Название | Yo era el mar y no lo sabía |
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Автор произведения | Betsheba Gil Vásquez |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786124882500 |
Mis amigas andaban un poco molestas, su nivel de exigencia respecto a mi estar me sobrepasaba; mis amigos, en cambio, permanecían en silencio dejándome ser, o amándome quizá, pero, al fin y al cabo, dejándome ser.
Vincenzo fue el primer maestro que tuve. Estoy convencida de que ninguno de los hombres de los que hablaré aquí fueron conscientes de la labor que cumplieron, mas sí que sufrieron conmigo e hicieron suyo mi dolor. Al menos un tiempo y a su manera, me llenaron de amor. Y fue el amor lo que los indujo a la paciencia infinita, la conversación auténtica, la admiración genuina, y a dejarme ir cada vez que yo así lo quería.
Al día siguiente volvió aparecer Vini, como lo llamábamos en el cole. «¿Qué haces?», me preguntó por mensaje. No respondí, y un par de horas después, llamó. No contesté, solo le envié un mensaje donde le pedí que mejor habláramos en la noche porque en ese momento estaba ocupada; obviamente nada de eso era verdad. Apenas dieron las 9, Vincenzo llamó. No contesté, no entendía bien qué quería y tampoco quería saberlo. Pasaron unos días, me olvidé y él no insistió. Llegó septiembre y el cumpleaños del enamorado de mi hermana. Fuimos a su fiesta, me divertí un poco, pero en determinado momento quise volver a casa. No sabía cómo decirles sin incomodarlos pues se sentirían comprometidos a volver conmigo. Era medianoche y tenía miedo de irme sola, así que mientras iba pensando cómo salir de allí, entró la llamada de Vincenzo. Lo primero que me dijo fue: «Quiero verte hoy». Siempre he admirado a las personas que tienen el valor de hablar de frente, pues pienso que no te dan muchas opciones, es sí o es no, así que casi siempre les digo que sí, tal cual lo hice esa noche.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En Lince.
—Yo en Barranco, voy para allá, mándame la dirección.
Al colgar estaba nerviosa, no podía creer que él vendría por mí; es más, no sabía para qué. Me llené de emoción, así que me metí al baño para arreglarme. Estaba en eso cuando mi hermana tocó la puerta. «Ha venido un niño hermoso preguntando por ti», dijo. Salí muerta de nervios y allí lo vi, esperando a que yo saliera, recuerdo que llevaba una camisa negra, un bluejeans y un olor delicioso. Tragué saliva y me sentí la más horrible del mundo. Mi hermana nos observaba sin parpadear cuando él dijo: «Qué hermosa estás, no has cambiado nada, Betsheba», y me abrazó. Nos veíamos después de mucho tiempo, así que me dejé abrazar, y mientras permanecía abrazada, boté todo el aire contenido por hacerme la fuerte. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Solo nos separamos cuando la mamá del cumpleañero nos ofreció unos bocaditos que ambos rechazamos para de inmediato sentarnos a conversar. Nunca había visto, hasta ese momento, a un hombre así por mí. Me observaba el cabello y luego decía que era muy brilloso; pasaba sus dedos, luego se acercaba como queriéndose ver en mis pupilas. Yo me sentía plenamente admirada, jamás me había pasado algo igual, así que traté de sobrellevarlo. Ahora que lo pienso, quizá yo lo observaba igual. Conversamos mucho, me enteré de que él había estudiado Ingeniera Mecatrónica en San Marcos, su familia se había ido a vivir a Estados Unidos, él trabajaba en una transnacional y algunas veces era modelo de algunas marcas de tablas de surf. Esa noche hablamos de música, de películas, de comidas, de política; tenía una manera tan pragmática de ver la vida, y yo fui tan pesada; no era la diferencia de edades, era mi complejidad.
Después de un rato conversando dijo:
—Vámonos, todos están tomando mucho.
—¿Y a dónde vamos?
—A donde quieras.
—Quiero ir a mi casa.
—Vamos a tu casa, entonces. ¿Te da miedo ir caminando?
—No, pero...
—Digo que me gustaría pasar un tiempo más juntos.
Salimos y empezamos a caminar, me hizo mil preguntas, reímos mucho, por ratos en mi mente se filtraba el recuerdo de Manuel y me quedaba callada. En esos momentos él preguntaba si quería que tomemos taxi para evitar el frío. Todas las veces respondí que no era necesario. Cuando llegamos a la puerta de mi casa dijo:
—Gracias por dejarme verte al fin —y se acercó con intención de besarme, a lo que yo solo atiné a bajar la mirada—. Discúlpame, no te pregunté si tenías enamorado. Tienes, ¿no? ¿Por qué te ríes?
—No es nada, me acordé cuando estábamos en el cole.
—Me gustas mucho.
—Tengo que irme.
—Solo es un beso, Betsheba.
Lo miré, pero no respondí.
—Gracias por acompañarme.
Nos miramos unos segundos y sentí su respiración cada vez más acelerada y luego su frustración al botar el aire.
—¿Nos vemos mañana? —preguntó.
—Nos vemos mañana —respondí yo.
Abrí la puerta, me acerqué, le di un beso en la mejilla y me metí a la casa.
En el transcurso de los días, Vincenzo volvió a pedirme que nos viéramos. Y no es que me hiciera de rogar, yo de verdad no podía, así que inventaba algo, él insistía un poco, luego se ausentaba.
Una noche mis tíos me invitaron al teatro, sabían que me encantaba. Al finalizar la función fuimos a comer y, finalmente, a tomar helados. Estábamos por el Óvalo de Miraflores cuando entramos a la heladería y vi a Vincenzo. Al verme se le dibujó una sonrisa divina en el rostro y, sin más, se acercó y me abrazó. Se lo presenté a mis tíos y ellos, después de una pequeña charla, optaron por irse y me dejaron con él. Vincenzo no salía de su asombro, constantemente repetía «¿Tanta suerte puedo tener?». Yo admiraba la forma en que nunca pedía explicaciones ni se molestaba, incluso si se daba cuenta de que me inventaba pretextos para no verlo. Cada vez que hablábamos por teléfono, o en las dos ocasiones que nos vimos, yo esperaba algún maltrato, alguna queja, algo que nos hiciera pelear o me asustara, y cada vez que no pasaba, me sorprendía. Esa noche llegué a pensar que la razón por la que él actuaba así era que no tenía otro interés que el amical, así que decidí entregarme poco a poco a nuestra amistad. No había nada que temer, nada que perder, además, como yo era mayor que él, en teoría, podía llevar el control de la situación. Esa fue una gran ventaja para él, ya que su supuesta inocencia y mi «vasta» experiencia me daban más confianza. Con el tiempo me di cuenta de que fue exactamente al revés. Mi edad no me había hecho más experta.
Aquella noche caminamos por San Isidro y después seguimos por el malecón de Miraflores, hasta que finalmente llegamos a su casa, que estaba a unas cuantas cuadras del malecón. Conocí a Rob, el perro más dulce que había visto en mi vida. Mi mente no estaba con Vincenzo, me invadía un sentimiento de culpa y confusión. Había llegado hasta allí, de noche, muy tarde, ¿qué seguía? Yo no estaba preparada para nada. ¿Mis cálculos de amistad me habían fallado? Parecía que sí. Trajo dos copas y una botella de vino, puso Bossa Nova y no pude evitar pensar que estaba en una degustación en algún centro comercial. La música me transportó y él se dio cuenta.