Juana la enterradora. John Saldarriaga

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Название Juana la enterradora
Автор произведения John Saldarriaga
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585495821



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      Ella no murió de nada, quiero decir, no estaba enferma. Solo se fue apagando un día, desde el amanecer. Cuando me levanté, la luz del Sol apenas comenzaba a dibujar los utensilios de la cocina. Preparaba chocolate, como de costumbre. Terminó de batirlo. Me dio una taza. Desde que me lo entregó, noté en ella un raro temblor. Era leve, sí, pero también inusual. Se lo advertí.

      —No es nada. Mis manos quedaron agitadas por batir el chocolate; eso debe ser.

      Volvió a la cocina y tomó un par de analgésicos “por si las moscas”, como solía decir. Yo salí al patio de atrás para tomar la bebida despacio, recostada al paredón del cementerio. Esa mañana, ella no hizo los destinos en la casa ni nada. Se sentó no más a observar las cosas, las plantas, la escoba parada en el cabo, las personas cuando estaban ahí, los perros rascándose o sacudiendo su pereza, la ropa colgada secándose al viento, el espacio en general, con la mirada de quien acaba de llegar a un lugar nuevo y lo viera todo por primera vez. No hizo nada más.

      Después de almuerzo, en vez de irse a tejer, se fue a la cama a hacer una siesta, luego de tomarse otro par de analgésicos. El almuerzo le había caído pesado, me dijo. En la tarde, no se levantaba. Fui a despertarla, pero nada. Su semblante era tranquilo y todo. Grité desesperada y mi papá llegó a quitármela de las manos para que no la sacudiera más. Estaba muerta. Le puso un espejo ante los labios y la nariz, y no se empañó en absoluto.

      —¿Voy a buscar al doctor Restrepo? —Le pregunté casi echando a correr.

      —No. Más bien andá a buscar al padre —contestó, con una tranquilidad comparable con la reflejada en el rostro de mi madrina en aquel instante—. Pero primero traéme un pañuelo del nochero mío. Le amarraré la mandíbula para que no quede con la boca abierta.

      Fue un golpe bajo. Los seres bondadosos deberían merecer la inmortalidad. Era una viejecita dulce y tierna. Dueña de una agradable habladuría, siempre con historias para contar. Vivencias que parecían fábulas o simplemente contadas de manera tal que uno creía encontrar al final una enseñanza, como esos paquetes de recortes de obleas que alegraban las horas de mi niñez, en cuyo fondo solía haber una bolita dulce. Fue una mujer maravillosa. He aspirado ser como ella… tan siquiera un poco.

      Casi me volví loca, esa vez de verdad. En silencio, rumié mi dolor y volvió a renacer mi furia… Pasé días pensando qué diría ella en tales momentos. Al cabo de, decí vos, dos meses, seis, un año, hallé la respuesta: —Qué tal que no existiera la resignación...

      Aposté que esto hubiera dicho y hubiera seguido tejiendo como si tal cosa. Y sí, todo pasa, el dolor por su pérdida también. Se me fue convirtiendo en un agridulce peso en mi corazón que nunca merma. Soporté la sacada de sus restos, sola con mi padre. Lo vi retirar la losa, halar los leños de lo que fue su ataúd, hacer a un lado los jirones de los forros del mismo y de la mortaja. Ninguno de los dos dijo nada sobre el olor a vainilla, como cuando horneaba galletas, como si no nos extrañara. Tampoco al ver aquel esqueleto completo. Estaba momificada por los fármacos engullidos como si fueran golosinas. Sostuve con firmeza la bolsa y él la metió completa. En las cuencas de los ojos notamos sendos asteriscos dorados, resplandecientes, como estrellas instaladas en el fondo de la calavera.

      —Recemos un Padrenuestro, muchacha —ordenó mi papá mientras le hacía un nudo al fardo.

