Название | Serendipia antémica |
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Автор произведения | Isabel Margarita Saieg |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789563384949 |
Šavannah
Sus palabras eran tan amargas como dulces. Aceptaba mi ayuda, se estaba abriendo a mí, pero al mismo tiempo no me tenía confianza.
Era justo, en todo caso. Era evidente la magnitud de su sufrimiento y era obvio que quería zafarse de él, por eso dejaba que la ayudara.
Lo que menos quería hacer era forzarla a amar el amor que había aprendido a odiar.
Estaba tumbado en mi cama mientras leía. Las manos me temblaban de cansancio por haber sostenido la carta tanto tiempo y el digipak en el que venía descansaba sobre mi regazo.
Había llegado de entrenar hacía un rato. Me dolía el cuello y estaba sucio. Sentía esta extraña necesidad de lavarme todo el cuerpo con urgencia, así que me puse de pie, caminé hasta el baño que se encontraba junto a mi habitación, abrí la puerta y presioné el interruptor para encender la luz. No pasó nada. Intenté una, dos, tres veces más, pero ya era evidente: la bombilla se había quemado.
Dejé salir un suspiro y caminé hasta la habitación de mi madre. Ella se encontraba tumbada boca arriba, con su negro cabello revuelto sobre la almohada y la mirada puesta en el techo. Le di tres golpes a la pared para que notara mi presencia. Levantó la cabeza, iluminando la habitación con la inmensidad del azul en sus ojos.
—Dime, cielo —dijo.
—Se quemó la bombilla del baño. Will y Amadeus no me han dicho nada, supongo que he sido el primero en darse cuenta.
La expresión en su rostro se oscureció, como si el hecho de que la luz de nuestro baño ya no funcionara fuese difícil de sobrellevar, aunque en realidad, para ella casi todo era algo difícil de sobrellevar.
—No, yo no... —titubeó—. No tengo dinero en efectivo, Will.
—Me llamó Paris, Marianne —contesté, indiferente. Frunció el ceño, dolida. Odiaba que la llamara por su nombre.
Mamá siempre nos confundía, especialmente estando en aquel estado somnoliento tan usual en ella. No me molestaba, pero tampoco me encantaba. Will y yo tenemos ciertos rasgos en común, así que entendía por qué le ocurría tan seguido, pero a veces era realmente tedioso.
Sonrió melancólicamente y continuó diciendo:
—Me pagan mañana en la mañana. Iré al mercado y compraré bombillas. Aprovecha y pregúntale a las chicas si les falta algo. Por ahora tendrán que arreglárselas sin la luz del baño.
Sus palabras me dolían. No porque nuestros problemas llegaran al punto de no poder comprar bombillas, sino porque, a pesar de ser el hombre mayor de la familia, me seguía mintiendo.
—¿Sabes? Lo mínimo que podrían hacer esos bastardos es darnos algo de plata para poder vivir. Helena, Will y tú se rompen el lomo trabajando; yo espero poder llegar a algo con mis estudios para poder mantenerlos. ¿Y qué pasa con los demás? Con Marie, Amadeus y Joan somos siete personas en una miserable casucha para tres, mamá. ¿No crees que es hora de buscarlos y decirles que existimos? ¿Decirles que deben hacerse cargo? Por lo menos al padre de Helena, tenemos su contacto, puedes llamar a la cárcel, o...
—Paris, suficiente —me interrumpió—. Sabes que no sé nada más que tú no sepas.
No se veía muy afectada. Había oído el sermón más de mil veces, y la respuesta siempre era la misma. Estaba segura de que las cosas no mejorarían, incluso que podían empeorar si hablábamos con esos sujetos. La verdad, no nos interesaba conocerlos. Ni a mí, ni a nadie bajo este techo.
Mamá decía no saber quiénes eran. No sabía si mentía, pero hacía mucho decidí creerle y, fuera cual fuera la verdad, era mejor dejarlo así.
