Serendipia antémica. Isabel Margarita Saieg

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Название Serendipia antémica
Автор произведения Isabel Margarita Saieg
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789563384949



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muy diferentes. La otra chica tenía los ojos claros, la tez blanca y de lejos parecía una cereza: dulce y rojiza, incluso quizás inocente. Al lado de ella, Mel se veía como una criminal o una drogadicta, que la verdad, no estaba muy lejos de ser lo que Santana quería que fuera.

      Las vi abrir sus casilleros, que quedaban justo uno al lado del otro: doscientos trece y doscientos catorce, de Mel y de la otra chica, respectivamente. Una vez que los identifiqué, desvié la mirada y fingí de nuevo revisar mensajes. En el entretanto, varias personas se me acercaron para saludarme: miembros del equipo de atletismo, compañeros de clase, una que otra chica, pero no podía prestarles atención. Solo quería que sonara el timbre para poder, por fin, dejarle el disco dentro del casillero. La espera se me hacía eterna.

      Cuando quedaban cerca de cinco minutos para la primera clase, vi a Theo acercándose a mí, con el rubio cabello escondido bajo un gorro de lana y una chaqueta negra que le cubría todo el cuerpo hasta la rodilla. Observé su expresión de disgusto incluso a metros de distancia, pues a pesar de que casi siempre es serio y pesimista, a veces puede ser muy expresivo.

      —La cara de enamorado no te la quita nadie, ¿eh, Carson?

      —Curiosidad —lo corregí.

      Hizo una mueca y no añadió nada más. Después de eso empezó a hablar de temas que no me interesaban. Lo único que me importaba era el ding dong del timbre cuando fueran las ocho, y los minutos que tendría que esperar después de eso. Respondía, sin pensar, a lo que Theo me decía, como si fuese un cómputo programado con anticipación. No sé si se dio cuenta de lo desviado que me encontraba, pero si lo hizo, lo ignoró por completo.

      Mi desesperación era tal que comencé a contar segundo por segundo. Se sentían como horas. Por un momento pensé que estaba a punto de perder la cabeza, pero el simple hecho de idear algo como eso significaba que estaba tan cuerdo como siempre. Solo eran pequeños instantes de pánico.

      Entonces escuché el timbre. Sonaba como una melodía perfecta, la libertad hecha canción, pero aún quedaban diez minutos. Aún no acababa la ansiedad que me abrumaba.

      Theo se fue sin decir nada. Él se encargaría de explicarle al profesor de la primera hora que iría al doctor y que por eso me ausentaría todo el primer periodo.

      Veía cómo todos entraban a las aulas hablando con sus amigos y compañeros, con los ojos casi cerrados, aún sin despertar del todo.

      Pasaron siete minutos y el pasillo estaba completamente vacío. Los únicos sonidos audibles eran las voces de los profesores y la de alguno que otro alumno.

      Sin perder el cuidado, me acerqué a los casilleros doscientos diez, buscando el tercero de la fila superior. Al encontrar el número, el mundo se me vino abajo. El casillero tenía candado. Traté de forzarlo, pero no hubo caso. Continué intentando sin parar hasta que sentí pasos detrás de mí. Volteé lentamente y me encontré con un par de ojos verdes mirándome fijamente.

      —¿Se puede saber qué haces? Ese es el casillero de Adelaide —dijo regañándome.

      Era la chica pelirroja con la que Mel hablaba antes de entrar a clases. Intenté ocultar mi nerviosismo y actuar con naturalidad.

      —Oh, genial. Es amiga tuya, ¿no? Dejó este disco en la sala de arte y traté de buscarla para devolvérselo, pero cada vez que me acerco, ella huye. No quería irrumpir su privacidad.

      —Por poco lo haces —me quitó el digipak, puso la clave del candado, lo abrió, dejó el disco adentro y volvió a mirarme—. Es una chica complicada, por eso no ha dejado que le hables, y tampoco vas a conseguirlo. Además, está saliendo con un chico...

      —Gabriel Santana —la interrumpí—, todos lo saben. Vaya chico que se ha conseguido tu amiga.

