Las aventuras de Tom Sawyer. Mark Twain

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Название Las aventuras de Tom Sawyer
Автор произведения Mark Twain
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074570298



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El muchacho, cuyos hechos se relatan en este libro, no saboreó la plegaria; no hizo más que soportarla, si es que llegó a tanto. Mientras duró, estuvo inquieto; llevó cuenta de los detalles, inconscientemente —pues no escuchaba, pero se sabía el terreno de antiguo y la senda que de ordinario seguía el cura por él—, y cuando se injertaba en la oración la menor añadidura, su oído la descubría y todo su ser se rebelaba con ello. Consideraba las adiciones como trampas y picardías. Hacia la mitad del rezo se posó una mosca en el respaldo del banco que estaba sentado delante del suyo, y le torturó el espíritu frotándose con toda calma las patitas delanteras; abrazándose con ellas la cabeza y cepillándola con tal vigor que parecía que estaba a punto de arrancarla del cuerpo, dejando ver el tenue hilito del pescuezo; restregándose las alas con las patas de atrás y amoldándolas al cuerpo como si fueran los faldones de un chaquét puliéndose y acicalándose con tanta tranquilidad como si se diera cuenta de que estaba perfectamente segura. Y así era en verdad, pues aunque Tom sentía en las manos una irresistible comezón de atraparla, no se atrevía: creía de todo corazón que sería instantáneamente aniquilado si hacía tal cosa en plena oración. Pero al llegar la última frase empezó a ahuecar la mano y a adelantarla con cautela, y en el mismo instante de decirse el “amén” la mosca era un prisionero de guerra. La tía lo vio y lo obligó a soltarla. El pastor citó el texto sobre el que iba a versar el sermón, y prosiguió con monótono zumbido de moscardón, a lo largo de una homilía tan apelmazada que a poco muchos fieles empezaron a dar cabezadas; y sin embargo, en el sermón se trataba de infinito fuego y llamas sulfurosas, y se dejaban reducidos los electos y predestinados a un grupo tan escaso que casi no valía la pena salvarlos. Tom contó las páginas del sermón; al salir de la iglesia siempre sabía cuántas habían sido, pero casi nunca sabía nada más acerca del discurso. Sin embargo, esta vez hubo un momento en que llegó a interesarse de veras. El pastor trazó un cuadro solemne y emocionante de la reunión de todas las almas de este mundo en el milenio, cuando el león y el cordero yacerían juntos y un niño pequeño los conduciría. Pero lo patético, lo ejemplar, la moraleja del gran espectáculo pasaron inadvertidos para el rapaz, sólo pensó en el conspicuo papel del protagonista y en lo que se luciría a los ojos de todas las naciones; se le iluminó la faz con tal pensamiento y se dijo a sí mismo todo lo que daría por poder ser él aquel niño, si el león estaba domado. Después volvió a caer en abrumador sufrimiento cuando el sermón siguió su curso. Se acordó de pronto de que tenía un tesoro, y lo sacó. Era un voluminoso insecto negro, una especie de escarabajo con formidables mandíbulas: un “pellizquero”, según él lo llamaba. Estaba encerrado en una caja de pistones. Lo primero que hizo el escarabajo fue morderlo de un dedo. Siguió un instintivo papirotazo; el escarabajo cayó dando tumbos en medio de la nave y se quedó panza arriba, y el dedo herido fue, no menos rápido, a la boca de su dueño. El animalito se quedó allí, forcejeando inútilmente con las patas, incapaz de dar la vuelta. Tom no apartaba de él la mirada, con ansia de recogerlo, pero estaba a salvo, lejos de su alcance.

      Otras personas, aburridas del sermón, encontraron alivio en el escarabajo y también se quedaron mirándolo.

      En aquel momento un perro lanudo, errante, llegó con aire desocupado, amodorrado con la pesadez y el calor de la canícula, fatigado de la cautividad, suspirando por un cambio de sensaciones. Descubrió el escarabajo; el rabo colgante se irguió y se cimbreó en el aire. Examinó la presa, dio una vuelta en derredor; la olfateó desde una prudente distancia; volvió a dar otra vuelta en torno, se envalentonó y la olió de más cerca; después enseñó los dientes y le tiró una dentellada tímida, sin dar en el blanco; le tiró otra embestida y después otra; la cosa empezó a divertirle. Se tendió sobre el estómago, con el escarabajo entre las zarpas, y continuó sus experimentos; empezó a sentirse cansado, y después, indiferente y distraído, comenzó a dar cabezadas de sueño, y poco a poco el hocico fue bajando y tocó a su enemigo, el cual lo agarró en el acto.

      Hubo un aullido estridente, una violenta sacudida de la cabeza del perro, y el escarabajo fue a caer un par de varas más adelante, y aterrizó como la otra vez, de espaldas. Los espectadores vecinos se agitaron con un suave regocijo interior; varias caras se ocultaron tras los abanicos y pañuelos, y Tom estaba en la cúspide de la felicidad. El perro parecía desconcertado, y probablemente lo estaba, pero tenía además resentimiento en el corazón y sed de venganza. Se fue, pues, al escarabajo, y de nuevo emprendió contra él un cauteloso ataque, dando saltos en su dirección desde todos los puntos del compás, cayendo con las manos a menos de una pulgada del bicho, tirándole dentelladas cada vez más cercanas y sacudiendo la cabeza hasta que las orejas lo abofeteaban. Pero se cansó, una vez más, al poco rato; trató de solazarse con una mosca, pero no halló consuelo. Siguió a una hormiga, dando vueltas con la nariz pegada al suelo, y también de eso se cansó enseguida. Bostezó, suspiró, se olvidó por completo del escarabajo... ¡y se sentó encima de él! Se oyó entonces un desgarrador alarido de agonía, y el perro salió disparado por la nave adelante; los aullidos se precipitaban, y el perro también. Cruzó la iglesia frente al altar, y volvió, raudo, por la otra nave; cruzó frente a las puertas. Sus clamores llenaban la iglesia entera; sus angustias crecían al compás de su velocidad, hasta que ya no era más que un lanoso cometa, lanzado en su órbita con el relampagueo y la velocidad de la luz. Al fin, el enloquecido mártir se desvió de su trayectoria y saltó al regazo de su dueño; éste lo echó por la ventana, y el alarido de pena fue haciéndose más débil por momentos y murió en la distancia.

      Para entonces la concurrencia tenía las caras enrojecidas y se atosigaba con reprimida risa, y el sermón se había atascado, sin poder seguir adelante. Se reanudó enseguida, pero avanzó claudicante y a empujones, porque se había acabado toda posibilidad de producir impresión, pues los más graves pensamientos eran constantemente recibidos con alguna ahogada explosión de profano regocijo, a cubierto del respaldo de algún banco lejano, como si el pobre párroco hubiera dicho alguna gracia excesivamente salpimentada.Y todos sintieron como un alivio cuando el trance llegó a su fin y el cura echó la bendición.

      Tom fue a casa contentísimo, pensando que había un cierto agrado en el servicio religioso cuando se intercalaba en él un poco de variedad. Sólo había una nube en su dicha: se avenía a que el perro jugara con el “pellizquero”, pero no consideraba decente y recto que se lo hubiera llevado consigo.

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