Conceptos fundamentales para el debate constitucional. Departamento de Derecho Público. Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile

Читать онлайн.
Название Conceptos fundamentales para el debate constitucional
Автор произведения Departamento de Derecho Público. Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9789561428102



Скачать книгу

En América Latina existen Tribunales o Cortes Constitucionales en Guatemala, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Los restantes Estados han optado por conferirle esta potestad a la Corte Suprema de Justicia, ya sea directamente (Argentina) o a través de una Sala Especializada (Costa Rica).

      El debate sobre una nueva Constitución para Chile deberá considerar, entonces, cómo contemplará el respeto al principio de supremacía constitucional y qué órgano deberá abordarlo: si el Tribunal Constitucional (como hasta ahora) o la Corte Suprema (como ocurrió hasta la reforma del año 2005). En el caso de mantenerse el primero, habrá de decidirse si las leyes se controlan (o anulan) solo cuando ya están rigiendo o, también, en forma preventiva (evitando que ingresen leyes inconstitucionales al ordenamiento). Asimismo, las competencias que habilitan para ejercer la judicatura constitucional, con independencia y objetividad, será otro tema de gran relevancia para contrarrestar las críticas al actual Tribunal Constitucional como una “tercera Cámara”. Con todo, la existencia de un legislador incontrolable ya no es opción en un Estado constitucional y democrático de Derecho.

      “La existencia de un

       legislador incontrolable

       ya no es opción en un

       Estado constitucional y

       democrático de Derecho”.

      MARISOL PEÑA T. (P. 32)

       BIEN COMÚN

      FELIPE WIDOW L.

      Desde que el estallido de octubre, en Chile, intensificó la discusión constitucional y aceleró hasta velocidades insospechadas el curso de una eventual reforma o refundación de nuestra vida en comunidad, se hizo frecuente escuchar conceptos tales como un “nuevo pacto social” o una “nueva casa común”. La Constitución, al parecer, debía ser el marco normativo de tales propósitos. Una mirada optimista de este escenario podría generar la impresión de que lo que está en el centro de estas conceptualizaciones y propuestas es el bien común. Al fin y al cabo, solo podremos ponernos de acuerdo —en un nuevo pacto social— si lo que perseguimos es el bien de todos. Lamentablemente, la cuestión no es tan sencilla, y desentrañar el lugar de la noción de bien común en la discusión constitucional contemporánea es una tarea difícil.

       Un poco de historia

      Para explicar esta dificultad es necesario hacer un brevísimo recorrido histórico: la vida política tal como la entendemos en Occidente, esto es, como una empresa colectiva de conciudadanos libres, tiene registro de nacimiento en la polis griega, y especialmente en Atenas. La práctica de hombres como Temístocles, Arístides o Pericles, y la teoría de Sócrates, Platón o Aristóteles son, sin duda alguna, las referencias originarias e ineludibles de todo el pensamiento político posterior. Y, para aquellos antiguos, el bien común político gozaba de unas notas claras y distintas: se trata del bien completo del ciudadano, no de una parte de él —como sería el caso del bien propio de cualquier sociedad intermedia o corporación—; ese bien completo se extiende a tres especies de bienes: los bienes exteriores (como el alimento, el vestido y la vivienda), los bienes corporales (como la nutrición y la salud) y los bienes espirituales (como la sabiduría y la justicia); pero no todos esos bienes entran del mismo modo en el bien común político, sino que los exteriores y corporales son accidentales (lo cual no significa que sean poco importantes en la organización de la vida política) y solo los bienes espirituales son esenciales. La razón de esto se encuentra en el significado más inmediato de lo “común”: es común aquel bien cuya posesión no es excluyente, es decir, que puede ser de unos y otros sin que la participación de unos —en el bien— reste o limite la participación de otros; al contrario, la “comunicación” de estos bienes perfecciona su posesión individual y colectiva. Lo común, por ello, se opone a lo privado que, como su nombre lo indica, es “privativo”, esto es, excluyente. Dos personas no pueden nutrirse del mismo alimento, ni llevar el mismo vestido, ni habitar el mismo espacio; en cambio sí que pueden poseer un mismo saber, participar en una misma tradición cultural y gozar de una sola justicia. Estos últimos bienes, de hecho, son “comunicables”: cada ciudadano los recibe de otros y, con ello, se perfecciona la posesión de todos (alcanzará más sabiduría el hombre que esté rodeado de otros sabios; el arraigo cultural es siempre un fenómeno comunitario, nunca individual; y cuanto más intensamente ame cada uno la justicia, más extensa y profunda es la justicia de la ciudad). La polis griega no fue una república ideal en la que el amor por lo común hiciera desaparecer toda discordia, pero se le debe reconocer por descubrir el único fundamento posible de una auténtica concordia política: la búsqueda de un bien en la que lo excluyente queda subordinado a lo comunicable, es decir, en la que hay una primacía de lo espiritual.

