Firma con mi nombre. Héctor Caro Quilodrán

Читать онлайн.
Название Firma con mi nombre
Автор произведения Héctor Caro Quilodrán
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789568675905



Скачать книгу

golpes de cascos contra el pavimento. Salió a mirar. La noche lo atrapó con sus estrellas jugando a los puntitos. Las yeguas parían también en noches como estas donde los Gómez. El viejo Gómez consultaba el horóscopo cuando nacía un potrillo. Según él, los hombres y animales estaban sujetos a los astros. Lo afirmaba lanzando un escupitajo al vacío y con un insulto, protestando quizás por la distancia entre él y las estrellas, enseguida pateaba la tierra como si ella tuviera la culpa. Él tenía su propia explicación y se la guardaba para sí. Cuando volvió al despacho, don Olaberry, con un tazón en la mano, se paseaba inquieto.

      —Juan, aquí tenemos pura sangre descendientes de árabes a los que yo agrego sabiduría irlandesa. ¿Ves la foto que está ahí?

      —La vi cuando entré.

      —Pues bien, por el caballo de la foto, me vine a Cantarrana. Lo compraron los Pérez-Azaña y yo le seguí los pasos. Tiene muchos descendientes. Uno más esta noche con la yegua Clarita. Tamborileó el cristal de la fotografía queriendo despertar al caballo y al joven de la foto.

      Los sonidos provenientes de las escuadras dejaron al gringo con la mano en alto. Callaron. Luego la ansiedad los hizo correr. Ya no faltaba nada para el parto. A la media hora asomó el potrillo envuelto en una tela de cebolla. Juan lo ayudó a nacer. El misterio de la vida lo sintió pasar por sus manos con un mensaje escrito en la placenta para ser descifrado. El potrillo, un montón de vida, acurrucado en la paja, inválido, sin muletas, trató de alzarse sobre sus patas: cuatro hilillos temblorosos que se doblaban, inseguro, se afirmó en ellas y buscó el caliostro de las ubres, mientras la yegua giraba su cabeza con una mirada ancestral, casi humana, justo, cuando el pitazo del tren anunció un nuevo nacimiento en Cantarrana.

      —¡Juan, tienes manos de partera —exclamó don Olaberry como si fuera el padre de la criatura—. Luego, sacó sal de una caja guardada en uno de sus bolsillos y desparramó un poco a los pies del recién nacido—. Démosle la bienvenida con sal para que tenga sed de victorias —dijo y se hincó sobre la paja para recitar algo en una lengua desconocida—. Es mi rito para las ocasiones especiales —explicó.

      Juan, conmovido por la escena, se sacó el sombrero en señal de respeto. Quizás don Olaberry invocaba así a Dios.

      —Solo falta darle un nombre. Como es tu primer parto en Cantarrana —afirmó don Olaberry—, te ganaste el derecho de bautizarlo. ¿Cómo lo vas a llamar?

      —¡Renegado! —exclamó Juan, como si ya el nombre lo hubiera tenido listo en la boca.

      —¡Ese nombre parece una condena! Pero es tu elección —exclamó don Olaberry, ya de pie.

      —Es que tuve un alazán con ese nombre. Es para que siga viviendo en este potrillo, don Olaberry.

      —Ya tiene un nombre, ahora me corresponde pedir un deseo —dijo don Olaberry alegre como un niño y cerró los ojos.

      —Y ¿Se puede saber?

      —No, Juan, es un secreto.

      Juan, desde ese día, pudo decir Renegado de nuevo en voz alta. Su potrillo había resucitado en otro Renegado que sería conocido por ser remolón en la partida y el primero en la llegada. Quizás así lo deseó don Olaberry.

      El automóvil negro avanzó lentamente. Los rayos del sol rebotaron en el cromado de los faroles, en el parachoque, en los tapabarros, llenando el camino de reflejos enceguecedores. Los niños reconocieron al coche que habían visto entrar a la casa grande. Dos siluetas se dibujaron a través de las ventanillas traseras: debían ser las de Adelita y Cristiancito, nombres pronunciados por Josefina con mucho cariño y respeto.

