Название | The Empire |
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Автор произведения | João Valente |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786078646043 |
Comencé a sospechar cuando me dijeron que la banda, a final de cuentas, estaba compuesta solo por ellos dos. Y Ricardo tenía un aire como de no saber de lo que hablaba Mário. A pesar de todo, yo no quise hacer más preguntas y cerramos el trato.
Tan pronto como la compañera les dio la espalda, Ricardo encaró a Mário y le dijo que no tenían nada preparado. Él se defendió diciendo que un concierto sería buena publicidad. Había que comenzar por algún lado. Disponían de una semana para ensayar canciones que todo mundo conociera. No sería difícil: «Algún día teníamos que empezar con la banda, yo solo encendí el motor del carro», concluyó. El problema era que el carro nunca antes había ido a ninguna parte, y el motor se ahogó con el primer acelerón.
Pasaron esos días preparando el espectáculo. Escogieron canciones fáciles de tocar en formato acústico y que la gente reconociera de inmediato. Las primeras que eligieron fueron «Knockin' on Heaven’s Door», de Bob Dylan, «Blister in the Sun», de los Violent Femmes. Para cerrar, tocarían las «Parabéns a Você»** en una versión hard rock. No tenían más que dos guitarras acústicas de baja calidad, y experimentaban serios problemas para hacer encajar la voz de Mário. Al darse cuenta de que por primera vez tocaban ante un público, Mário se saltaba acordes por concentrarse en la voz o se le olvidaba la letra por enfocarse en la guitarra. Todo esto hizo que una idea que sonaba perfecta el miércoles, para el jueves pareciera dudosa, delirante para el viernes y una locura el sábado por la mañana.
A pesar de su creciente nerviosismo, se encontraron en un café cerca de la casa de la cumpleañera después de la comida. Había un jardín en frente y podían aprovecharlo para hacer un ensayo general al aire libre. Tan pronto como Mário llegó al café —Ricardo ya estaba ahí— le mostró una cartulina blanca: tenía escrito The Deadly Machine en letras negras y vagamente góticas. El genio de marketing que vivía dentro del vocalista era incontrolable.
Una copa llevó a otra y, en menos de media hora Mário se tomó dos martinis y cuatro imperiales. Ricardo se dio cuenta de que su compañero estaba muy nervioso. Más todavía: tenía miedo. Como era costumbre entre los dos, Ricardo pagó la cuenta y sugirió que salieran al jardín. Se sentaron en una banca. Sentían que el universo conspiraba contra ellos. Por más que lo intentaban no lograban afinar las guitarras, y cuando parecía que lo conseguían, una de las cuerdas subía o bajaba un tono. A Mário se le olvidaban las letras, entraba en un momento equivocado o desafinaba. Ricardo se esforzaba por ayudarlo, pero acababa perdiendo la concentración y también se equivocaba. Las dudas de la cumpleañera volvieron en el momento en que sus compañeros tocaron el timbre:
Abrí la puerta de la calle y ahí estaban ellos. Con la mirada perdida y un tufillo a alcohol. Cada uno llevaba una vieja guitarra y una cartulina doblada bajo el brazo. Comencé a arrepentirme de haberlos invitado. No parecía que fueran a dar un gran concierto, pero les mostré el camino hacia el garaje, donde estaba la fiesta. De un lado había preparado un escenario con dos sillas altas y los llevé hacia allá. Del otro lado había una mesa con el aparato de sonido y enfrente estaba el bar. En vez de dirigirse al escenario dejaron las guitarras y se fueron directo a la mesa de las bebidas. Llenaron de ginebra dos vasos de plástico y me dijeron: «Qué buena fiesta». Ni siquiera se acordaron de desearme feliz cumpleaños. Se quedaron ahí bebiendo y hablando entre ellos hasta las nueve de la noche, la hora a la que debía empezar el concierto.
En ese momento todos se quedaron en silencio y apagaron las luces, solo las lámparas detrás del escenario improvisado permanecieron encendidas. El público aplaudió y Mário, que parecía haberse preparado durante toda la vida para ese momento, dijo: «Buenas noches, nosotros somos los Deadly Machine».
