Название | Firma con mi nombre |
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Автор произведения | Héctor Caro Quilodrán |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789568675905 |
—Las ranas por ese entonces —continuó con las manos cruzadas sobre el pecho y la mirada perdida— se escondían en el equipaje de los pasajeros. Las damas, cuando buscaban un pañuelo en sus carteras o bolsillos, daban un grito al encontrar un batracio gordo y helado. A la caseta del guardavía llegaban por las noches. El guardia luchó con ellas, pero no pudo vencerlas y terminó cantando como una rana más; a esa altura tenía ya cara de batracio y lo apodaron el Rana.
—A Lucinda le gustaría escucharte, ¿la puedo traer? —preguntó Manuel.
—¿No se asustará al verme? No quiero visitantes. Haré una excepción contigo. Nadie debe verlos, en especial el capataz. Ya sabes, cuidado con él. Dicho esto, te mostraré algo solo para ti. ¡Sígueme!
Manuel fue tras él hacia una encina; de una de sus ramas colgaba su bolsa con forma de brazo y puño cerrado. Silvestre trepó en dirección a la copa del árbol con admirable destreza. Manuel lo imitó con cuidado.
—Podría vivir aquí arriba todo el año, si no fuera por el invierno —dijo el hombre.
Manuel pensó: «el árbol es su vivienda». No se lo preguntó ni se atrevió a preguntarle por si tenía familia. No quería indisponerse con él, si era tan interesante escucharlo…
—Desde aquí se ve todo —dijo Silvestre, indicando con su dedo el techo de la casa de los Pérez-Azaña, las dos torres, la cúpula de la iglesia, la línea del tren y la silueta lejana de un arroyuelo.
—¿Ves aquella luz? —preguntó señalando el horizonte.
Manuel aguzó la vista. Al final de los potreros, donde la línea férrea hacía una curva, le pareció que los rayos del sol se quebraban en un espejo.
—Sí —dijo, convenciéndose de haberla visto.
—Pues bien, el día que deje de palpitar se acaba el canto de las ranas.
—¿Por qué?
—Porque sí. Es que falta la otra parte, si las ranas dejan de cantar, esa luz ya no palpitará. Es como el corazón y la sangre, ¿entiendes?
Manuel movió la cabeza, llevándose la mano al pecho y repitió:
—Como el corazón y la sangre…
—Eso es —concluyó Silvestre —. Yo estoy aquí para cuidar el canto de las ranas.
—¿Qué pasaría si no estuviese?
—Siempre habrá un Silvestre para que su canto no se extinga. Es así de simple.
—Lucinda, conocí al rey de Cantarrana. ¿Lo quieres conocer?
Lucinda, antes de dar su respuesta, golpeó el suelo con uno de sus pies, se pasó pensativa la mano por la barbilla. Lo de rey de Cantarrana le pareció interesante.
—Vamos a verlo —dijo, decidida.
Silvestre parecía esperarlos. Examinó a Lucinda con un gesto alucinado y de la misma manera, después, los miró a ambos.
—¿Quieren escuchar algo? —preguntó.
—¿A las ranas? —se extrañó Manuel.
—No, mi historia.
Sus ojos se perdieron en un punto lejano y dijo:
—Soy el rey de Cantarrana. Lo cuido y lo vigilo, duermo arriba de la encina en los veranos y cuando llueve me protejo debajo de ella. Me alimento de las ranas y cuido su canto con mi flauta. ¿No es una buena historia, Lucinda?
Ella no respondió. Lo había estudiado detenidamente mientras hablaba. A pesar de su corta edad, podía discernir que los harapos no podían ocultar cierta nobleza, aunque rara. No hablaba como campesino, pero algo le comía los ojos por dentro.
—Como historia, sí —contestó luego—, si fuera verdad no estaría conversando con nosotros —no supo por qué lo trató de usted—. Los dueños de Cantarrana viven en la casa grande, los hemos visto pasar en el auto negro.
