En el borde . Rodrigo J. Dias

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Название En el borde
Автор произведения Rodrigo J. Dias
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878708119



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cortesía de la casa– dijo el cocinero mientras le colocaba en una bandeja de cartón el chorizo quemado que quedaba en la parrilla. –Disfrute la mejor carne en muchos kilómetros!–

      —Enseguida le digo que tan buena es la carne. Creo que le voy a pedir también un vaso de vino en lugar de la gaseosa. Ya que tengo acompañamiento, el vino nunca está de más– dijo Julián.

      —Enseguida–, respondió el cocinero, y le sirvió un vaso plástico de un vino cuya marca jamás había visto. La presentación sí: una botella verde con una etiqueta que decía, en letras enormes, “tinto”. –Casi como si hiciera falta aclararlo–, pensó Julián. Apenas vio la consistencia de la bebida se arrepintió del pedido. Pero no podía protestar o despreciarle algo al cocinero por segunda vez. Con una era más que suficiente. Julián tomo el vaso, el plato y lo acomodó al lado del sandwich. El cocinero lo acompañó con la vista hasta que comenzó a comer. El comensal de la derecha volvió a levantar la cabeza, ahora sí interesado por la cortesía del cocinero más que por la conversación.

      II

      El Peligro es el nombre de un pequeño pueblo que se encuentra a menos de dos kilómetros de la Ruta Provincial número 2, en la provincia de Buenos Aires. Está perdido, podría decirse, en medio de la vastedad del territorio argentino. Ni siquiera es posible encontrarlo en el navegador más actualizado de cualquier página web. Los mapas lo omiten, como un desafortunado capricho de los relevamientos cartográficos. Con poco más de trescientos habitantes, esta localidad nació como un vano intento de unir a los cercanos pueblos de Lezama y Monasterio, aunque nunca llegó a concretarse. Sus fundadores han dejado este mundo hace ya varias décadas, razón por la cual nadie recuerda con exactitud el porqué de su extraño nombre. Algunos pobladores actuales lo vinculan con la excesiva humedad de sus suelos: basta una mínima lluvia para que se inunde. Y para un pueblo que se basa en los cultivos para la subsistencia, las inundaciones frecuentes no son el mejor aliado.

      Está rodeado por algunas lagunas, como El Hinojal o De la Viuda, que si bien contribuyen con algo de pesca para los habitantes, también potencian los efectos negativos de las precipitaciones de la zona. No es ilógico imaginar entonces porqué “El peligro”. Muchos de sus más recientes pobladores lo entendieron: con la frecuencia de las lluvias y las inundaciones, varios optaron por dejar el pueblo poco tiempo después de arribados. Y es entendible. No hay mucho atractivo en esta pequeña localidad, a excepción de sus pintorescas casas.

      El acceso desde la ruta no invita a los automovilistas a visitar sus calles. Un pequeño cartel blanco con letras negras a escasos metros de la salida indica el nombre del pueblo, sólo visible si uno presta la suficiente atención al manejar a ciento veinte kilómetros por hora, y su camino de entrada y salida, típico de los pueblos del interior tiene apenas un poste de luz con sólo una de sus dos lámparas funcionando. Esta calle en doble sentido se extiende hasta llegar al acceso principal. Para aquel que lo recorre, es una entrada excesivamente larga y sin más señalización que las líneas blancas pintadas sobre un asfalto que vio pasar épocas mejores.

      El acceso al pueblo recibe al visitante con una especie de arco de madera coronado por un tablón con su nombre grabado a fuego y un pequeño escudo que parece representar una espiga de trigo y un pez, dejando a la imaginación del caminante respecto a si es el emblema del pueblo o alguna señalización bíblica.

      La calle principal, General Roca, se abre detrás del arco a lo largo de cuatro cuadras. Es la única, además del camino de acceso, que se encuentra asfaltada. El resto del paisaje lo caracteriza la tierra y el polvo. Las casas parecen haberse quedado en el tiempo. Construidas con el clásico estilo colonial, algunas; y otras a la manera de los antiguos cascos de estancia, conforman un bello paisaje que se potencia con los pintorescos colores con los que están pintadas. Pálidos azules a un lado, amarillos rabiosos por el otro, rosas desteñidos en la cuadra siguiente, la combinación de esta inusual paleta parece haber encontrado inspiración en alguna de las islas de Venecia. Tampoco sería ilógico pensar que en época de inundaciones el paisaje se asemeje tanto que también haya alentado a sus pobladores a elegir la decoración externa.

