Название | Juana la enterradora |
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Автор произведения | John Saldarriaga |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585495821 |
Sin, embargo, él no había abierto la boca todavía. Segundos después, con su voz hecha jirones, por fin me dijo:
—¿Sabías que… que la pólvora —volvía por momentos blancos los ojos, en un visible sufrimiento—… que la pólvora… sabe a azúcar?
Al mirarlo, creí ver dibujada una tenue sonrisa en sus labios, como si el cabeciduro aquel celebrara su inoportuno comentario. No pude evitar verlo más tonto que antes. Pero lo compadecía, cómo no.
Nada contesté. Me aparté de él un poco de modo que pudiera notar una leve sonrisa dibujada en mi cara, le apreté su mano izquierda, la más cercana a mí, y me sequé las lágrimas para que no me viera llorar más.
Otras dos veces hizo esfuerzos para hablar, ambas en vano.
No sé cuándo llegamos al hospital.
Corrieron con él hasta el quirófano y a mí me desviaron a una salita de espera donde había unas personas, pocas, que me miraban intrigadas. Me reconocieron, la hija del sepulturero. Me saludaron. Después no me quitaban la vista de encima; les habrá resultado difícil dejar de mirarme vestida con esa especie de sudario.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Finalmente me hicieron pasar a otra sala grande, en la que un médico y tres enfermeras se ocupaban de dos heridos y un quemado con pólvora. William estaba tendido en una cama encerrada por cortinas de hule, al fondo del salón. Me quedé a su lado. Allí no había prisa.
En la madrugada, alguno de los de la casa, ¿el mequetrefe de Alfonso?, atendió la orden de mi padre y me llevó un abrigo, no tanto para que me cubriera del frío, me dijo, sino para que no asustara a la gente con mi larga figura, cabello profundamente negro y tez pálida como la cera, vestida con esa batola semejante a una mortaja, pues me podrían confundir con un espectro.
—El Espanto de la Navidad —me dijo.
Daría fuerza a la leyenda de la viuda oscura, muerta en el hospital un diciembre y, entonces, cada fin de año vagaba por los pasillos sin consuelo en busca de su esposo amado, fallecido hacía más tiempo. Atormentaba a las enfermeras en sus rondas y halaba de la bata a los médicos cuando abandonaban el edificio. Ya ninguno quería hacer el turno nocturno en esas calendas. Habló con boca de ganso el simplón ese, no sé si por burlarse… Pero a quién se le ocurre reírse en una situación así.
De pronto, un médico, pañoleta azul atada en la cabeza, corrió la cortina y dejó pasar su figura. Se acercó a mí para anunciarme:
—No vivirá.
La enfermera hizo su ronda a las dos. Revisó las mangueras del suero y las medicinas. Le tomó el pulso, la temperatura.
William sudaba y su rostro se ponía cada vez más rojo, un rojo intenso como el de un herrero junto a la fragua. Despertó. Desde entonces no me quitaba de encima esos sus ojos vidriosos o más bien pétreos, como los ojos de las estatuas que nada ven. Y esa mirada me llegaba al alma.
¿Y William, de dónde apareció? Pensé de pronto y lo pienso ahora, tantos años después, mientras escribo estas memorias. No lo sé. Fue como un fantasma. Este William, cuyo apellido no recuerdo —para consignarlo aquí tendría que ir a leerlo en su lápida—, parecía haber surgido como un ángel malo, cuando menos lo esperaba, si es que algo así puede esperarse. No digo malo en el sentido de malvado o despreciable, aunque tampoco era un santo; lo digo en el sentido con el cual apareció la serpiente del Paraíso: pura tentación. Con sus detalles, palabras melosas y acciones un tanto infantiles, llegó para dañarme el corazón y torcerme del camino religioso marcado para mí.
En ese momento, le perdoné sus repetidas amenazas:
—Si te llego a ver con otro, ¡te mato a peinilla!
Acerqué mi rostro al suyo. Su semblante era tranquilo. Noté que hablaría. Agucé el oído. Media docena de palabras constituyeron su despedida:
—Te seguiré amando en la eternidad.
Se estremeció como un poseso por varios minutos. Saltaba ahí tendido como si el espíritu de esa pólvora saltarina estuviera dando su adiós desde dentro de su organismo, en un espectáculo obsceno y pavoroso. Murió a las cuatro, bañado por mis lágrimas, lo llevaron a la funeraria a las cinco y anunciaron su entierro para las tres de la tarde.
Cuando mi padre llegó me encontró en la salita de espera donde inicié la noche. No lloraba. Pensaba, ahora sí, hacerme monja, como lo tenía dispuesto desde niña. No me hizo pregunta alguna, como si ya lo supiera; tampoco le dije nada. Me entregó un fardo de papel y me dijo:
—Andá a cambiarte de ropa y a calzarte. No te podés quedar así.
Los padres y hermanos del difunto vinieron desde Pereira para el entierro. Lo velamos en mi casa; qué más podía hacer, si en la de él apenas cabía la cama, un escaparate, el fogón y una nevera como de mentiras. Les conté todo. ¡Oí! A mí me vinieron a investigar y todo, en la casa, como unos policías. Y vieron que no tuve la culpa.
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