus padres, para estar bajo su vigilancia. Llegó tía Polly, y Tom, Sid y Mary se sentaron a su lado. Tom fue colocado del lado de la nave para que estuviera todo lo lejos posible de la ventana abierta y de las seductoras perspectivas del campo en un día de verano. La multitud iba llenando la iglesia: el administrador de Correos, un viejecito venido a menos y que había conocido tiempos mejores; el alcalde y su mujer —pues tenían allí alcalde, entre las cosas necesarias—; el juez de paz. Después entró la viuda de Douglas, guapa, elegante, cuarentona, generosa, de excelente corazón y rica, cuya casa en el monte era el único palacio de los alrededores, y ella la persona más hospitalaria y desprendida para dar fiestas de las que San Petersburgo se podía envanecer; el encorvado y venerable comandante Ward y su esposa; el abogado Riverson, nueva notabilidad en el pueblo. Entró después la más famosa belleza local, seguida de una escolta de juveniles tenorios vestidos de dril y muy peripuestos; siguieron todos los horteras del pueblo, en corporación, pues habían estado en el vestíbulo chupando los puños de sus bastones y formando un muro circular de caras bobas, sonrientes, acicaladas y admirativas, hasta que la última muchacha cruzó bajo sus baterías; y detrás de todos, el niño modelo, Willie Mufferson, acompañando a su madre con tan exquisito cuidado como si fuera de cristal de Bohemia. Siempre llevaba a su madre a la iglesia, y era el encanto de las matronas. Todos los muchachos lo aborrecían, a tal punto era bueno; además, porque a cada uno se lo habían “echado en cara” mil veces. La punta del blanquísimo pañuelo le colgaba del bolsillo como por casualidad. Tom no tenía pañuelo, y consideraba a todos los chicos que lo usaban como unos cursis.

      Reunidos ya los fieles, tocó una vez más la campana para estimular a los rezagados y remolones, y se hizo un solemne silencio en toda la iglesia, sólo interrumpido por las risitas contenidas y los cuchicheos del coro, allá en la galería. El coro siempre se reía y cuchicheaba durante el servicio religioso. Hubo una vez un coro de iglesia que no era mal educado, pero se me ha olvidado en dónde.Ya hace de ello muchísimos años y apenas puedo recordar nada sobre el caso, pero creo que debió de ser en el extranjero. El pastor indicó el himno que se iba a cantar, y lo leyó deleitándose en ello, con un raro estilo, pero muy admirado en aquella parte del país. La voz comenzaba con un tono medio, y se iba alzando, alzando, hasta llegar a un cierto punto; allí recalcaba con recio énfasis la palabra que quedaba en la cúspide y se hundía de pronto como desde un trampolín:

      ¿He de llegar yo a los cielos pisando nardos y rosas mientras otros van luchando entre mares borrascosos?

      Se le tenía por un pasmoso lector. En las “fiestas de sociedad” que se celebraban en la iglesia se le pedía siempre que leyera versos; y cuando estaba en la faena, las señoras levantaban las manos y las dejaban caer desmayadamente en la falda, y cerraban los ojos y sacudían las cabezas como diciendo: “Es indecible, es demasiado hermoso; ¡demasiado hermoso para este mísero mundo!”.

      Después del himno, el reverendo señor Sprague se trocó a sí mismo en un tablón de anuncios y empezó a leer avisos de mítines y de reuniones y cosas diversas, de tal modo que parecía que la lista iba a estirarse hasta el día del juicio; extraordinaria costumbre que aún se conserva en América, hasta en las mismas ciudades, aun en esta edad de abundantes periódicos. Ocurre a menudo que cuanto menos justificada está una costumbre tradicional, más trabajo cuesta desarraigarla.

      Y después el pastor oró. Fue una plegaria de las buenas, generosa y detalladora: pidió por la iglesia y por los hijos de la iglesia; por las demás iglesias del pueblo; por el propio pueblo, por el condado, por el Estado, por los funcionarios del Estado; por Estados Unidos; por las iglesias de Estados Unidos; por el Congreso; por el presidente; por los empleados del Gobierno; por los pobres navegantes, en tribulación en el proceloso mar; por los millones de oprimidos que gimen bajo el talón de las monarquías europeas y de los déspotas orientales; por los que tienen ojos y no ven, y oídos y no oyen; por los idólatras en las lejanas islas del mar; y acabó con una súplica de que las palabras que iba a pronunciar fueran recibidas con agrado y fervor y cayeran como semilla en tierra fértil, dando abundante cosecha de bienes. Amén. Hubo un movimiento general, rumor de faldas, y la congregación, que había permanecido de pie, se sentó. El muchacho, cuyos hechos se relatan en este libro, no saboreó la plegaria; no hizo más que soportarla, si es que llegó a tanto. Mientras duró, estuvo inquieto; llevó cuenta de los detalles, inconscientemente —pues no escuchaba, pero se sabía el terreno de antiguo y la senda que de ordinario seguía el cura por él—, y cuando se injertaba en la oración la menor añadidura, su oído la descubría y todo su ser se rebelaba con ello. Consideraba las adiciones como trampas y picardías. Hacia la mitad del rezo se posó una mosca en el respaldo del banco que estaba sentado delante del suyo, y le torturó el espíritu frotándose con toda calma las patitas delanteras; abrazándose con ellas la cabeza y cepillándola con tal vigor que parecía que estaba a punto de arrancarla del cuerpo, dejando ver el tenue hilito del pescuezo; restregándose las alas con las patas de atrás y amoldándolas al cuerpo como si fueran los faldones de un chaquét puliéndose y acicalándose con tanta tranquilidad como si se diera cuenta de que estaba perfectamente segura. Y así era en verdad, pues aunque Tom sentía en las manos una irresistible comezón de atraparla, no se atrevía: creía de todo corazón que sería instantáneamente aniquilado si hacía tal cosa en plena oración. Pero al llegar la última frase empezó a ahuecar la mano y a adelantarla con cautela, y en el mismo instante de decirse el “amén” la mosca era un prisionero de guerra. La tía lo vio y lo obligó a soltarla. El pastor citó el texto sobre el que iba a versar el sermón, y prosiguió con monótono zumbido de moscardón, a lo largo de una homilía tan apelmazada que a poco muchos fieles empezaron a dar cabezadas; y sin embargo, en el sermón se trataba de infinito fuego y llamas sulfurosas, y se dejaban reducidos los electos y predestinados a un grupo tan escaso que casi no valía la pena salvarlos. Tom contó las páginas del sermón; al salir de la iglesia siempre sabía cuántas habían sido, pero casi nunca sabía nada más acerca del discurso. Sin embargo, esta vez hubo un momento en que llegó a interesarse de veras. El pastor trazó un cuadro solemne y emocionante de la reunión de todas las almas de este