Heredera por sorpresa. Diana Ma

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Название Heredera por sorpresa
Автор произведения Diana Ma
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9788418509223



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pasando». Si mis padres descubren que he roto la regla de oro de mi madre, no volverán a apoyar mis decisiones ni a creer en mí. Habré destruido su confianza para siempre. Siento una presión en el pecho. Tengo que evitar que se enteren de que estoy en Pekín. Mientras trago el aire rancio del avión, pierdo la cabeza por completo y escribo frenéticamente en el móvil: «¡No vengáis! Estoy enferma. Tendré que pasar unos meses en cuarentena».

      Uf, no. Enviar algo así conseguiría que mis padres reservasen sin pensárselo dos veces el próximo vuelo a Los Ángeles… y que llamasen a todos los médicos chinos que conocen, que es un número sorprendentemente grande. Un sudor nervioso se acumula en mis axilas cuando pienso en cada médico chino en treinta kilómetros a la redonda de camino a mi apartamento de Los Ángeles. Borro el correo electrónico. Puf, acabo de evitar una pesadilla, pero todavía no sé cómo disuadir a mis padres de que me visiten. El avión se acerca a la puerta de embarque del aeropuerto de Pekín y, si no me doy prisa, voy a perder la oportunidad de enviar un correo electrónico a mis padres.

      A toda prisa, escribo que he conseguido un trabajo y que el rodaje es largo. Les pregunto si pueden venir en invierno y les aseguro que me encantaría verlos. El emoticono de la cara sonriente es excesivo, pero no tengo tiempo para darle demasiadas vueltas. La gente avanza por el pasillo y el hombre chino se despide de mí. La mujer de la ventanilla suspira de forma sonora y da golpes en el suelo con un pie. Con la garganta seca por los nervios, envío el correo electrónico con la esperanza de que todo salga bien.

      Me coloco la bandolera sobre el pecho, cojo la maleta del compartimento superior y me uno al flujo de gente que desembarca del avión. Con jet lag y temblando ante el posible desastre inminente que supondría que mamá descubra dónde estoy, atravieso la aduana aturdida y demasiado mareada para intentar hablar un chino elemental. Por suerte, los funcionarios de aduanas me entienden y hablan bien inglés.

      Por fin termino y salgo a un vestíbulo con aire acondicionado y luces brillantes ordenadas en fila en el techo. Está repleto de gente, pero veo a mi amable compañero de asiento. Está acuclillado en el pulido suelo gris pálido para recibir a su nieta, que se lanza a sus brazos mientras grita «¡gong gong!». La madre los observa con una sonrisa cariñosa.

      Sé que es su abuelo materno porque la niña se ha referido a él como «gong gong». Si lo hubiera llamado «ye ye», sería su abuelo paterno. Los términos chinos correctos para dirigirse a los parientes son demasiado confusos. Pero hay personas con rasgos similares a los míos por todas partes, a las que sus familiares reciben de una manera precisa que indica la relación que existe entre ellos. Todos hablan el idioma que siempre asociaré con la familia…, por muy mal que lo hable.

      Los ojos me escuecen a causa de las lágrimas. El estrés que me ha provocado aceptar el papel, y encontrar la manera de que mis padres no se enteraran, me ha hecho olvidar un dato esencial: estoy en la tierra natal de mis padres, en la ciudad donde nació mi madre.

      Había olvidado que volvía a casa.

      Ni siquiera sabía que quería hacerlo. No es ninguna de las razones que pensaba que tenía para venir a China.

      Mientras parpadeo para evitar el escozor en los ojos, busco a un chófer que sostenga un cartel con mi nombre entre la multitud, ya que no tengo abuelos ni familiares que vengan a recibirme. Aquí, en mi país de origen, nadie me conoce. Sin embargo, mientras estoy sumida en ese pensamiento, las personas a mi alrededor giran la cabeza, interrumpen sus conversaciones, abren los ojos de par en par y se susurran unas a otras. Me están mirando a mí. No creía que mi repentina oleada de emoción fuera tan visible. Me froto los ojos con una manga y miro hacia abajo para asegurarme de que no llevo la camisa desabrochada o algo así de bochornoso, pero parece que todo está en orden.

