Las aventuras de Tom Sawyer. Mark Twain

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Название Las aventuras de Tom Sawyer
Автор произведения Mark Twain
Жанр Языкознание
Серия Clásicos
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786074570298



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ser. No, Ben, no me lo pidas; tengo miedo... —¡Te la doy toda!

      Tom le entregó la brocha, con desgano en el semblante y con entusiasmo en el corazón.Y mientras el antiguo vapor Gran Misuri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí, cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó el degüello de los más inocentes. No escaseó el material, a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar.

      Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un bramante para hacerla girar. Así siguió y siguió hora tras hora.Y cuando avanzó la tarde, Tom, quien por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas que he mencionado, doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada. Había, entretanto, pasado una tarde deliciosa, en la holganza, con abundante y grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de cal! De no habérsele agotado la existencia de lechada habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del lugar.

      Tom se decía que, después de todo, el mundo no era un páramo. Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir. Si hubiera sido un eximio y agudo filósofo, como el autor de este libro, hubiera comprendido entonces que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, sea lo que sea, y que el juego consiste en aquello a lo que no se nos obliga.Y esto le ayudaría a entender por qué confeccionar flores artificiales o andar en la rueda es trabajo, mientras que jugar a los bolos o escalar el MontBlanc no es más que divertimiento. Hay en Inglaterra caballeros opulentos que durante el verano guían las diligencias de cuatro caballos y hacen el servicio diario de veinte o treinta millas porque hacerlo les cuesta mucho dinero, pero si se les ofreciera un salario por su tarea, eso la convertiría en trabajo, y entonces dimitirían.

      III

      Tom se presentó a su tía, quien estaba sentada junto a la ventana, abierta de par en par, en un alegre cuartito en la parte trasera de la casa, el cual servía a la vez de alcoba, comedor y despacho. La tibieza del aire estival, el olor de las flores y el zumbido adormecedor de las abejas habían producido su efecto, y la anciana estaba dando cabezadas sobre el tejido pues no tenía otra compañía que la del gato, y éste se hallaba dormido sobre su falda. Estaba tan segura de que Tom habría ya desertado de su trabajo hacía mucho rato que se sorprendió de verlo entregarse así, con tal intrepidez, en sus manos. Él dijo:

      —¿Me puedo ir a jugar, tía?

      —¡Qué! ¿Tan pronto? ¿Cuánto has encalado?

      —Ya está todo, tía.

      —Tom, no me mientas. No lo puedo sufrir.

      —No miento, tía, ya está todo hecho.

      La tía Polly confiaba poco en tal testimonio. Salió a ver por sí misma, y se hubiera dado por satisfecha con haber encontrado un veinticinco por ciento de verdad en lo afirmado por Tom. Cuando vio toda la cerca encalada, y no sólo encalada, sino también primorosamente reposada con varias manos de yeso, y hasta con una franja de añadidura en el suelo, su asombro no podía expresarse en palabras.

      —¡Alabado sea Dios! —dijo—. ¡Nunca lo creiría! No se puede negar, sabes trabajar cuando te lo propones.

      Y después añadió, aguando el elogio: —Pero te lo propones rara vez, la verdad sea dicha. Bueno, anda a jugar, pero acuérdate y no tardes una semana en volver, porque te voy a dar una golpiza.

      Tan emocionada estaba por la brillante hazaña de su sobrino que lo llevó a la despensa, escogió la mejor manzana y se la entregó, junto con una edificante disertación sobre el gran valor y el gusto especial que adquieren los dones cuando nos vienen no por pecaminosos medios, sino por nuestro propio virtuoso esfuerzo.Y mientras terminaba con un oportuno latiguillo bíblico,Tom le escamoteó una rosquilla.

      Después se fue dando saltos, y vio a Sid en el momento en que empezaba a subir la escalera exterior que conducía a las habitaciones altas, por detrás de la casa. Había abundancia de terrones de tierra a mano, y el aire se llenó de ellos en un segundo. Zumbaban en torno de Sid como una granizada, y antes de que tía Polly pudiera volver de su sorpresa y acudir en socorro, seis o siete pedazos habían producido efecto sobre la persona de Sid y Tom había saltado la cerca y desaparecido. Había allí una puerta, pero a Tom, por regla general, le escaseaba el tiempo para poder usarla. Sintió descender la paz sobre su espíritu una vez que ya había ajustado cuentas con Sid por haber descubierto lo del hilo, poniéndolo en dificultades.

      Dio la vuelta a toda la manzana y fue a parar a una callejuela fangosa, por detrás del establo donde su tía tenía las vacas.Ya estaba fuera de todo peligro de captura y castigo, y se encaminó apresurado hacia la plaza pública del pueblo, donde dos grupos de chicos se habían reunido para librar una batalla, según tenían convenido. Tom era general de uno de los dos ejércitos; Joe Harper (un amigo del alma), general del otro. Estos eximios caudillos no descendían hasta luchar personalmente —eso se quedaba para las pequeñeces—, sino que se sentaban mano a mano en una eminencia y desde allí conducían las marciales operaciones dando órdenes que transmitían sus ayudantes de campo. El ejército de Tom ganó una gran victoria tras rudo y tenaz combate. Después se contaron los muertos, se canjearon prisioneros y se acordaron los términos del próximo desacuerdo; y hecho esto, los dos ejércitos formaron y se fueron, y Tom se regresó solo hacia su morada.

      Al pasar junto a la casa donde vivía Jeff Thatcher vio en el jardín a una niña desconocida, una linda criaturita de ojos azules, con el pelo rubio peinado en dos largas trenzas, delantal blanco de verano y pantalón con puntillas. El héroe, recién coronado de laureles, cayó sin disparar un tiro. Una cierta Amy Lawrence se disipó en su corazón y no dejó ni un recuerdo detrás. Se había creído locamente enamorado, le había parecido su pasión, un fervoroso culto, y he aquí que no era más que una trivial y efímera debilidad.

      Había dedicado meses a su conquista, apenas hacía una semana que ella se había rendido, él había sido durante siete breves días el más feliz y orgulloso de los chicos; y allí, en un instante, la había despedido de su pecho sin un adiós.

      Adoró a esta repentina y seráfica aparición con furtivas miradas hasta que notó que ella lo había visto; fingió entonces que no había advertido su presencia y empezó “a presumir” haciendo toda suerte de absurdas a infantiles habilidades para ganarse su admiración. Continuó por un rato la grotesca exhibición, pero al poco tiempo, y mientras realizaba ciertos ejercicios gimnásticos arriesgadísimos, vio con el rabillo del ojo que la niña se dirigía hacia la casa. Tom se acercó a la valla y se apoyó en ella, afligido, con la esperanza de que aún se detendría un rato. Ella se paró un momento en los escalones y avanzó hacia la puerta. Tom lanzó un hondo suspiro al verla poner el pie en el umbral, pero su faz se iluminó de pronto, pues la niña arrojó un pensamiento por encima de la valla, antes de desaparecer. El rapaz echó a correr y dobló la esquina, deteniéndose a corta distancia de la flor; y entonces se entoldó los ojos con la mano y empezó a mirar calle abajo, como si hubiera descubierto en aquella dirección algo de gran interés. Después recogió una paja del suelo y trató de sostenerla en equilibrio sobre la punta de la nariz, echando hacia atrás la cabeza; y mientras se movía de aquí para allá, para sostener la paja, se fue acercando más y más al pensamiento, y al cabo le puso encima su pie desnudo, lo agarró con prensiles dedos, se fue con él renqueando y desapareció tras de la esquina. Pero nada más que por un instante, el preciso para colocarse la flor en