—Paris, ¿cuántas veces has leído la carta? —me preguntó, con voz cansada.
—Ocho y media, casi nueve, pero no me estás dejando terminar —repliqué, sin apartar los ojos de la hoja de papel.
—¿Siquiera estás escuchándote? Eres ridículo. Hasta das pena. Estás irrumpiendo en la privacidad de una pobre chica y estás comenzando a obsesionarte.
—No estoy obsesionado, pero sí me da curiosidad.
Había una frase que se repetía y se repetía dentro de mi mente. Incluso podía oír su voz.
Has sido la única forma de amor que jamás he conocido, y por lo mismo, te pido que me dejes ir.
Rogaba por su libertad. Estaba pidiéndole el derecho a su libertad a quien supuestamente la ama y, mientras lo hacía, moría de miedo. No podía quedarme de brazos cruzados mirando cómo su vida se iba a la mierda, o más bien, cómo intentaba sacarla de ahí. Tenía que hacer algo al respecto. Sabía que no me correspondía, o al menos, no era mi obligación, pero estaba sola y yo también. Así me siento. Así se siente ella.
—Entiendo que es guapa. Puede no ser una bomba, pero es medianamente guapa. Es normal que te sientas atraído por alguien como ella. Puede tener esa melena de león, ojos grandes y bonitos, buena figura y todo lo que quieras, pero no jodas, está loca.
—¿Y sabes por qué? —le pregunté.
—No, y no me interesa, si quieres que te sea honesto.
—Bueno, a mí sí. La escuché hablar por teléfono con este tipo y... —comencé a decir, pero me detuve. Estaba revelando más información de la que debía. Rápidamente arreglé mi error y proseguí—: Está rota, Loy. Jamás había imaginado que una chica como Adelaide Meldeen pudiese ser tan vulnerable.
Theo jadeó, aburrido de mis palabras y decidió ensimismarse en la pantalla de su celular. Pasó una mano por su cabello rubio, que se veía pálido bajo las luces blanquecinas del instituto. Sin mirarme, habló:
—Bien, haz como gustes, pero que conste que te he advertido.
Hice caso omiso a sus palabras. Theodore era un chico muy sabio, tanto que a veces llegaba a ser molesto, pero aun así gran parte del tiempo era necesario darle la razón. Esto no era una excepción. Él sabía que estaba metiéndome en una situación muy peligrosa, y eso que ni siquiera le había contado que Gabriel Santana estaba involucrado en todo esto. No podía decirle, se volvería loco y me gritaría hasta convencerme de olvidar todo este asunto. Debía evitar eso a toda costa, pues tal como mi hermano, tiene un poder de persuasión increíble.
De todas formas, mis problemas eran mayores. Cris tenía a Mel completamente controlada dentro de la escuela. No tenía forma de devolverle la carta, mucho menos de decirle algo. Cris pensaba, además, que fui yo quien encerró a Mel dentro de la bodega, como si hubiese querido aprovecharme de ella o algo por el estilo. Tal vez incluso Cris decidiera amenazarme si llegaba a verme en el pasillo. Pensar en eso hizo que un escalofrío de temor recorriera mi nuca, sacudiéndome mientras aún sostenía la carta entre mis manos.
Mientras veía su escritura, cursiva y ordenada, se me ocurrió una idea brillante. Una idea que solo se le podría haber ocurrido a una artista como ella. Por lo mismo, era mi única solución.
—Eh, Theo —intenté llamar su atención, pero estaba muy concentrado mirando su celular. Probé de nuevo y nuevamente no hubo respuesta, así que perdí los estribos—: ¡Theodore! ¡Qué diablos!, ¿eres sordo, o qué?
Se sobresaltó y botó su celular al suelo, mientras se golpeaba la cabeza contra un casillero.
—¡No me grites! —dijo cerrando los ojos y sobándose.
—Si no te grito, no me escuchas.
Suspiró e hizo rodar sus ojos.
—Bien, ¿qué quieres?
Sonreí mientras volvía a meter la carta en el digipak.
—Necesito discos. ¿Me acompañas a RadioTM después de clases?
Sus ojos se oscurecieron y desvió la mirada.
Oh, mierda.
—Lo siento, lo olvidé. No quise... no era mi intención.
—No te preocupes —me interrumpió—, pero no iré, ni de broma. Si necesitas discos, yo te consigo unos baratísimos, pero, ¿para qué los quieres?
—Quiero iniciar una colección —mentí—, ¿sabes dónde puedo conseguir algunos? Sé que es extraño, pero hace tiempo que tengo ganas de hacerlo.
—En RadioTM todo es caro, dudo que puedas pagarlo con tus ahorros. Lydia Donnovan vende discos usados a un dólar cada uno.
—¿Quién es ella? —pregunté, sacando mi celular para anotar su número.
—No la conozco muy bien, pero es amiga de Cristine Santana y su séquito alcohólico —bromeó, pero no rio.
Claro que la única persona que vende discos en May Lander es amiga de Cris. Yo y mi mala suerte.
Lo bueno es que dudo que sepa mi nombre, incluso puede que no se acuerde de mi rostro. Si Lydia llega a decirle algo a Cris, puede que no me relacione con el incidente de la bodega, y si lo hace... no lo sé, pero será un riesgo que tendré que correr.
—Vale, pásame su número.
Capítulo 3
4 de octubre, 21:02
PARIS CARSON
Las chicas dormían, mamá no salía de su cuarto hacía horas y Amadeus había salido a caminar por la plaza Aragán con Will, así que estaba prácticamente solo en casa.
Hablé con Lydia y le pedí algunos de los discos más vendidos de toda la historia. Dijo que pasaría por mi casa a las 21:30 y me pidió que le entregara el dinero aquí mismo. En total eran quince dólares que, la verdad, no me sobraban, pero era una inversión que quería hacer.
La carta ya estaba escrita, solo me faltaba averiguar cuál era su número de casillero. Probablemente tendría que llegar más temprano a la escuela, y así podría seguirla hasta ver dónde guardaba sus cosas. Daba igual, me las arreglaría.
Doblé la carta dos veces para que cupiese en el digipak. Mientras la sostenía con la mano derecha, tecleaba en el computador con la izquierda, buscando los nombres de algunos discos bestseller, pues de música no sabía mucho, aunque en realidad, no encontré más de lo que ya sabía: Queen, The Beatles, Michael Jackson, las leyendas de siempre.
Entre búsqueda y búsqueda, se me pasó el tiempo volando. Me distraje escuchando distintos temas de cada álbum, analizando carátulas y leyendo títulos y letras que me llamaban la atención. Había una variedad gigantesca, pero cada canción transmitía un mensaje tan fuerte e intenso, que no pude tomarle gusto a alguna más que a otra.
Fue entonces, mientras sonaba una de las canciones más conocidas de Prince, que escuché el timbre. Sin pensarlo, corrí hasta la entrada de la casa y abrí la puerta de par en par, arrepintiéndome casi de inmediato. La verdad, no sé cómo no lo vi venir.
—Hola, Paris —dijo, con la misma inexpresividad que Mel usó conmigo antes del incidente de la bodega.
—... Cris. Qué sorpresa.
—Por