      Hay un grupo de chicas jóvenes que se ríen emocionadas mientras apuntan sus móviles hacia mi cara. Los flashes se disparan y cada vez hay más gente que me mira. Ahora me señalan, los susurros resuenan lo bastante alto para que pueda distinguir palabras. «¡Shi ta!», que significa «¡Es ella!». Y luego palabras que no entiendo. Se disparan más flashes, el brillo cegador hace que me estremezca y la gente a mi alrededor se acerca. Se abren paso a codazos en su afán por llegar hasta mí y sus voces suenan cada vez más fuertes y alborotadas.

      «¿Qué está pasando?».

      Capítulo 8

      Un hombre de unos treinta años aparece de repente junto a mi codo y me hace dar un respingo. Me relajo al ver que lleva un cartel con mi nombre. Debe ser el chófer que ha enviado el estudio.

      —¿Señorita Huang?

      —¡Sí!

      Me agarro a su brazo. La multitud se acerca y, presa del pánico, les sonrío aturdida.

      Las voces se elevan hasta convertirse en chillidos agudos y se disparan más flashes.

      —Venga conmigo —me indica el chófer, que no tiene ningún problema en abrirse paso entre la multitud y llevarme hacia la salida. Arrastro la maleta detrás de mí y me apresuro a ir tras él, pero la multitud nos sigue a lo largo de todo el camino. Una ráfaga de calor húmedo me golpea en cuanto salimos fuera. Me resulta insoportable lo mucho que me pica el cuello y tiro de la camisa para ponerle remedio, pero ese no es mi mayor problema en este momento. Unos completos desconocidos me persiguen y me hacen preguntas demasiado rápidas para que pueda entenderlas. Me siento como en una olla a presión, a punto de estallar por el calor y el ruido.

      Por fin llegamos al coche y el chófer me abre la puerta trasera. Entro a toda velocidad. De inmediato, un refrescante aire frío me envuelve. Por lo general, me horrorizaría que el chófer hubiera dejado el coche en marcha, pero el aire acondicionado me proporciona un alivio tan grande que envío una silenciosa disculpa a la capa de ozono y me acomodo contra las piezas lisas de la funda de bambú del asiento.

      El conductor mete mi maleta en el maletero —he contratado un servicio de entrega para que lleve el resto del equipaje al hotel gracias a un consejo profesional de Sara Li— y sube al asiento delantero. En cuanto nos alejamos de la multitud que no deja de gritar, pregunto:

      —¿Qué ha sido todo eso? ¿Qué he hecho?

      Esto es una locura. Solo llevo veinte minutos en Pekín y ya me está acosando una multitud rabiosa.

      El chófer me mira a través del espejo retrovisor.

      —¿No lo sabe?

      «Es evidente que no».

      —No tengo ni idea de lo que pasa. —Mis hombros siguen tensos después de haberme encorvado para ocultarme de las miradas de todos esos ojos—. Por favor, dígamelo.

      —Usted es exactamente igual que Alyssa Chua. —Lo dice como si yo debiera saber quién es. Acto seguido, toca el claxon y esquiva a otro coche en un movimiento que hace que me agarre al borde del asiento, aterrada.

      —¿Quién? —pregunto en voz baja cuando recupero el aliento.

      El chófer trata de meterse en el carril contiguo, pero vuelve adonde nos encontrábamos cuando nadie le permite incorporarse y esquiva por los pelos al coche que va detrás de nosotros. Se oyen más bocinazos por todas partes.

      «¿Qué pasa?».

      Sin embargo, parece que mi chófer está más concentrado en mi lamentable ignorancia que en el accidente que casi hemos provocado.

      —¿No sabe quién es Alyssa Chua? —Su voz se eleva con incredulidad—. Solo tiene que mirar en Weibo.

      Weibo es la plataforma de redes sociales en China, pero, como no tengo la aplicación, saco el móvil para probar suerte en Instagram. Antes de irme de los Estados Unidos, mi amiga Sara Li me sugirió que hiciera dos cosas: comprar una tarjeta SIM local en línea para evitar cargos adicionales por conectarme a internet en el extranjero y descargar una aplicación de red privada virtual. Con suerte, la RPV que descargué me permitirá superar el gran cortafuegos de China. Sin una RPV, las redes sociales occidentales como Instagram están