Название | En el borde |
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Автор произведения | Rodrigo J. Dias |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878708119 |
Al salir a la calle se dio cuenta que el pronóstico no mentía. A pesar de haber pasado escasos minutos de las 9:00, el calor se hacía sentir. La mañana amenazaba con una humedad horrenda, que sumada al sol que empezaba a hacer efecto sobre las veredas convertía una tarea tan sencilla como caminar en una tortura para aquellos que tuvieran que hacerlo. La enorme pantalla de su celular le indicaba que la temperatura había subido hasta los 28. Un grado más caluroso que el día anterior, que ya de por sí había sido complicado. Prestó atención a los diminutos gráficos que completaban el pronóstico para el día: al anochecer las probabilidades de tormentas eléctricas habían aumentado hasta un 87%. Volvió a entrar al departamento y tomó una campera impermeable gris de un desordenado ropero. Fue casi una suerte encontrarlo tan rápido entre tanta ropa mal doblada.
El ascensor seguía esperándolo en su piso, con sus puertas abiertas de par en par y emitiendo una molesta e intermitente sirena: era quizás el único sonido que rompía la armonía de ese edificio un miércoles por la mañana. Cerró con llave y volvió a chequear que estuviera bien cerrado. Ya le habían dicho, era una especie de neurosis que gran parte de la población tenía: chequear todo dos veces, aún segundos después de haber realizado la acción. Su principal trastorno eran las llaves al salir de su departamento. Más de una vez había llegado a la planta baja sólo para apretar de vuelta el botón del décimo piso, abrir el ascensor y colocar las llaves en las cerraduras para quedarse seguro de que el departamento estaba bien cerrado.
—cosas que pasan–, se dijo a sí mismo mientras se reía de sus tics.
Revisó su bolso, por si acaso recordara guardar algún objeto a último momento, e ingresó al garaje. Allí lo esperaba su mejor amigo –al menos él lo anunciaba así–: un impecable Renault Megane cupé, de esos modelos de principios del siglo XXI que ya no se consiguen. El lavadero había hecho un excelente trabajo la tarde anterior. El gris topo del auto brillaba entre los otros coches que estaban guardados en el oscuro garaje. Parpadearon las luces del auto al accionar la alarma, y después ya todo fue rutinario, tanto como lo era su vida: el bolso en el baúl, el pequeño desodorante para el auto que era accionado dos veces, el cinturón de seguridad y, una vez en marcha, la música.
—hoy es un buen día para empezar con todo–, dijo mientras conectaba su teléfono al estéreo. Se había gastado un buen dinero en rehacer el tablero del auto, pero para alguien tan fanático de la buena música como él, valía la pena. La pantalla del navegador dio el ok, y al ritmo de una versión acústica de “Nothin´ to lose” salió del estacionamiento
VI
Era cierto, la ruta estaba totalmente despejada. Al menos lo estuvo hasta cruzar el último peaje. De allí en adelante, los dos carriles de la ruta parecieron llenarse de autos de repente.
—Ni fin de semana, ni hora pico ni nada, pero siempre hay autos por todos lados–, le gritó al aire mismo mientras golpeaba el centro del volante. Un sonoro bocinazo se hizo escuchar, una protesta de difícil cumplimiento dada la densidad de autos que recorrían la cinta asfáltica. Miró su reloj preocupado, pero todavía tenía tiempo de margen. Paró a desayunar en la primera estación de servicio que apareció en su navegador. Un café bien cargado y tres medialunas fue lo que pidió.
—discúlpeme usted, señorita, pero ¿a esto le llaman café doble?–, le dijo a la muchacha que atendía.
—si señor, el jarrito es café doble– le respondió
—pero si yo no lo digo por el tamaño, sino por el color. ¿quieren que les compre un poco de café para que le puedan agregar a esa máquina? Esto es una vergüenza– continuó.
La chica se llevó el café y volvió unos minutos después con otro, acompañado de las tres medialunas.
