Название | Agonía en Malasia |
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Автор произведения | Verónica Foxley |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789563248203 |
Tres horas más tarde le extrajeron sangre y orina para hacer las pericias químicas. Afuera del establecimiento, dos amigas transgénero, Nabila y Maya, sus compañeras de noche y también prostitutas fumaban un cigarrillo tras otro sin poder creer lo que había pasado. Maya —de nacionalidad indonesia— había sido la última en verla con vida, ella era su protectora en las calles y a quien los clientes pagaban antes de partir con Tasha, la que la cuidaba del peligro, a su manera, a la medida de su precario radar. Pero además Maya era su mejor amiga y esteticista. Si solo ayer —recordaba— ella misma le había inyectado relleno en los muslos, por los que le había cobrado 300 ringgits, unos 75 dólares. Por eso Tasha tenía ese cuerpo escultural.
Maya también se hacía cargo de mantenerla joven y con la piel lisa y blanca, un color que en Asia se valora como el oro más preciado. Infinitas veces le había puesto bótox en la cara, porque Tasha vivía para ser bella.
Allí, afuera del edificio forense, las amigas esperaban para participar del lavado del cadáver, para ayudar a Tasha a partir al cielo. Tras unas horas lograron entrar a verla. Observarla ahora, ahí, desnuda con algunas marcas violáceas en el rostro, “trazas de congestión alrededor de la cara, el cuello y la parte superior del tórax, compatibles con equimosis” —diría la autopsia— producto de la compresión y posición en la que murió, parecía una idea loca, una escena macabra que nunca podrían olvidar. No pudieron mirar más. Entonces Maya cerró los ojos, recordó ese rostro bello que tanto había cuidado y le dijo adiós.
“Todos somos de Dios y a Él hemos de volver”, repitieron los ahí presentes al empezar la ceremonia. De acuerdo a la ley islámica, en este rito participan las personas del mismo sexo, salvo excepciones que contempla en algunas circunstancias a la viuda. En el caso de que no hubiera ningún hombre disponible para hacerlo, el hospital llamaría a un imán a la mezquita más cercana para que dirigiera el rito3 . Pero en el caso de Tasha no hubo necesidad de hacerlo; había parientes y amigos. En la camilla de esa morgue lavaron su cuerpo tres veces con agua fresca, alcanfor y esencias aromáticas —como mandan las escrituras— mientras los ahí presentes rezaban invocando el perdón de los pecados. Luego amortajaron el cuerpo con una sábana de color blanco y lo pusieron en el ataúd que la llevaría de vuelta al pueblo, al mismo terruño del que Tasha siempre quiso escapar.
El cadáver salió de la morgue a las ocho de la tarde del día 4 de agosto, aproximadamente catorce horas después de su muerte. Su hermana Arfah firmó el documento de reconocimiento del cadáver y la recepción del certificado de defunción. A pesar de que era viernes, cuando el tráfico satura las avenidas, la ambulancia que la llevó hasta el hogar de los Ishak demoró solo tres horas en llegar a Tebal. El ataúd fue rodeado por los familiares y amigos. Solo faltó uno de sus hermanos, Halimi, el que nunca lo aceptó como mujer y que por eso se rehusó a estar con Tasha bajo el mismo techo, por muy muerta que estuviera.
Jack, el amigo peluquero, ya estaba allí. De alguna manera, él había suplido la ausencia de amor masculino y paterno de Tasha. Por eso su lugar en la triste escena era central. Fue la noche más dolorosa de su vida. A la mañana siguiente, el cadáver atravesó los arcos de la pequeña mezquita del pueblo, ubicada a solo cuatrocientos metros de la casa. A esa construcción de paredes de color azul, amarillo y rosa, espacios interiores simétricos, con ventanas enrejadas pero sin vidrios fue adonde la mayoría de los vecinos sí se atrevieron a llegar, porque no todos habían querido ir a darle el pésame a la madre a su hogar. Solo los más íntimos lo habían hecho, ya que la de Tasha había sido una muerte violenta, una muerte rara, pero sobre todo la difunta era trans, lo que suponían algo tan humillante para su familia que por eso era mejor no aparecerse. “No decir nada, no comentar el hecho con nadie y rezar”, se decían sin decírselo siquiera entre ellos, como un código de buena vecindad y de hijos de Alá.
