Juana la enterradora. John Saldarriaga

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Название Juana la enterradora
Автор произведения John Saldarriaga
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585495821



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       y las lleve a descansar

      Y cuando hallo, por ejemplo, a una viuda triste, ensimismada y pensativa, no me molesta, porque los humanos son otros cuando visitan este lugar de paz; son mejores, sin duda. Dejan atrás, en el espacio de mundanal locura, su espíritu sucio de ambición y mezquindad, de hilaridad y afán, de ruido y torpeza. Uno bien podría decir que las personas vivas que entran a un cementerio como que trascienden, mucho o poco, y dejan de ser por un momento los ridículos sacos de agua e iniquidades de siempre. Se lo llegué a decir a mi padre. Creo que en el mundo no hay nadie que me entienda tanto como él, excepto Necróforo, pero este no era dado a filosofías, como mi padre y yo, a pesar de que no hizo sino hasta primero de primaria y yo no pasé de cuarto. Por mi parte, he leído libros de historias de santos y de doctrina. Leí El diario de Ana Frank y Cuando el mundo era joven. La gente dice que parezco estudiada por la forma de hablar. Aunque, creo, la filosofía es resultado de la tristeza que, en mi caso, la melancolía, llega con pensadera. Necróforo solo se entregaba a la vivencia pura de la muerte.

      Mi padre es quien más ha lamentado el derribamiento de la capilla central que hubo hasta los años cincuenta. Yo, la segunda. Porque la conocí; estaba muy niña, pero la conocí. Cementerio que se respete debe tener capilla. Esta viene a ser como un altar dentro de otro altar más grande. Manuel Londoño, un ferretero, mandó tumbarla para poner en su sitio El Resucitado de bronce, réplica del de la parroquia, esculpido por Pablo Estrada y vaciada por Darío Montoya. La gente no podía creerlo, cuando vio el arrume de escombros en el suelo. La escultura gustó mucho desde el principio, sí, pero no dejaban de llorar por la vieja construcción. Y tenían razón: la había diseñado el arquitecto Felipe Crosti, el mismo de los dibujos de la iglesia de San Antonio de Padua, en Medellín, dueña de la cúpula más grande del país. ¿O será del mundo?

      Años más tarde, en ese lugar donde estuvo la capilla, cinco muchachos hicieron un pacto suicida.

       La pólvora es dulce como el azúcar

      ·

      Soy una mujer sola; triste y sola. Pero nadie diga: Juana Molina no ha querido. He tenido varios hombres en mi vida. Sin embargo, no sé, tal vez por un sino fatal, los fui enterrando uno a uno, o para ser precisa, mi padre los fue enterrando. En mi destino está escrita con un hierro candente la imposibilidad de quedarme con alguien. En la cantina sonaban canciones de lo preferible que es tener experiencia en amores, aunque ya ninguno de ellos permanezca a nuestro lado. No sé. Tal vez no sea verdad. En todo caso, dedicaré páginas del Diario a los hombres que me amaron. Fue una época corta pero importante de mi vida. Ya pasó, lo sé. Y no quiero olvidarla.

      El primero, William, se suicidó envenenándose con totes, esa pólvora blanca que queman en Navidad. La rastrillan como una cerilla y brinca como un demonio enresortado, con movimientos imprevisibles; el segundo, Luis Carmona, el carnicero, se accidentó en una carretera; el tercero, Pedro Claver… murió de púrpura; el cuarto se llamaba Ricardo Cadavid, falleció del corazón, según los médicos, pero yo creo que se fue muriendo de un frío interior; y al último, Bernardo Espinosa, le dio por suicidarse en la puerta del cementerio como al primero, hace apenas dos años: se tragó unas cápsulas de cianuro: este venía dedicándome las borracheras con el cuentecito obsesivo de que si yo había enterrado a los otros cuatro, a él también lo enterraría. ¡No, por Dios! Es una cadena trágica…