—Lo sabía. No me crees. ¡Fuera! —exclamó con gestos incongruentes.
Y ambos se fueron del reino de Silvestre, mientras se llevaba las manos a la cabeza.
Una pareja de carabineros salió de la casa del capataz con un detenido a los días después. Cuando pasaron por el frente de la vivienda de Juan, Manuel reconoció a Silvestre, flaco, desgreñado, su ropa convertida en harapos, siendo arreado como una res por el camino.
—¡Manuel! —gritó Silvestre—, me llevan preso. Te dejo mi reino, cuídalo. ¡Que no muera el canto de las ranas!
El pechazo de un caballo lo hizo trastabillar y no terminó lo que quería decir o lo hizo y no se le escuchó.
—¿Qué habrá pasado? ¿Por qué se lo llevan? —preguntó Manuel a Lucinda.
Silvestre se perdió delante de las patas de los caballos, pero persistió en las retinas de Lucinda y Manuel.
—La señora Josefina debe saberlo —afirmó Lucinda y ambos fueron a verla.
Cuando llegaron, su marido, el capataz, en su cabalgadura, se despedía de ella.
—¿Qué pasó, señora Josefina? —preguntaron a un mismo tiempo.
—Se llevaron preso al loco, mi marido lo sorprendió ordeñando las vacas.
—Tendría hambre —arguyó Manuel.
—No sé, es la primera vez que lo veo en persona. Solo había escuchado rumores sobre él.
Llegaron los últimos ardores del verano y de Silvestre no se supo más. «Un loco menos», había dicho el capataz. «¡Pero si no le hacía daño a nadie!», protestó Manuel para sí, recordando que Silvestre no llevaba consigo la bolsa colgada de la encina y decidió ir en su búsqueda.
Por el camino, a esa hora no había un alma. La laguna, un remanso frío y solitario, lo absorbió de nuevo con su propio mundo. Para su alegría, la bolsa continuaba en su sitio. Cuando la abrió fue como entrar en la intimidad de Silvestre, en su interior había una flauta, un medallón metálico, presionó su tapa y quedó al descubierto el retrato de una mujer y una carta. No miró más. La cerró y se prometió a sí mismo guardar las cosas de Silvestre hasta cuando volviera. Sin soltar la bolsa de Silvestre observó la línea férrea, el horizonte y el cielo. El reino de Silvestre ardía bajo el sol en ese momento y desprendía rayos desde el horizonte mismo.
Apenas vio a Lucinda, en la casa, le mostró la bolsa.
—Es de Silvestre —dijo—, se la guardaré hasta cuando vuelva.
—Donde nadie la encuentre —recomendó Lucinda, yéndose hacia el canal, donde llegó Manuel al rato.
Los dos, de espaldas sobre la hierba, miraron el cielo, experimentando la misma sensación: la de haber vaciado sus cuerpos y ya, sin el peso de sus almas, volaban.
Agustina detuvo la vieja Singer, el silencio le abrió los oídos. Los movimientos de Manuela los escuchó en algún sitio, ambas sin necesidad de hablar se habían distribuídos los deberes hogareños. Miró con cariño a su Singer, no siempre la había visto limpia, brillante, funcionando a la perfección como ahora. Recordó a los gitanos cuando llegaron vendiendo ollas a las casas patronales y pailas de cobre en un carromato lleno de cachivaches viejos y menos viejos, oxidados o no, cuya procedencia solo ellos conocían. Uno de esos cachivaches era la Singer. Les preguntó por la vieja máquina, negaron que fuera vieja e inútil, sino una maravilla a la que solo le faltaba un poco de cariño. La convencieron. La compró por cuatro gallinas y una docena de huevos, sin olvidar al gallo que desapareció junto con los gitanos. La conservó con la esperanza de hacerla funcionar algún día. Eso ocurrió cuando el herrero la limpió y la dejó operando. Luego pensó que gracias a Josefina, su primer cliente, habían