      Esta extraordinaria herencia de los antiguos alcanza un nuevo despliegue —y unas nuevas tensiones— en su encuentro con el cristianismo: cuando comienza a tomar forma la república cristiana, aquella centralidad política de lo espiritual aparece íntimamente vinculada a un bien común sobrenatural, y la unidad política parece depender de la unidad religiosa. Pues bien, la seña genética más clara de la modernidad política radica, precisamente, en el esfuerzo por reconstruir la concordia política cuando se ha perdido la unidad religiosa. Pero la división moderna no fue solo religiosa, sino que implicó un progresivo eclipse —lento pero irrefrenable— de toda unidad espiritual: poco a poco se fue resquebrajando la “comunión” cultural, jurídica, filosófica, artística, moral… La teoría y la práctica políticas siguieron empeñadas en posibilitar la convivencia, pero lo hicieron de un modo en que la disgregación era ya un dato constitutivo de la sociedad, y no un obstáculo cuya superación desafiaba a la política. De este modo, el bien común de los clásicos fue reemplazado por el conjunto de las condiciones para que sea posible el bien privado, a pesar de la vida social; y la unidad política se hizo formal y extrínseca, intensificando, con ello, la disgregación social. Este es —si se permite tan extrema simplificación— el factor integrador de los contractualismos liberales, de Locke a Rawls, pasando por Rousseau y Kant. Y a esta privatización liberal de la vida humana no se opusieron más que construcciones teórico-prácticas totalizantes, donde la unidad no se recupera por el rescate de lo común y comunicable, sino por la destrucción de la singularidad de las partes, como duramente nos enseñaron los totalitarismos que emergieron el siglo pasado y perduran hasta hoy.

       Abstracción ideológica y crisis política

      ¿Qué tiene que ver esta historia con la discusión constitucional presente? Mucho, porque somos actores de un drama político —que amenaza tragedia— cuyo núcleo argumental es la más profunda, intensa y beligerante disgregación social que hayamos visto nunca. Nuestra vida social está marcada por fracturas que exceden con mucho las naturales e inevitables diferencias que toda sociedad lleva en su interior: se trata de visiones —ideológicamente distorsionadas— de lo verdadero, lo bello y lo bueno que, lejos de manifestar su esencial comunicabilidad, aparecen como discursos excluyentes, destructivos de la diferencia y el disenso, cerrados a todo diálogo, prestos a adoptar nuevas y sofisticadas formas de violencia comunicacional (y aun física, como tristemente nos ha tocado ver). El diagnóstico es duro, pero realista. Y, ante esta realidad, ¿cómo podríamos integrar la consideración del auténtico bien común —ese que se funda en la comunicabilidad de la perfección espiritual de la persona— en nuestra discusión constitucional? Desde luego, no podemos esperar que un texto legal obre un milagro: una Constitución puede, eventualmente, manifestar la unidad política y colaborar en conservarla y perfeccionarla, pero no la produce.

      ¿Entonces no tiene sentido —podrá preguntarse alguien— volver, en este contexto, sobre la idea de bien común? Las referencias a este bien, en la discusión constituyente y en el nuevo texto constitucional que resulte de ella, ¿son meras fórmulas retóricas vacías de todo contenido real? Lo serán, desgraciadamente, si es que permanecen en el ámbito de las ideologías abstractas, pues allí es donde los sistemas son irreductibles, las fracturas incurables y los abismos insalvables. Pero el bien común no es un principio