      Ya sabían, por boca de Ramoncito, que todas estas tierras, incluído el haras, pertenecían a los Pérez-Azaña. Que eran dueños del agua. Que le habían comprado al gringo Olaberry su sabiduría. Que la misión del capataz era vigilar. Que no se les veía casi nunca, salvo en los veranos, no siendo eso necesario, porque, para eso estaban las dos torres vigilantes, recordándoles su presencia.

      —No te alejes mucho, Manuelín, acuérdate que veremos el tren de las doce, y se entró a ayudarle a su madre.

      Manuel escuchó, esa noche, el canto de las ranas con los ojos cerrados. Mentalmente ubicó su lugar de origen. Al otro día, lleno de curiosidad, esquivó la casa del capataz, abriéndose paso por entre los gansos. Se desvió del camino en dirección a un manchón de árboles, una verdadera isla quemada por el sol, si pudiera verse desde arriba. Cruzó luego los matorrales, protegiéndose los ojos con sus manos. Cuando pisó tierra fresca sintió frío y se vio atrapado por las sombras heladas de los árboles. Una laguna escondida surgió a sus ojos alumbrada por rayos de sol filtrados a través de las ramas de la foresta. Una vez habituado a ver en esta luz media enferma, distinguió una rana que inflaba y desinflaba su cuerpo como el fuelle de una fragua tratando de calentar las aguas verdosas.

      —¿Qué haces aquí?

      Manuel se dio vuelta. Un ser sin edad, joven y viejo al mismo tiempo, lo observaba inquisidor.

      —Miraba nada más —se disculpó.

      El desconocido se sentó como si no tocara la tierra y lo invitó a sentarse, sacó, luego, una flauta de su bolsa e interpretó una sencilla melodía que le colmó la cara de vida y a él, escuchándola, el corazón.

      —¿Te gustó? Es mi bienvenida, al reino de las ranas y al mío. ¿Cómo te llamas?

      —Manuel.

      —Un nombre como tantos. Yo, Silvestre, el rey de Cantarrana —dijo, colocó, luego, sus brazos debajo de la nuca, contemplando de esa manera lo que llamaba su reino. Un débil rayo de luz cayó sobre la palidez de su frente—. ¿Te vio alguien venir hasta acá? —preguntó.

      —Nadie.

      Manuel se tendió también en el pasto, le pareció que de otra manera no podría disfrutar ese momento. De pronto, Silvestre dio vuelta su cabeza, su mirada intensa lo hizo pestañear.

      —Este lugar está lejos de las miradas de la gente Ni siquiera el capataz, que husmea por todos lados, viene. Para él esto es fango, fuente de mosquitos. Es un tipo peligroso, ten cuidado con él. ¿No te has fugado de tu casa o perdido?

      —No —respondió Manuel con presteza—, quería saber dónde cantaban las ranas por las noches.

      —Buena respuesta. No tienes cara de espía, lo que me deja tranquilo.

      Silvestre interpretó de nuevo la misma melodía, que se deslizó por la superficie del agua, subió por la sabia de los árboles hasta la punta de las ramas.

      —Me voy —dijo Manuel, cuando sonó el último tono de «La canción del bosque» como la llamó para sí.

      —Si vienes mañana, recuerda: que nadie te vea.

      Manuel sintió otra vez el peso de su mirada.

      —No se lo diré a nadie —prometió sin que se lo pidiera.

      —¿Dónde estuviste? —le preguntó Lucinda cuando se encontraron por la tarde.

      —Dando una vuelta.

      No mentía ni traicionaba a Silvestre con esa respuesta.

      El mismo camino hizo al día siguiente, aunque tomando más precauciones. Esquivó a los gansos que podrían delatar su presencia, despertando a doña Josefina de su siesta.

      Silvestre, recostado en la hierba, no se puso de pie.

      —Sabía que vendrías y como eres mi único visitante, te contaré algo.

      Y se sentó para dar comienzo a su relato:

      —Cantarrana se llama así por las ranas. Si no te llamaras Manuel, ¿qué serías? Nada y yo tampoco si no tuviese el nombre de Silvestre —Se rascó la cabeza y agregó—. A menos que fuéramos un número. Tiempo hacía que no sostenía un diálogo como ahora. Hablo más con las ranas. ¡Escucha, hablaré con una de ellas! Y, al instante, dialogó y cantó con una a dúo. Con esa ranita hacemos buena pareja;