Luego el imán los acompañó hasta el cementerio y en el lugar invocó una cita fúnebre del Corán:
“¡Oh, Al-lah! Perdona a nuestros seres vivos y a nuestros fallecidos; a quienes están presentes y a los ausentes; a nuestros jóvenes y ancianos, y a nuestros hombres y mujeres. ¡Oh, Al-lah! Otorga firmeza en el islam a quienes has otorgado la vida, y haz morir en la fe a quienes has causado la muerte. ¡Oh, Al-lah! No nos prives de la recompensa relacionada con el difunto y no nos sometas a pruebas después de él”.
Allí sacaron el cuerpo del ataúd, de acuerdo a las enseñanzas del profeta Mahoma, lo bajaron entre varios y lo depositaron en la tierra, sobre el lado derecho y con su cabeza mirando a La Meca4 .
El funeral fue sencillo y sin demasiado llanto, como lo manda también el Corán, y luego, durante tres días, la familia continuó rezando. Mahoma dijo además que, cuando un musulmán muere, necesita que al menos cuarenta personas recen por su alma para que Dios acepte esas súplicas. En el cementerio de Tebal ese 5 de agosto había al menos sesenta.
Al día siguiente del entierro, una desconocida golpeó la puerta de la casa de la madre de Tasha. Al ver a esa persona, supo de inmediato que era alguna amistad de su hijo, ya que vestía de mujer y hablaba ronco pero “suavemente”, acota la madre.
—A veces se quedaba conmigo, trabajábamos juntas —le dijo la visita mientras le servían una taza de té.
—¿Y qué fue lo que le pasó? —preguntó Siti Juhar con congoja.
No obtuvo respuesta, probablemente por temor a causarle más daño. La persona guardó silencio y minutos después se despidió.
Ni aquel día ni en los siguientes apareció una sola letra en los diarios, tampoco en los noticieros de la televisión. Meses después saldría una que otra nota, que por cierto no tuvo repercusión alguna en la opinión pública. Hay muertes y casos criminales que importan más que otros, y este definitivamente no era uno de ellos. Tasha era prostituta, drogadicta, vendía lo sacro al mejor postor, no era rica, no era famosa, no tenía redes de protección, solo una familia humilde que añoraba que regresara al pueblo, por mucho que a ella no le gustara y que en su corazón sintiera que no había mundo suficientemente grande que pudiera contenerla.
Capítulo 2
ANTES DEL HORROR
Tal vez sea la propia simplicidad del asunto
lo que nos conduce al error.
Edgar Allan Poe
En el vaho húmedo y el calor de una pequeña celda, Felipe y Fernando no podían comprender del todo lo que estaba ocurriendo. Tampoco Carlos, que en realidad tenía poco y nada que ver con la tenebrosa trama. Una persona muerta. En sus mentes era como una película que ocurría en un lugar extraño, sin secuencia, en blanco y negro y con un guion y un formato equivocados.
Malasia no era Nueva Zelanda, y eso era algo que recién empezaban a entender. Hacía solo veinticuatro horas que habían llegado a Kuala Lumpur, dejando atrás ese bello país que los acogió con el programa de Working Holiday, esas dos islas enclavadas en Oceanía, con una naturaleza prodigiosa de lagos, volcanes y montañas con nieves eternas, parecido al sur de Chile, donde coexisten maoríes y descendientes de ingleses; una nación de casi cinco millones de habitantes con una sociedad pulcra, organizada y alta calidad de vida. Todo eso era ahora un recuerdo de una primavera evanescente. Estando allá es que habían afinado los detalles de la travesía por el Sudeste Asiático. Entre cerveza y cerveza, paseos y también pesados turnos de trabajo Fernando Candia, Felipe Osiadacz y otros amigos que originalmente también serían parte del viaje imaginaban el periplo que empezarían en el mes de agosto por la zona.
No tenían mucho dinero, pero el suficiente como para arreglárselas en los países que iban a visitar. El mundo parecía estar a sus pies y el exótico continente elegido los llevaría a templos y arrozales, a sumergirse en aguas