Название | Juana la enterradora |
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Автор произведения | John Saldarriaga |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585495821 |
Soy Juana, hija de Víctor, hijo de Adolfo, hijo de Agapito, hijo de Medardo Molina. Medardo habló a Agapito; Agapito, a Adolfo; Adolfo a Víctor, y este a mí, sobre el cementerio. Y no porque los antepasado de mi papá hubieran estado vinculados oficialmente con la última morada. No, pero sí porque ellos, movidos por la vocación y la voluntad, eran colaboradores sin paga de esos sitios santos. Así las cosas, puedo entonces hablar. El cementerio de Envigado está en el mismo lugar que ahora ocupa, en el occidente del mapa, desde la mitad del siglo XX. Antes de eso, había estado junto al templo de Santa Gertrudis La Magna. Sin embargo, no puede afirmarse que haya sido el mismo campo santo en ciento cincuenta años. Una ciudad está sembrada encima de otra, un mismo sitio ha tenido mil banderas, o como nos decía la profesora Celina: “Troya se fundó sobre Troya y esta sobre otra Troya”. ¿Cómo podría ser distinto con la ciudad de los muertos? Y durante este tiempo ha estado junto a la vía que conduce a Sabaneta desde el siglo XIX. Primero un camino; después, una trocha; más tarde, desde 1874, El Carretero. Ese primer cementerio era pequeño: de ochenta y una por treinta y nueve varas, cerrado con tapias blanqueadas y coronadas de tejas con portaletes. En el centro había sepulturas en tierra; en los lados, bóvedas. Más tarde, ya en los años treinta del siglo XX —lo vio mi padre y es como si lo hubiera visto yo—, lo ampliaron otra vez en terrenos de un tal Eulogio Díez. El lugar todavía era, en ese tiempo, apartado del centro de Envigado. Lo separaban de este unas mangas, actualmente habitadas. Nacida en la década siguiente, lo vi rodeado de tapias. No conocí a Urquijo, sepulturero de leyenda como mi padre. Entre 1957 y 1960, lo ampliaron otra vez, por disposición del párroco Pablo Villete López. Entonces le dieron forma de trébol, figura que apenas si alcanzábamos a distinguir montados en el altico de lo que hoy es el barrio El Dorado. A la llegada de los sesenta, mi papá cogió el puesto en propiedad, aunque llevaba varios años como ayudante del anterior enterrador y podría decir, yo como ayudante de mi padre, como siempre. De inmediato, pidió permiso al padre Villete para hacer la casa y, en 1963, monté La Última Lágrima, una cantinita de latas, con ayuda de mi mamá. Me acuerdo que en 1966 trasladaron para este camposanto la cripta de los sacerdotes, incluido Cristóbal de Restrepo, el primer cura de la parroquia hace más de doscientos años. La inauguración del cementerio actual fue el 2 de noviembre, Día de las Ánimas Benditas del Purgatorio, de 1968. Fue entonces cuando bendijeron el monumento al Cristo Resucitado y apareció ante los ojos sorprendidos del pueblo la inscripción sobre los muros de la redonda cripta central, la de los curas:
MINSI GRANUM FRUNENTI CADENS IPSUM
SOLUM MANET. SI AUTEM
MORT UUM FUERIT MULTUM FRUCTUM AFFERT
Mensaje completado por un paisaje dibujado en baldositas de cerámica, con matas de maíz o trigo, de tallos, hojas y frutos muy rectos.
Me tomé el trabajo de averiguar el significado de aquellas palabras latinas. El padre Julio, amante de los gatos, me dijo:
—Juan 12:24.
Lo busqué en la Sagrada Biblia traducida por Naccar y Colunga, que me dio mi madrina como regalo en mi Primera Comunión y forré de anaranjado para llevarla a la escuela, porque era el color del cuarto grado con la profesora Alicia, e hice marcar del lapidero Medina con mi nombre, con esa estilizada caligrafía que usaba para marcar las losas. En esa hoja en blanco que tienen los libros adelante, él escribió con plumilla y tinta china:
Juana Molina…
Y, debajo, estos versitos:
Si este libro se me pierde,
como suele suceder,
yo le pido al que lo encuentre
que lo sepa devolver.
