Название | Serendipia antémica |
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Автор произведения | Isabel Margarita Saieg |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789563384949 |
¿Es esto destino o mala suerte?
Además, no conozco a nadie llamado Dante. Podía ser cualquier chico del instituto.
¿Qué le respondo? ¿Cómo le respondo? ¿Debería responderle? ¿Y si me están tomando el pelo?
Me sentí mareada por un segundo. Algo me hacía creer que en realidad todo esto era una trampa de los Santana y quien había escrito la carta había sido Cris, pues la escritura era parecida a la suya, aunque no igual. La de Cris era un poco más cuadrada que la de la carta.
Pude haber dejado caer el digipak en la camioneta, pero eso era imposible. Tenía la mochila completamente cerrada cuando subí, y cuando la abrí me fijé que ya no estaba. Debió haber sido antes, no cabía duda, pero, ¿cuándo? Comencé a cuestionarme si después de meter la carta dentro del digipak la guardé en mi mochila o no, pero estaba muy segura de haberlo hecho.
Estaba sola en el pasillo. Ya todos habían entrado a sus respectivas clases, excepto yo. Le dije a la profesora de educación física que tenía una lesión en el cuello para que me dejara no ejercitar. Entonces recordé que Jazz estaba en clase de lengua, y supuse que no le importaría salir unos minutos para ayudarme a aclarar las cosas.
Le marqué, pero no contestó. Después de veinte segundos, la vi salir de una de las aulas al final del pasillo. Iba a llamarme, pero luego me vio. Caminé hacia ella a paso acelerado.
—Jazz, ¿me quieres explicar qué es esto? —pregunté, levantando el disco de Pink Floyd.
Jazz lo miró con curiosidad y familiaridad, como si supiese exactamente qué era y al mismo tiempo no tuviese idea.
—Un chico se hizo pasar por Theodore Loy y me pidió que te lo entregara. Dijo que era tuyo.
—¿Se hizo pasar? —pregunté, confundida.
—Sí. Conozco perfectamente a Theodore, y este chico no se parecía en nada. No puedo recordar su nombre, pero lo conozco. Es atleta, creo, y es muy alto y delgado.
No logré pensar en nadie. Jamás había hablado con nadie, ¿cómo podría recordarlos a todos?
—¿Cómo lucía? —pregunté.
—Bien vestido —empezó ella, pensando—, cabello negro, ojos oscuros, sonrisa de niño bonito, algo mediocre, si me preguntas a mí. Dudo logres pensar en alguien porque hay cientos de chicos como él aquí.
De hecho, sí me sonaba la descripción. Un chico llamado Tristán de tercer año. Lo recuerdo porque salió con Cris por mucho tiempo, pero Jazz lo conocía, así que no podía ser él.
Un momento...
Entonces caí en cuenta. Mi cuello comenzó a transpirar por el nerviosismo, pero me aliviaba encontrarle un poco más de sentido a todo. Lo encontraba muy creativo, pero al mismo tiempo tenía miedo. Le tenía miedo a él, a Cris, a Gabe y a las consecuencias de todo esto. Tomé aire y traté de ocultar los sentimientos que me atormentaban. Jazz no podía enterarse. Si lo hacía, no dudaría en contárselo a Gabe.
—Se llama Dante, creo —mentí. Necesitaba confirmar si mi deducción era correcta, porque la descripción que Jazz me había dado era muy general—. Tú eres miembro del consejo estudiantil, ¿conoces a alguien con ese nombre?
Su mirada felina me incomodaba, y ella lo sabía, por eso la intensificaba más y más. Al fin, pareció creer mis palabras y contestó, restándole importancia:
—Ubico a un chico en tu clase, pero no le dicen así. Supongo que Dante es su segundo nombre. Se apellida Carson... ¿Paris, quizás?
Lo sabía.
Me sentí extrañamente feliz porque fuese él y no otro. Quizás se debió a que después de nuestro encuentro en la bodega de la sala de arte había pasado mucho tiempo pensando en él y, además, porque Cris y Gabe definitivamente no estaban detrás de todo. Por primera vez, era en serio. No era una prueba, no era una lección, era una vía de escape.
—Puede ser. No sé. La verdad es irrelevante.
Jazz se encogió de hombros, giró hacia la puerta y volvió a entrar en el aula, dejándome sola en el pasillo. Caminé nuevamente hasta mi casillero para sacar mi cuaderno de arte, para la siguiente clase.
Aproveché de llegar temprano a la sala, así dejaría todo listo antes de que comenzara la clase. Paris estaría allí. Era una de las pocas asignaturas que teníamos juntos, si acaso no era la única. El problema era que había cuatro amigos de Gabe que tomaban arte con nosotros, así que no había forma de que pudiese hablar con él. Dudé en poder ingeniármelas, pero si lograba hacerlo de forma sutil, lo peor que podía pasarme era que no me entendiera.
Al abrir la puerta, me llevé una gran sorpresa. La pizarra estaba llena de apuntes, que supuse luego tendríamos que copiar. Caminé otro par de pasos para poder mirar mejor, y entonces lo vi: de pie junto a la pizarra se encontraba un chico con una sudadera gris. Estaba terminando de escribir. Al sentir el ruido de la puerta, giró la cabeza y me miró con detención.
Silencio.
Oh, esto tiene que ser una broma...
Capítulo 6
8 de octubre, 14:30.
ADELAIDE MELDEEN
—Hola, Mel —dijo Paris, sonriendo con curiosidad.
No dije nada. Paris hizo rodar los ojos y continuó con su trabajo. Comencé a leer parte de lo que ya había escrito:
Inventar frases creativas e inspiradoras para un proyecto de la clase de literatura en primaria.
Bajo esa información se encontraban los nombres de los alumnos de toda la clase de Arte sin orden específico. Alternados, al lado de los nombres había signos más y signos menos, como si fueran diálogos. Mi nombre se encontraba al principio, bajo el de Paris, con un signo menos. La frase junto al nombre de Paris ya estaba escrita.
Al leerla, se me paró el corazón.
¿Vas a dejar de sobrevivir para empezar a vivir?
Con eso confirmé que era él quien había escrito la carta. Sonreí para mí misma y me puse una mano en el cuello, rodeando el colgante de amatista que siempre llevo conmigo.
No sabía cómo manejar la situación. No sabía si decir algo, si irme o si sentarme e ignorar todo. Decidí avanzar lento hasta él.
Me miraba atentamente. Sus profundos ojos negros se me clavaban como cuchillos en la piel. Hice caso omiso a mi desconfianza y mi temor, me detuve a su lado, le arrebaté el marcador y, junto a mi nombre, escribí. Al terminar, lo miré. Parecía satisfecho y feliz. Procedí a sentarme en mi puesto habitual al otro lado de la sala.
Pasé el resto de la clase escribiendo una carta nueva, contestando, proponiendo, ideando y explicándole muchas cosas, también evitando otras varias. Incluso, ya que él lo había hecho, incluí un par de versos que escribí yo misma. Intenté recordar algún poema que hubiera leído. Uno de estos días iría a la librería para comprar un libro de poesía. Sería una de mis muchas alteraciones al maldito sistema Santana.
No le puse atención a lo que Paris le explicaba a los demás alumnos, pues yo ya sabía de qué se trataba todo. De vez en cuando oía un par de palabras sueltas sobre el tema. Recalcó que la idea era no hablar sobre la frase previamente, para que los sentimientos estuviesen en bruto y las palabras fuesen espontáneas.
—La coherencia no importa —decía—, lo importante es que se dejen llevar por lo que sienten y por lo que quieren transmitirles a las generaciones más jóvenes.