      —Gabriel es un encanto —dijo, indiferente. Mentía, era evidente—, y no es asunto tuyo. Mejor ve a clases.

      Me dio la espalda para dirigirse a su aula, para detenerla exclamé:

      —¡Qué pesada!

      Volvió a mirarme, enterrando sus ojos casi fluorescentes en los míos con fiereza.

      —¿Cómo me dijiste que te llamabas? —preguntó.

      Sonreí satisfecho.

      —Theodore Loy.

      Me analizó de pies a cabeza, como si quisiese memorizarme.

      —Bien. Nos vemos, Theodore.

      —¡Eh, no me has dicho tu nombre! —exclamé.

      —Jazz Colby, ahora vete —dijo, sin mirarme.

      Su nombre no me sonaba en absoluto. Después de todo, Mel y Jazz vivían en un mundo muy diferente al mío. Nunca nos topábamos.

      Apenas Jazz salió de la estancia, me estampé contra el casillero doscientos dieciséis y me dejé caer hasta quedar sentado en el piso. Acababa de meterme en un rollo enorme y ya no podía retractarme.

       Serás imbécil...

      Sonreí. Después de todo, lo había logrado.

       Capítulo 5

      8 de octubre, 14:22.

      ADELAIDE MELDEEN

      El más inmenso dolor proviene del metal rasgado que te envuelve al encarcelarte en ti mismo, bajo tus propias reglas, tu propio llanto y tu propia miseria.

       La verdad me has dejado sin habla, Adelaide. No encuentro las palabras adecuadas para explicarte todo lo que me hiciste sentir en un par de párrafos. De veras te lo digo, ni siquiera sé por dónde empezar. Supongo que sueles causar ese efecto en la gente que ha llegado a conocerte desde adentro. No puedo ser solo yo.

       Dijiste que por fin habías decidido liberarte, pero, lamentablemente, esto que dices que te aprisiona es una cárcel que tú misma has formado, solo que las barras son ajenas. Son pensamientos, ideas y principios que no te pertenecen. Esa persona que dices que amas se ha robado lo más preciado y lo más importante que jamás has poseído: tu libertad.

       Y contestando tus dudas: no, Mel. No sabes lo que es el amor. O, al menos, el que conoces es el más dañino que podría existir. Te han sometido a algo terrible y aún después de tanto tiempo, sigues resistiendo. Eres fuerte, pero ingenua. No es culpa tuya, en todo caso, pero todo lo que dices haber sufrido, lo sufriste en vano. Supongo que no era fácil para ti escapar de eso, o quizás simplemente no sabías cómo.

       Estás aterrada y perdida. Lo has estado siempre, y nadie, en cuatro años, fue capaz de guiarte. Solo tenías a Cris y Gabe, ¿me equivoco?

      ¿Qué hay de Jazz? Ella recibió este digipak. Me miró extraño cuando lo hice. Supongo que no te gusta Pink Floyd. Le dije que el disco era tuyo y que lo encontré en la sala de arte. También mentí sobre mi nombre para no levantar sospechas. Sé lo complicado que es para ti hablar con gente en la escuela teniendo a alguien como Cristine Santana sobre tu lomo todo el tiempo. Por eso te escribo, Mel. Quiero sacarte de aquí. No puedes seguir tomando alcohol, consumiendo drogas y sufriendo a la fuerza cuando deberías estar disfrutando, riendo, saliendo... Son dos extremos opuestos, y como te han obligado, te confunde.

       Me cuesta creer que teniendo solo catorce años un imbécil como Gabriel se haya metido en tu cabeza y aún siga allí.

       Necesito encontrar una forma de verte, una forma de hablarte, de decirte que desde ahora en adelante jamás volverás a estar sola. Supongo que siempre hay obstáculos, ¿no? Pero no te preocupes, volverás a escuchar de mí en menos tiempo del que crees. Encontraremos una forma. Pero antes, necesito saber:

       ¿Vas a dejar de sobrevivir para empezar a vivir?