En el borde . Rodrigo J. Dias

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Название En el borde
Автор произведения Rodrigo J. Dias
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878708119



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los kilómetros del viaje pedaleando. Y como verá, si hay algo que también es común es la confianza. Nadie le pone cadena. Nadie cierra sus casas con llave. Todos dormimos tranquilos. Eso es algo que se ve cada vez menos–, dijo el oficial.

      Martín asentía mientras miraba las bicicletas. Incluso hasta en el césped de la plaza había algunas de estas, prolijamente acomodadas. Lo de las puertas de las casas no lo podía asegurar del todo, no al menos sin haber caminado un poco más. La primer casa a la que llegaron, que estaba en la esquina contraria a la plaza principal, tenía sus puertas y ventanas cerradas. Lo mismo ocurría con las tres siguientes.

      —estas primeras casas son de una familia que todavía no confían demasiado en la honestidad de este pueblo. Cuesta, pero con el tiempo se adecuarán. Se van muy temprano a trabajar y no vuelven hasta tarde. Compraron las tres propiedades para estar juntos. A veces cuando los veo, parece que tuvieran miedo de que el pueblo entero les haga algo. Van todos juntitos, apretados– continuó Macías mientras con sus brazos se apretaba, imitando el gesto de estar cerca de otro.

      —Las dos casas que le puedo ofrecer están en la próxima cuadra. Estaría a tres cuadras de la plaza, pero creo que eso no importará, ¿no? No es tanta la distancia aquí en El Peligro. Por otro lado, las dos tienen algunos muebles y un colchón, aunque yo en su lugar lo pondría un poco al sol antes de tirarme encima–

      —La verdad que no. Con que tenga un techo es más que suficiente, yo después me arreglo. Y en cuanto al colchón, le acepto el consejo. Aunque con el cansancio que traigo, seguro duerma una siesta en el patio–, le contestó Martín, sonriendo.

      Las casas eran prácticamente idénticas. Sólo las diferenciaba el color con el que estaban pintadas. Una de un verde tan claro que casi no se distinguía, y la otra de un azul con vivos blancos. Ambas con una sola ventana al frente, sin rejas, y con una cortina de madera a medio bajar. Al menos desde afuera, la primera estaba mejor conservada.

      —Prefiero la verdecita–, dijo Martín. –Parece más entera–

      —Como usted prefiera, señor! Aquí le dejo las llaves–

      —Dígame cuanto pide, por favor–

      —Mire señor, esta casa está vacía y nadie la va a reclamar. Ninguno del pueblo tiene intenciones de poner una inmobiliaria así que no se haga problema por la plata. Acomódese primero y después vemos. Acá lo que importa es contribuir a la tranquilidad del pueblo, es lo más importante–, dijo el oficial.

      —entonces conmigo olvídese. Mañana mismo voy a ver que puedo aportar y si hay alguna changa por acá. Hoy creo que voy a dormir el día completo. Muchas gracias por su amabilidad. Y cuando quiera, podemos tomar algún mate– dijo Martín mientras estrechaba la mano del oficial.

      La casa era amplia, tan bien conservada por dentro como lo estaba por fuera. No había olor a humedad, se ve que las cuidaban bien a pesar de estar abandonadas. Cosas que solo pasan en un pueblo chico, pensó. Revisó la luz, el gas, el agua y el baño, y, efectivamente, todo andaba. Entró al dormitorio, grande y de techo elevado. La luz de la mañana entraba por la única ventana que tenía la casa que daba al patio trasero. Allí estaba la cama, antigua, con el esqueleto de hierro y un aplastado colchón encima. Dejó el bolso en el piso y le dio algunos golpes al colchón, buscando algún insecto. No se movió nada. Dio vuelta el colchón y repitió la operación con igual resultado.

      —Bueno, el sol puede esperar hasta mañana– se dijo a si mismo. No terminó de apoyar la espalda en la cama que entró en un sueño profundo.

      IV

      Al día siguiente hubo caminata, hubo presentaciones y hubo mate. A nadie le sorprendió que Martín volviera ya entrada la noche, pedaleando sobre una vieja bicicleta transformada en triciclo, con un enorme canasto plástico de color verde. Al día siguiente, mientras desayunaban con el oficial de policía, Martín dio la novedad

      —como habrá visto, Horacio, ayer me fui despacito caminando hasta Lezama. Tenían algunas bicicletas usadas así que por ochocientos pesos me traje una con canasto y todo. Tres ruedas y encima funciona– dijo mientras sonreía.