Ricardo tocó la intro de «Blister in the Sun» y siguió. Estaba a la espera de que entrara la segunda guitarra y la voz, pero nada… Levantó la mirada y vio a su amigo: parecía un pescado en la vitrina del súper, con la boca abierta y los ojos sin vida. Intentó tapar el error y anunció con desenfado que tocarían un tema de los Violent Femmes, al tiempo que le dio una discreta patada a Mário. Volvió a empezar, pero no podía contener el vértigo de la humillación. Con el calor y la humedad de aquel garaje lleno de gente las guitarras se desafinaban con facilidad. No se entendían en los ritmos, Mário se equivocaba en las letras y se confundía con el inglés. También Ricardo, con el nerviosismo y el alcohol que habían ingerido, además de la sensación de que todo aquello era una equivocación épica, cometía errores en serie. Después de «Blister in the Sun» y de «Wish You Were Here» de Pink Floyd, intentaron con «Come As You Are» de Nirvana. A media canción Mário se levantó y salió corriendo. Ricardo pidió disculpas, tomó las guitarras, volvió a pedir disculpas y dio por terminado el concierto.
Aquel cumpleaños puede ser considerado como el peor medio espectáculo de la historia de la música, aunque la organizadora de todas maneras lucró con él. Nunca pagó la botella de whisky prometida y, una semana después de que se anunciara la disolución de The Empire, vendió en eBay la cartulina de los Deadly Machine, que había quedado olvidada en su garaje, en nada menos que 4,720 dólares.
Ricardo salió con las guitarras sobre los hombros como si fueran espadas y encontró a Mário fumando un cigarro, sentado en el bordillo de la banqueta. Se sentó junto a él convencido de que aquel episodio sería la lápida sobre la tumba de los Deadly Machine. Sin embargo, Mário necesitaba demasiado a la música para desistir a la primera desaveniencia. Se dio vuelta para encarar a su amigo y, con el índice alzado en el aire le garantizó que de ahí a veinte años todos esos «retrasados mentales» —esa era la expresión que usó— guardarían un disco de los Deadly Machine en su librero. En seguida usó los dedos de esa misma mano para enumerar la lista de tareas que tenían que resolver: encontrar un baterista, un bajista, arreglar sus instrumentos y comenzar a escribir sus propias canciones. Se dieron cuenta de que estaban viviendo un momento crucial en sus vidas. Más allá de la borrachera y de la humillación a la que se vieron expuestos, a pesar del miedo al futuro y de una infancia desdichada, Mário hablaba en serio. Ricardo abrazó a su amigo y selló su compromiso. Formaban una banda y no se detendrían hasta alcanzar todos los sueños posibles. Se levantaron y se dispusieron a terminar con la empresa que habían interrumpido momentos antes, pero no se referían al concierto de cumpleaños —eso ya había desaparecido por completo de su mente—, sino a la borrachera descomunal que apenas estaba a medio camino.
A partir de aquella noche, Mário comenzó a tocar puertas en busca de trabajo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal que le pagaran. En su casa decía que iba a la escuela. Ricardo no podía hacer lo mismo, sus padres de inmediato se dieron cuenta de lo que pasaba, por eso el vocalista fue quien se encargó de conseguir el dinero que necesitaban para comprar los instrumentos, y al guitarrista le tocaría encontrar a los integrantes que faltaban para formar la banda. Mário le cayó bien al dueño de un bar ínfimo e inmundo en la calle de la Woodstock. Durante una semana tuvo que trabajar como loco sin recibir medio tostón, solo para demostrar que era responsable y aplicado. Acabó por contratarlo y, al cabo de un mes, se pasaba los días lavando platos, trapeando el suelo y limpiando las mesas de dos cafeterías y de un restaurante, situados entre la escuela y la tienda de música. Hasta la hora de la comida estaba en las cafeterías, y por la tarde lavaba los platos y los vasos en el restaurante. Ganaba en total 12 mil escudos por semana y podía desayunar y comer gratis. Adoptó una regla de oro: todos los viernes le entregaba