      Del primero, recuerdo la noche de diciembre cuando vinieron a decirme que estaba emborrachándose, gritando el nombre mío envuelto en tonterías como un poseso y quemando pólvora en la entrada del cementerio. No me pareció anormal. Eran muchos los hombres, al fin tontos los más de ellos, a quienes les daba por beber en la puerta de la última morada, en la más negra oscuridad, porque allí no había alumbrado público y mi papá tampoco dejaba ninguna luz encendida. Era una boca de lobo. Y esa oscuridad se sumaba a la soledad del paraje. La vieja avenida que lleva a Sabaneta, El Carretero, era una vía para un solo auto, polvorienta y pedregosa. Una trocha poco recomendable en noches sin luna. Así, era muy posible que machos embrutecidos quisieran demostrar cuán valientes eran, bebiendo en un lugar oscuro y solitario, en la puerta de la ciudad de los muertos, sabiendo que, contrario a andar entre los vivos, no hay nada de valentía en estar con los difuntos, en mirar el interior del sitio donde están las tumbas sumergidas en un aire negro como el alquitrán. Salvo las noches cuando mi papá iba a dormir a una bóveda, encendía un pequeño bombillo durante unos minutos para alumbrar sus movimientos, cómo no, mientras se acostaba. En esos momentos, si algún transeúnte curioso pasaba por la vía u otro ingenuo, como William, se tomaba unos tragos ahí afuera, veía la incipiente luz al fondo, seguramente se figuraba que era un espanto.

      Esa fatídica noche, cerré la cantina, me encerré en mi cuarto y me cambié la ropa por la piyama, una piyama de lienzo, larga y blanca como un sudario. Rezaba el Rosario. Cuando comenzaba el tercero de los misterios Gloriosos, “La venida del Espíritu Santo”, me trajeron la noticia de que mi novio se había comido la pólvora. Salí corriendo, vestida como estaba y descalza, como alma que lleva el Diablo, seguida por mi padre, quien a esa hora se tomaba sus aguardientes en el quicio de la puerta de la casa. Vimos al muy borrico naufragando en su propio vómito de sangre negra, y retorciéndose de un dolor intenso en el esternón, que no dejaba de apretarse con ambas manos. Emitía unos quejidos estertóreos y manoteaba sin fuerzas. Me hacía señas de que arrimara mi oído a su boca. Llorosa, así lo hice. Nada dijo. Llegó la ambulancia y lo cargaron en un santiamén. Mientras me subía al auto y justo antes de que cerraran las puertas, mi padre alcanzó a decirme desde la calle:

      —Andate vos con él, Juana. Nosotros iremos después.

      La sirena sonaba sin cesar, como si el automotor también estuviera angustiado por la situación y fuera su deber llenar el ambiente con los alaridos de un desespero inmenso. Ese ruido provocaba que mi corazón se apretara más y más.

      William era celoso. Durante el noviazgo, hubo un hombre, Roberto García, novio de Maruja, una amiga mía, que intentaba seducirme. Pero, por Dios bendito, nunca le di alas. Ambos coincidían con frecuencia en La Última Lágrima a tomarse los aguardientes y a escuchar guascas adoloridas. Una vez, Roberto me regaló un disco. Ese de “La cinta verde”. ¿Cómo es? Ah, sí:

       La cinta verde, la rosa roja.

       Esas dos cosas te harán quererme.

       La cinta al pelo, la rosa al pecho

       Tú has de ponerte, mi amor.

      —¡Señor, que no se muera! —Clamaba en voz baja, sin dejar de mirar el rostro convulso de ese hombre. Sin embargo, en mi mente, la voz de la monja que a estas alturas debiera ser, en vez de estar atando mi alma a cualquier sujeto, repetía: —Que se haga tu voluntad, Señor.

      William enfermó aún más de celos. Ya, cuando llegaba a visitarme, lo que hacía era ponerme problema por ese disco. Una vez, con varias cervecitas en la cabeza, cogió la pasta de vinilo y la quebró. ¿Por qué? No sé… Por celos. En ese disco veía al tal Roberto. Tan bobo, si yo lo quería era a él. Llevábamos como un año conversando y hasta nos pensábamos casar. Me decía que íbamos a tener cinco hijos y todo. Él era de Pereira y se había venido para Envigado, y había alquilado una pieza en Los Naranjos. Trabajaba en una fábrica de zapatos. Nos habíamos conocido en esa fábrica. Coincidimos allí una mañana, cuando ambos fuimos a pedir trabajo. En mi caso, no para mí, sino para un hermano mío. A él le dieron y al hermano mío, no.

      En el vaivén del auto, cuyo conductor, en su premura, al parecer no esquivaba los baches de la calle y, por supuesto, no podía ser delicado para tomar las curvas, noté que William me miraba silencioso, aunque lleno de una visible preocupación. Yo estaba convencida de que no vería la madrugada. Sin embargo, el moribundo, sin cesar de moverse ni un minuto, parecía querer hablarme. Esperé, con el oído pegado a su boca por varios segundos. Sentía el escozor de su respiración en mi cuello, sus jadeos. Supuse que este hombre, a quien me unía un sentimiento de amor, compasión y odio a la vez, por su acto suicida, nada iba a decirme. Me dispuse a incorporarme para soportar con menor incomodidad los estregones del recorrido