      —También estuve averiguando para conseguir trabajo, pero está difícil–

      —Muy difícil–, diría yo. –Más con la malaria de estos años–

      —Pero recuerde usted que tengo un punto a favor, Horacio, me las arreglo bastante bien en la cocina! Así que voy a alquilar por día uno de esos puestos en la ruta y vender algo de carne más algunos embutidos y todo lo que pueda preparar, al menos para salir del paso. Me han dicho allí que algunos días, principalmente verano y fines de semana, se puede hacer un buen dinero…–

      —Y, la verdad que sí. Muchos de nuestros pobladores completan su salario con trabajos de ese tipo y por lo que se, hay buena ganancia. No es que vaya usted a tener dinero suficiente como para comprar el pueblo, pero para pensar en comprar ese puestito en algunos meses, seguro!– contestó Macías.

      —Es bueno saberlo entonces! Hoy mismo me voy a poner a preparar algunas cosas!–

      —Y yo si quiere lo ayudo, pero nomás para comer!–

      —Cuando quiera, Macías, es bienvenido–

      Tal como anticipó en la charla, a los tres días Martín ya estaba trabajando en la ruta. La primer semana obtuvo magras ganancias por dos días enteros de trabajo. La segunda semana trabajó cuatro días. A la tercera, estaba todos los días excepto los martes. Fue la primer semana en la que las ganancias superaron a las inversiones. Armó una parrilla lo suficientemente grande como para atender a seis o siete personas sin tenerlas esperando, y ese mismo sábado disfrutó tener los asientos completos casi todo el día. El tiempo ayudaba. Al final del primer mes decidió invertir toda la ganancia y comprar el puesto. Allí decidió acomodarlo y construir un pequeño galponcito con una congeladora vieja: no era mucho recorrido, pero pedalear los 18 kilómetros matutinos con el canasto cargado lo cansaba demasiado. Mejor era llevar las provisiones cada tanto. También compró algunas cadenas para mantener todo bien cerrado: si bien la honestidad primaba en esos pueblos y ya se había amigado con los puestos vecinos (de hecho la congeladora la habían comprado entre tres), nunca estaba de más un poco de precaución.

      También en Lezama aprovechó para comunicarse con su hermano. Pablo, que así se llamaba, se había quedado en el interior de Buenos Aires. A mediados del segundo mes decidió instalarse junto con Martín en la casa. Espacio había de sobra, y éste apenas trajo pertenencias. Igual que Martín en tamaño, se dedicó enseguida a colaborar con el mantenimiento eléctrico del pueblo. Se notaba que ambos estaban acostumbrados a arreglarse con muy poco, y así vivían día a día.

      V

      Julián dormía profundamente esa mañana. No lo despertó la alarma, nunca la utilizaba, pero si la vibración de su teléfono que, después de todo el movimiento nocturno, había ido a parar debajo de su almohada. No era habitual que lo llamaran tan temprano, por lo que se sentó sobresaltado en la cama. El frío del aire acondicionado disimulaba a la perfección los más de 25 grados con los que la jungla de cemento amanecía a diario en esa semana de febrero. Fue al baño y después de arrojarse un poco de agua a la cara, marcó el número de la llamada entrante. No estaba agendado, pero no hacía falta: era el jefe.

      —Señor–

      —Julián, buen día. Perdón por lo que seguro haya sido un sobresalto matutino, pero tenemos esa oportunidad laboral que esperábamos–, dijo una rasposa voz del otro lado del parlante.

      —¿Pudieron arreglar lo que estaba pendiente?–, preguntó Julián.

      —Si señor Vanderland, se arregló. ¿Podrá arreglarse usted para estar presentable hoy mismo, por la noche, en Lezama, provincia de Buenos Aires? Tiene un tiempo más que prudente para llegar, más que hoy la ruta no va a estar cargada–

      —Sí señor, despreocúpese. Estaré allí–

      —Perfecto–, dijo la voz, y cortó la comunicación.

      Julián miró el