—No sé si creerte. ¿Ni siquiera sabes de uno? ¿Nada?
Bajó la vista al suelo.
—Nada.
Antes de que pudiese responder algo, Helena entró en la habitación vestida con la camisa negra y el delantal rojo que usaba para ir a trabajar.
—Marianne —dijo, sin saludar—, la bombilla del baño se quemó. Voy a ir al mercado por otra.
—Helena, detente —dije, sin mirarla. Caminé hasta mamá y me detuve a un par de centímetros de su rostro. Parecía estar intimidada, como si tuviese miedo de que fuera a golpearla—. Mamá...
De pronto, pareció envejecer. Sentí el peso de mi corazón acelerado.
Nos tuvo a todos siendo tan joven…
A veces olvidaba que teníamos solo dieciocho años de diferencia. Se veía agotada, como si no hubiese dormido en más de dos semanas. Mis pulmones se quedaron sin aire repentinamente.
No es su culpa. Nada de esto lo es.
Traté de calmar mi mal temperamento y tomé su mano entre las mías para calmarla.
—Perdóname —dijo, mirándome a los ojos. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda al ver a Will reflejado en ellos—, jamás quise esto para ustedes. Puedes ir a un cajero y sacar dinero de mi cuenta si realmente lo necesitas. No quería ser tan paranoica, pero sabes cómo me pone este tema.
Acaricié su rosada mejilla sin decir nada. Sonrió y volvió a hablar.
—Le temo al futuro.
—Más deberías temerle al...
—Paris —interrumpió Helena—, yo pago las bombillas. No es problema.
No esperé a que mamá volviera a hablar. No quería oírla. Volteé velozmente y salí por la puerta de la habitación.
Sabía que Helena venía detrás de mí. Antes de irnos, tomé una bolsa hermética con billetes que guardaba dentro de un calcetín viejo. Saqué uno y volví a la entrada. No dejaría que Helena pagara incluso una ampolleta después de todo lo que había trabajado. No lo merecía.
Mamá, Helena, William, y yo contribuíamos de distinta forma al sustento de la casa. Mamá trabajaba como secretaria en una empresa, Helena era barista en un café en la avenida principal de Cressida, Will trabajaba en una librería, y yo, además de estudiar, tocaba guitarra en la plaza Aragán de vez en cuando. Todo esto con treinta y seis, dieciséis, diecisiete y dieciocho años respectivamente. Por el bien de la familia, Helena y Will dejaron la escuela, pero yo no me resigné a hacerlo. Quería ser un profesional para, tarde o temprano, poder cuidarlos a todos como ellos han cuidado de mí.
Los trabajos eran poco lucrativos, pero no teníamos otra opción. Si no hubiésemos hecho nada para mejorar nuestra situación, Marie, Amadeus y Joan habrían seguido nuestros pasos, y yo me encargaría de evitar eso a toda costa.
Helena y yo nos encontrábamos en la mitad de la calle Soler, bajando al mercado. El silencio era pleno, pero no incómodo en absoluto. Me gustaba ver cómo sus ojos celestes iluminaban todo a su alrededor, tal como lo hacían los de mamá y los de Will.
Los cuatro nos parecemos bastante, de hecho. Si no fuese porque mis ojos son prácticamente negros, Will, Helena y yo podríamos decir que somos trillizos sin ningún problema.
—Paris —interrumpió mis pensamientos—, me han dado un ascenso en el café. Me han ofrecido trabajar tiempo completo por el triple de dinero.
Por un par de segundos, todos mis problemas parecieron desaparecer. Sonreí y la abracé, pero ella no se veía muy contenta.
—¿Qué pasa? Deberías estar alegre.
Bajó la cabeza y entrelazó una mano con la mía, sin dejar de caminar.
—Si acepto, tendré que salir de casa todos los días a las ocho de la mañana, para después llegar a las ocho de la noche. ¿Qué será de Joan y