Conceptos fundamentales para el debate constitucional. Departamento de Derecho Público. Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile

Читать онлайн.
Название Conceptos fundamentales para el debate constitucional
Автор произведения Departamento de Derecho Público. Facultad de Derecho Pontificia Universidad Católica de Chile
Жанр Социология
Серия
Издательство Социология
Год выпуска 0
isbn 9789561428102



Скачать книгу

personas, pues el poder solo podrá ejercerse si ha sido atribuido previamente por la Constitución o la ley y deberá someterse estrictamente al marco, procedimiento y finalidad fijados por dichas normas jurídicas. La vigencia efectiva de un Estado de Derecho requiere de tres pilares básicos: la juridicidad, el control y la responsabilidad.

      El principio de juridicidad exige el sometimiento pleno de los diversos órganos del Estado al Derecho, a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella. Una consecuencia directa de la juridicidad, quizás la más relevante, consiste en la protección de los derechos de las personas y en su consideración como un límite a la acción del Estado en la promoción del bien común.

      Sin embargo, la sola consagración de la juridicidad en un texto constitucional no basta para que sea efectiva, para que rija en la realidad. En efecto, si no existen mecanismos para verificar constantemente su respeto por parte de los órganos estatales y sin una consecuencia que se derive de su infracción, tal consagración no deja de ser una mera declaración, a lo más una aspiración programática. Precisamente, los principios de control y de responsabilidad hacen efectiva la juridicidad, permitiendo que se manifieste en la realidad la idea del Estado de Derecho y se respeten los derechos fundamentales de los ciudadanos.

      El control consiste, en términos simples, en verificar el cumplimiento de reglas, estándares o principios. Así, el control permite contrastar la forma en que una autoridad estatal actuó con la forma en que debió hacerlo, pudiendo identificarse una eventual infracción y corregirla, expulsando el acto del ordenamiento. Ahora bien, el objeto del control —lo que se controla— puede ser variado: desde la legalidad de la actuación (el cumplimiento de las normas que la rigen) hasta el mérito, la oportunidad o la conveniencia de una decisión, incluyendo también la eficiencia o eficacia de esta. Lo relevante es que tal control pueda desplegarse de manera efectiva e integral, a través de todos los órganos estatales y respecto de todo acto de ejercicio de poder público. Para ello, es necesario que existan múltiples órganos de control, por una parte, y variados mecanismos para activar dichos controles, por otra, incluyendo vías de acción para los ciudadanos. Esta multiplicidad de entidades y vías de control busca responder a una clásica inquietud de la filosofía política, consistente en evitar órganos inmunes al control, sea cual fuere la función que cumplan o su relevancia.

      Actualmente, las sociedades democráticas consideran el control como una función esencial del Estado, mostrando una creciente preocupación por diseñar sistemas institucionales en que los diversos órganos puedan controlarse unos a otros (por ejemplo, bajo la idea de los pesos y contrapesos). Sin perjuicio de ello, debe destacarse el rol fundamental que corresponde cumplir al Poder Judicial en el control del ejercicio del poder público. En efecto, los tribunales de justicia representan la máxima garantía de control, ante un tercero imparcial y con un debido proceso, a fin de detectar actuaciones ilícitas o abusos de poder, anular actos y amparar a las personas en el ejercicio legítimo de sus derechos.

      Decíamos que para hacer efectiva la juridicidad —el sometimiento del poder al Derecho—, no basta declararla, sino que resulta necesaria la existencia de un sistema de control, capaz de detectar infracciones. Pues bien, el control por sí solo tampoco será suficiente si no va acompañado de la obligación de hacerse cargo de los efectos de la infracción, ya sea por parte del agente estatal respectivo o, incluso, por parte del Estado mismo. Esta es precisamente la función de la responsabilidad en el derecho: forzar a los sujetos a asumir las consecuencias de sus acciones u omisiones.

      Existen diversas manifestaciones de la responsabilidad jurídica. La penal apunta a castigar a quien ha cometido un delito, manifestándose a través de una condena que puede incluso privar al sujeto de su libertad.