—señor, aquí tiene– le dijo mientras le dejaba la bandeja sobre la mesa. –Perdón por el café, realmente estaba mal hecho–
—claro que estaba mal hecho. Todos los días tomo al menos dos tazas de café y ya solo con olerlo me doy cuenta. Si quiere puede ir cobrándome–, le dijo mientras le dejaba dos billetes de cien arriba de la mesa. –y guárdese el cambio, ha sido muy amable en cambiarme la bebida–.
Disfrutó de las medialunas y el café, que ahora sí estaba bien cargado, hizo uso de los sanitarios y tras revisar sus pertenencias una vez más, continuó viaje. La ruta seguía igual de cargada. Volvió a mirar su reloj, que ahora marcaba las 11 de la mañana. Todavía tenía unas cuantas horas de margen y estaba a menos de cien kilómetros. Seleccionó otro disco en su estéreo y decidió dormir una hora más bajo el techo del estacionamiento improvisado en la parte trasera de la estación de servicio. –Siempre es fundamental estar descansado antes de trabajar–, pensó. Y lo venció el sueño.
VII
Tres, cuatro, cinco golpes al vidrio del auto lo sacaron de su inesperada siesta. Fue volviendo en sí de a poco, como si estuviera escapando de varias capas diferentes de un sueño que no quería terminar. Abrió los ojos sobresaltado, solo para encontrarse con una cara a escasos centímetros de su ventanilla. Se incorporó sobre el asiento y abrió la puerta. Todavía sonaba Kiss en el estéreo.
—perdón por la molestia–, dijo un joven con el uniforme marrón oscuro de la estación de servicio. –Pero vimos por el circuito cerrado que su auto estaba con las balizas encendidas hace más de dos horas, y usted no hacía ningún movimiento aquí adentro. Con el calor que está haciendo pensamos que se había descompuesto, pero creo que fue solo el sueño. ¿Día largo, no?
—¿dijo usted más de dos horas?– preguntó Julián, acomodándose el pelo como si recién se levantara de la cama.
—si señor, por eso nos llamó la atención. Pero veo que con el aire acondicionado prendido en su auto está mucho mejor que afuera. Lo que sí, creo que va a tener que cargar nafta– completó el empleado mientras señalaba el tablero de auto y la pequeña luz roja que titilaba.
—así es–, respondió Julián. –Gracias por avisar–
—De nada señor. Realmente nos había preocupado–, dijo el joven mientras giraba sobre si mismo y emprendía el regreso hacia los surtidores de la estación.
—Las dos y media. Poco más e iba a tener que manejar bastante rápido para llegar– se dijo Julián. La ruta todavía continuaba cargada, algo poco usual para ser mitad de semana. Le agradeció nuevamente al empleado tras terminar de llenar el tanque, y le dejó una generosa propina. –Si no hubiese sido por tu atención podría haber seguido durmiendo hasta mañana. ¿Cómo es tu nombre?–
—Mateo, señor– dijo el joven. Flaco, alto, con el pelo a tono con su uniforme. Apenas pasaría los veinte años.
—Muchas gracias, entonces, Mateo. Me salvaste el trabajo–
—Vaya con cuidado señor, que la ruta está difícil hoy–
Julián levantó el pulgar dando la conformidad a la apreciación del muchacho. Cerró la puerta del auto y emprendió nuevamente el viaje. Volvió a colocar en el navegador el destino final, Lezama: el sistema le indicaba una larga línea roja de demoras por tránsito, y unos últimos veinte kilómetros en apariencia relajados.
—Voy a llegar bien–, se dijo. Y se concentró en manejar.
VIII
Cruzó el pequeño cartel que indicaba el acceso a un pueblo llamado “El peligro” cerca de las siete de la tarde. La línea roja del navegador se había extendido conforme al avance del auto hasta hacerse una procesión que incluyó dos accidentes, uno en cada sentido de la ruta. El primero de ellos había sido bastante complicado. Estuvo detenido casi veinticinco minutos hasta que volvió a avanzar la fila de autos. Al llegar al lugar