      No hay mucho más para ver en el pueblo. Tiene una plaza central, algo característico, rodeada por una pequeña iglesia, el único colegio del pueblo –donde solo funciona el jardín preescolar y los primeros años del primario–, una sucursal del Banco de la Provincia de Buenos Aires y la construcción más grande de todo “El Peligro”: una enorme casa de estilo francés, destinada para el futuro intendente, algo que tampoco se concretó. Hoy es la sede del destacamento de policía local, destacamento es un decir porque sólo la habita un policía entrado en años que disfruta de las comodidades de la casa, o al menos de sus pequeños balcones. Sin importar el horario en que uno recorra el pueblo, el oficial –Horacio para los amigos– se sienta a tomar mate en pantalón de uniforme reglamentario y camiseta de invierno, y de allí observa lo que puede.

      Mucho para observar, tampoco hay. Salvo al atardecer, es difícil encontrarse con algún poblador durante las horas de luz: tanto hombres como mujeres trabajan, la mayor parte en Lezama, otros se dedican a la cosecha en el campo, y algunos pocos prueban suerte con la venta de regionales o parrillas al paso a la vera de la Ruta 2. Uno de esos aventurados es Martín.

      El enorme cocinero llegó una mañana al pueblo siguiendo las indicaciones desde Monasterio. Transpirado, después de caminar los más de quince kilómetros que separan a este pueblo de “El peligro” en pleno sol matutino, Martín se presentó en el destacamento de Policía con apenas un bolso en su espalda.

      —Buenos días señor, ¿qué lo trae por aquí? Soy el Sargento Macías, Horacio para todo el pueblo– dijo el oficial mientras le extendía la mano. –Uno de los muchachos de la ruta me avisó que venía alguien de Monasterio así que supongo que es usted nomás. No suele venir mucha gente para estos pueblos, y menos para uno que se llama El Peligro. ¿Quiere usted un mate, o algo fresco? Se lo ve agotado–

      —Un gusto, Macías–, respondió el recién llegado. –Soy Martín Bautista, oriundo de San Luis pero bonaerense por adopción. Treinta y cinco años recién cumplidos– agregó mientras saludaba al policía. –Vengo recorriendo desde el Oeste pueblo tras pueblo, en busca de mi lugar en el mundo. Soy cocinero y como verá, no me fue muy bien hasta ahora. Solo me queda esto– dijo, mientras apoyaba su bolso en el suelo y le mostraba el contenido: apenas una muda de ropa y un par de cuchillos de cocina que, por el brillo y lo cuidados que parecían, o bien eran nuevos o demasiado caros para descuidarlos.

      —Me gustaría instalarme aquí, aunque más no sea este verano. Tengo unos pesos como para alquilar alguna pieza, no importa el estado en que esté. También me arreglo bastante con las cosas de la casa así que puedo solucionar los desperfectos. Aquí tiene mi documento, por adelantado–

      —No hombre, quédese tranquilo, no es necesario–, le dijo Horacio. –Acá en El Peligro somos cada vez menos los que nos quedamos, así que lugar hay de sobra. Incluso tengo las llaves de algunas casas que los dueños no van a reclamar más. No serán mansiones ni son a estrenar, pero no hace falta conocerlo mucho para saber que eso no le preocupa. Venga, pase usted unos minutos que me pongo la camisa y los zapatos y lo llevo hasta su nuevo hogar. Si quiere puede continuar el mate mientras tanto–, agregó Macías mientras le colocaba en las manos la pava y el mate. –Imagino que toma amargo, ¿no?–

      —El mate es mate si es amargo oficial!– dijo Martín. –Nunca lo tomé de otra forma. Tenga, tome uno–

      El policía agarró el mate mientras hacía equilibrio para calzarse el segundo zapato. Se enderezó despacio, pisó fuerte para terminar de acomodar el calzado con el talón del pie derecho, como si apagara un cigarrillo y le devolvió el mate a Martín, ya vacío, mientras se ajustaba el cinto.

      III

      El sol los volvió a recibir en el exterior. Cruzaron la verja delantera de la casa de Macías y salieron a la calle principal. No hacía falta preocuparse mucho por el tráfico. Apenas se distinguía un auto en el acceso al pueblo. A Martín le llamó la atención la cantidad de bicicletas apoyadas en los frentes de los domicilios. Ninguna destacaba por su buen estado, más bien lo contrario. Una ráfaga de viento cortó por unos