      La administrativa, por su parte, se detona por la infracción de los deberes de los funcionarios públicos, y consiste en soportar desde multas hasta la pérdida del cargo, según la gravedad de la falta. La responsabilidad política recae en las altas autoridades del Estado y consiste en la expulsión de sus funciones, generalmente por incumplimiento de deberes o atentar contra el interés general. La responsabilidad civil, finalmente, consiste en hacerse cargo de los daños que una acción pudo provocar en una persona y se traduce en el deber de compensarlo, a través del pago de una suma de dinero. Esta es la forma en que se verifica la responsabilidad del Estado, ante actuaciones u omisiones que puedan lesionar a una persona, surgiendo el deber de indemnizarla íntegramente.

      La idea de un Estado responsable ante los ciudadanos es una conquista relativamente reciente de la civilización. Históricamente primó la idea del poder público ilimitado frente a la esfera patrimonial privada, expresada en los regímenes monárquicos bajo un principio explícito, inspirado en el derecho romano: “el rey no puede cometer daños”. Incluso superada la monarquía se mantuvo este privilegio en los Estados modernos, ahora sobre la base de la idea de “soberanía”. En este escenario, los daños causados por la actividad estatal recaían en el funcionario, asumiendo que pudiese ser identificado como tal, resultando generalmente insuficiente su patrimonio para asegurar una indemnización efectiva de la víctima.

      Actualmente, como resultado de una transformación cultural en la apreciación de los derechos fundamentales y el rol del Estado, se entiende su responsabilidad como una garantía patrimonial de las personas, consistente en que no deberán soportar daños antijurídicos causados por las actuaciones del poder público. Respecto de la procedencia de la responsabilidad estatal, las constituciones suelen distinguir según la naturaleza del órgano que actúa. La responsabilidad del Estado-Administración (Poder Ejecutivo) es la más amplia, disponiendo las personas de acciones para reclamar la indemnización de cualquier daño antijurídico causado por alguna acción u omisión. La responsabilidad por actos del Poder Judicial suele restringirse a casos en que pueda verse afectada la libertad de una persona de modo injustificado. Respecto del Legislador y de la posibilidad de reclamar indemnizaciones por sus actos, se trata de una materia controvertida en doctrina.

      Ciertamente, de cara a una discusión constitucional, debiese analizarse la forma de hacer efectiva esta responsabilidad respecto de toda actuación estatal, aportando claridad acerca de las vías de reclamación, el título necesario para exigir la indemnización y su aplicación a cada esfera del poder estatal.

       DEMOCRACIA

      JOSÉ FRANCISCO GARCÍA G.

      El Presidente Abraham Lincoln, en su famoso Discurso de Gettysburg en noviembre de 1863, nos legó la que quizás sea una de las definiciones más famosas y simples de democracia: “el gobierno del pueblo, para el pueblo, por el pueblo”. La Real Academia Española la define como el “predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado”.

      Desde una perspectiva histórica, se remonta a la antigüedad, y más precisamente a la Atenas de Pericles del siglo V a. C., en el período en que son los propios ciudadanos los que deliberan y deciden acerca de los asuntos públicos de la polis reunidos en asamblea. De aquí su origen etimológico: demos (pueblo) y krátos (gobierno). No tendrá buena fama entre los estudiosos de las ideas políticas en el largo período comprendido entre Aristóteles y El Federalista (Hamilton, Madison y Jay). La democracia deberá esperar hasta el siglo XIX, en medio del surgimiento de los partidos políticos contemporáneos, para gozar del prestigio y la universalidad que tiene hoy. Quizás sea en La Democracia en América, de Alexis de Tocqueville, en dos tomos (1835 y 1840), donde mejor se plasme la descripción de lo que posteriormente será nuestra idea contemporánea de democracia como fundamento de legitimidad del poder político, y sobre la base de los valores de la libertad, la igualdad y la participación. Tocqueville destacará además el conjunto de prácticas e instituciones que la suponen y las tensiones que genera.

      Hoy, cuando pensamos en democracia, usualmente la asociamos a una concepción mayoritarista, esto es, el uso de la regla de mayoría para la toma de decisiones colectivas. Esta concepción se basa en diferentes justificaciones: otorga estabilidad a las decisiones colectivas, pues al agregar las preferencias de una mayoría aumentan las probabilidades de acertar en la decisión (teoría del jurado de Condorcet); logra el bienestar de la mayoría (idea consecuencialista o utilitarista), o, el argumento tradicionalmente más fuerte,