       Entre gladiolos y sauces llorones

      ·

      El cementerio ya no es como antes. Bueno, no solo este; ninguno. En aquel tiempo había en él, no sé, un halo de misterio muy conveniente, apropiado para el tema de la muerte y, más aun, el del descanso eterno. Quien visitaba el barrio de los acostados —y hasta nosotros que no éramos visitantes, sino prácticamente moradores— sentía en el aire una esencia, un fluido que parecía proceder del Más Allá. Incluso los falsos pimientos, frondosos y despeinados, con sus troncos rugosos y retorcidos como brazos y dedos deformados por una artritis severa, con aspecto de ser tan viejos como el mundo, contribuían a imprimirle al escenario una atmósfera rara. Bastaba con echar un vistazo a las galerías blancas de las bóvedas y las criptas, al Resucitado, a los jardines que no se parecían a los de las casas aunque uno no supiera explicar la diferencia entre ellos; bastaba con aguzar el oído para penetrar el silencio, respirar el olor a flores muertas, para sobrecogerse. Y si era de noche… uno abría bien los ojos para distinguir siluetas negras sobre la negrura aún más intensa y profunda del aire, y sin necesidad de viento, una corriente helada le recorría el cuerpo, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, demorándose en su paso por la columna vertebral, en un escalofrío sepulcral. Y si había viento, su ulular entre los árboles parecía un gemido angustioso de ánimas en pena.

      Pero hoy los cementerios son otra cosa. Iluminados como quirófanos o como si mantuvieran listos para un espectáculo de día y de noche, de ellos se han esfumado el suspenso y el temor a lo desconocido, podrían decir los visitantes; se extinguió la solemnidad, circunstancia adecuada y coherente con el misterio de la muerte, diríamos nosotros. Los floreros de las sepulturas acogen flores artificiales, de modo que ya no flota jamás en el aire ese olor dulzón de las aguas podridas cuando se tarda mucho para cambiarse. De noche parece de día. El sepulturero —mi padre dejó de serlo hace tiempos— parece un obrero ordinario, el operario de una fábrica, dedicado a una labor cualquiera, y carece de ese misticismo requerido para los de este oficio, más cercano a lo divino que a lo humano, por ser puente entre lo uno y lo otro.

      Hoy, los cementerios no asustan. Primero, a la gente le daba miedo pasar por sus cercanías. Estas eran oscuras como boca de lobo.

      El Carretero, la vieja vía que une a Envigado con Sabaneta, era una trocha angosta y sin pavimentar, con poco flujo de autos en el día —más que nada los buses amarillos de Transportes Carlos Ángel— y ninguno durante las noches. La urbe era pequeña. Había tramos extensos en los que no se hallaba una sola vivienda.

      La gente hablaba de espantos y de sucesos extraordinarios relacionados con los muertos y conseguían estremecerse. Se rumoró por muchos años sobre una mujer de apellido Ruiz: había aparecido bocabajo a los cuatro años, cuando le sacaron los restos. Y con mechones de cabello en sus manos. Los comentarios se explayaban al imaginar el tormento de aquella desgraciada, al darse cuenta de que había sido enterrada viva. Un escalofrío se apoderaba de todos. También aseguraban que mi padre solía oír ruidos, como pataleos y gritos, en bóvedas de recién sepultados. Él, a decir verdad, no confirmaba ni negaba tales casos a nadie; salvo a los de la casa, eventualmente nos contaba algo de ello, cuando estaba borracho, aunque con pocos detalles. Tal vez a nosotros se nos zafaba la lengua con los amiguitos de juego y a estos con sus parientes y a estos con sus amigos… Suficiente para asustar a medio pueblo que repitió por años estos cotilleos.

      No era de extrañarse, explicaba mi padre. Antes de los años setenta, a los muertos no los embalsamaban; Eugenio Ochoa, el funerario, ponía el cadáver sobre la mesa, lo desvestía, lo enrollaba en una mortaja, lo vestía con un hábito y lo metía al cajón. Esto era todo. Vivos, aunque con apariencia de muertos tal vez por efecto de catalepsia, enfermedad escasa pero existente, podían ser enterrados algunos individuos, pero muy pocos en su experiencia, gracias Dios. Después de eso fue cuando comenzaron a extraerles los líquidos con una jeringa y con esta misma les inyectaban formol.

      En la noche, escasos eran quienes se atrevían a mirar el interior del cementerio. Ver en la oscuridad las siluetas de las galerías de bóvedas. Daba susto ver las formas de los sauces llorones como monstruos de las montañas del Purgatorio inclinados sobre su propia tristeza, dibujados de negro sobre el negro más profundo. Los hombres, siempre tan bobos, se desafiaban en su guapeza para ver cuáles de ellos eran capaces de llegar hasta la puerta o cuáles, en un extremo de osadía, se atrevían a saltar la tapia y entrar. Por eso, cuando fundé La Última Lágrima, al principio los clientes no eran muchos, casi todos vecinos de Bandera Roja y Primavera. A los demás les daba temor llegar hasta el negocio. ¿Ah?

      Contaba mi madrina que, hace mucho tiempo, los sabaneteños se casaban en la Iglesia de Santa Gertrudis. Hacían a pie la distancia.