Название | Las aventuras de Tom Sawyer |
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Автор произведения | Mark Twain |
Жанр | Языкознание |
Серия | Clásicos |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786074570298 |
—Pues mire usted, yo diría que el cuello estaba cosido con hilo blanco y ahora es negro.
—¡Cierto que lo cosí con hilo blanco! ¡Tom!
Pero Tom no esperó el final. Al escapar gritó desde la puerta:
—Siddy, buena golpiza te va a costar.
Ya en lugar seguro, sacó dos largas agujas que llevaba clavadas debajo de la solapa. En una había enrollado hilo negro, y en la otra blanco.
“Si no es por Sid, no lo descubre. Unas veces lo cose con blanco y otras con negro. ¡Por qué no se decidirá de una vez por uno o por otro! Así no hay quien lleve la cuenta. Pero Sid, me las ha de pagar”.
No era el niño modelo del lugar. Al niño modelo lo conocía de sobra, y lo detestaba con toda su alma.
Aún no habían pasado dos minutos cuando ya había olvidado sus cuitas y pesadumbres. No porque fueran ni una pizca menos graves y amargas de lo que son para los hombres las de la edad madura, sino porque un nuevo y absorbente interés las redujo a la nada y las apartó por entonces de su pensamiento, del mismo modo como las desgracias de los mayores se olvidan en el anhelo y la excitación de nuevas empresas. Este nuevo interés era cierta inapreciable novedad en el arte de silbar, en la que acababa de adiestrarlo un negro, y que ansiaba practicar a solas y tranquilo. Consistía en ciertas variaciones a estilo de trino de pájaro, una especie de líquido gorjeo que resultaba de hacer vibrar la lengua contra el paladar y que se intercalaba en la silbante melodía. Probablemente el lector recuerda cómo se hace, si es que ha sido muchacho alguna vez. La aplicación y la perseverancia pronto lo hicieron dar en el quid y echó a andar calle adelante con la boca rebosando armonías y el alma llena de regocijo. Sentía lo mismo que experimenta el astrónomo al descubrir una nueva estrella. No hay duda de que, en cuanto a lo intenso, hondo y acendrado del placer, la ventaja estaba del lado del muchacho, no del astrónomo.
Los crepúsculos caniculares eran largos. Aún no era de noche. De pronto, Tom suspendió el silbido: un forastero estaba ante él, un muchacho que apenas le llevaba un dedo de ventaja en la estatura. Un recién llegado, de cualquier edad o sexo, era una curiosidad emocionante en el pobre lugarejo de San Petersburgo.
El chico, además, estaba bien trajeado, y eso en un día no festivo. Esto resultaba simplemente asombroso. El sombrero era coquetón; la chaqueta, de paño azul, nueva, bien cortada y elegante; y a igual altura estaban los pantalones. Tenía puestos los zapatos, aunque no era más que viernes. Hasta llevaba corbata: una cinta de colores vivos. En toda su persona había un aire de ciudad que le dolía a Tom como una injuria. Cuanto más contemplaba aquella esplendorosa maravilla, más alzaba en el aire la nariz con un gesto de desdén por aquellas galas, y más rota y desastrada le iba pareciendo su propia vestimenta. Ninguno de los dos hablaba. Si uno se movía, se movía el otro, pero sólo de costado, haciendo rueda. Seguían cara a cara y mirándose a los ojos sin pestañear. Al fin, Tom dijo:
—Yo podría contigo
—Pues anda y haz la prueba.
—Pues sí que podría.
—¡A que no!
—¡A que sí!
—¡A que no!
Siguió una pausa embarazosa. Después prosiguió Tom: —Y tú, ¿cómo te llamas?
—¿Y a ti qué te importa?
—Pues si me da la gana vas a ver que sí me importa. —¿Pues por qué no te atreves?
—Como hables mucho lo vas a ver.
—¡Mucho, mucho, mucho!
—Tú te crees muy gracioso, pero con una mano atada te podría dar una tunda si quisiera.
—Si tanto dices que puedes, ¿por qué no me la das? —¡Lo haré si sigues retándome!
—Pues atrévete.
—Lo que eres tú es un mentiroso.
—Eso lo serás tú.
—Como me digas esas cosas agarro una piedra y te la estrello en la cabeza.
—¡A que no!
—Lo que tú tienes es miedo.
—Más tienes tú.
Otra pausa, y más miradas, y más vueltas alrededor.
Después empezaron a empujarse hombro con hombro. —Vete de aquí —dijo Tom.
—Vete tú —contestó el otro.
—No quiero.
—Pues yo tampoco.
Y así siguieron, cada uno apoyado en una pierna como en un puntal, y los dos empujando con toda su alma y lanzándose furibundas miradas. Pero ninguno sacaba ventaja. Después de forcejear hasta que ambos se pusieron encendidos y arrebatados, los dos cedieron en el empuje, con desconfiada cautela, y Tom dijo:
—Tú eres un miedoso y un cobarde. Voy a decírselo a mi hermano grande, que te puede deshacer con el dedo meñique.
—¡Pues sí que me importa tu hermano! Tengo uno mayor que el tuyo y que si lo agarra lo tira por encima de esa cerca. (Ambos hermanos eran imaginarios.)
—Eso es mentira.
—¡Porque tú lo digas no se hace mentira!
Tom hizo una raya en el polvo con el dedo gordo del pie y dijo:
—Atrévete a pasar de aquí y soy capaz de pegarte hasta que no te puedas parar. El que se atreva se la gana.
El recién llegado traspasó enseguida la raya y dijo:
Ya está: a ver si haces lo que dices.
—No me vengas con esas cosas; deberías tener cuidado. —Bueno, pues ¡a que no lo haces!
—¡A que sí! Por dos centavos lo haría.
El recién venido sacó dos centavos del bolsillo y se los alargó burlonamente. Tom los tiró contra el suelo.
En el mismo instante rodaron los dos chicos, revolcándose en la tierra, agarrados como dos gatos, y durante un minuto forcejearon asiéndose del pelo y de las ropas, se golpearon y arañaron las narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión tomó forma, a través de la polvareda de la batalla, apareció Tom sentado a horcajadas sobre el forastero y moliéndolo a puñetazos.
—¡Date por vencido!
El forastero no hacía sino luchar para liberarse. Estaba llorando, sobre todo de rabia.
—¡Date por vencido! —y siguió el machacamiento.
Al fin el forastero balbuceó un “me doy”, y Tom lo dejó levantarse y dijo:
—Eso, para que aprendas. Otra vez ten ojo con quién te metes.
El vencido se marchó sacudiéndose el polvo de la ropa, entre hipos y sollozos, y de cuando en cuando se volvía moviendo la cabeza y amenazando a Tom con lo que le iba a hacer “la primera vez que lo sorprendiera”. A lo cual Tom respondió con mofa, y se echó a andar con orgullo. Pero tan pronto volvió la espalda, su contrario levantó una piedra y se la arrojó, dándole en mitad de la espalda, y enseguida se volteó y corrió como un antílope. Tom persiguió al traidor hasta su casa, y así supo dónde vivía. Tomó posiciones por algún tiempo junto a la puerta del jardín y desafió a su enemigo a salir a campo abierto, pero el enemigo se contentó con sacarle la lengua y hacerle muecas detrás de la vidriera. Al fin apareció la madre del forastero y llamó a Tom malo, bribón y ordinario, ordenándole que se largara de allí. Tom se fue, pero no sin prometer antes que aquel chico se las pagaría.
Llegó muy tarde a casa aquella noche, y al encaramarse cautelosamente