Todavía la tengo. Encontré la cita:
SI EL GRANO DE TRIGO NO CAE EN TIERRA Y MUERE,
QUEDA SOLO; PERO SI MUERE, DA MUCHO FRUTO
Y entendí que no era maíz, sino trigo lo que había bajo la inscripción; definitivamente era trigo.
Mi padre se esforzaba por mantener los jardines muy bonitos, los prados bien cortados, las plantas abonadas. Incluso se esmeraba por encalar los bordillos que encierran los sembrados. Para esas labores usaba los días muertos. No sé por qué no le metía mano a las tapias del contorno; no las blanqueaba, permitía se formaran vetas verdes y crecientes, y se fueran cayendo de a poco. Y lo que a mí más me preocupaba, no les elevaba la altura, sabiendo que por ahí saltaban los vándalos, los muchachos traviesos, los ritualistas satánicos, los suicidas, los pervertidos y los borrachitos. Los ritualistas me caían al hígado; los pervertidos, como un tal Javier Solís del que hablaré en uno de estos cuadernos, más todavía.
En ocasiones, entraba al camposanto a saludar a papá, a estar a su lado un rato, antes de llegar a la casa. No era raro que descargara los cuadernos y la cantimplora del chocolate en el rincón de los osarios, muy poco visitados, y me comidiera a cargar agua para las flores en una vieja regadera de cobre, remendada más de una vez por el viejo Kioto, el japonés que vivía con su mujer y una caravana de hijos en su taller de ollas por el Monumento de la Madre, un agujero apenas más grande que una de las tumbas del fondo, las de los ricos.
Me gustaban las eras de los gladiolos. También eran las favoritas de él. Les echaba más boñiga que a las demás, para alimentarlas mejor. Eran las flores de la muerte, explicaba. Nada sacaba con tener un bello rosal, unas bonitas hortensias, si los gladiolos no iluminaban el lugar con sus colores.
—¿Acaso no has oído decir, cuando alguien muere: “se fue a chupar gladiolo? ¿Se fue a ver gladiolos desde abajo?
Y no era fácil mantenerlos bellos. Las moscas y unos bichos parecidos a las cucarachas mantenían atacando las hojas y las flores. Aparte de que las mordían, era como si succionaran sus colores y, así, los pétalos se aclaraban; recordaban esas flores pintadas con acuarela muy aguada. Pero para eso sí sacaba tiempo el viejo Víctor.
Para él, la flor envigadeña era la azucena. Los arrieros bajaban de los montes toneladas de ellas en sus recuas de mulas. Pero eran otros tiempos. Al momento de estas páginas, apenas si se cultivaba y conseguía.
—¡Andale, muchacha! Tenés que ir a almorzar. Debés tener hambre. Tu mamá ya debe estar preocupada.
—Qué va. Sabe que cuando no me ve en la casa, estoy aquí.
—También debés ayudarle a tu madrina a hacer coronas: hay un muerto en La Sebastiana. A esta hora deben estar llevándolo a la casa para velarlo; el entierro será mañana.
En el cementerio no me daba hambre. Ni sed, ni sueño, ni frío, ni calor, ni soledad, ni miedo, ni aburrición, ni tristeza, ni nada. Desde ese tiempo y todavía ahora, ya vieja, al estar en el cementerio he sentido que floto. Cuando estoy harta del mundo, hastiada de gente, de sentirla, de padecerla, de verla, me voy a la necrópolis a encerrarme con mis muertos. Humanos que no decepcionan. Recorro los caminos entre las galerías de bóvedas. Habito el silencio y la quietud, ese silencio y esa quietud pesados de siglos, porque pertenecen a muertos de varias generaciones. Un pueblo entero, quieto y callado. De vez en cuando me topo con dolientes; rezan ante una tumba o simplemente se detienen ante esta, a verla en silencio, a pensar, a soñar con el ser querido que ya no anda entre los vivos. Esos jeremías son como muertos que caminan entre las tumbas.
Atiende y mira, cristiano, que en aqueste
cementerio tal vez tus padres y deudos
esperan de ti el remedio, sufragios y