Название | La noche del océano y otros cuentos |
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Автор произведения | Robert H. Barlow |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788494925047 |
El demonio Garoth lo vio y sonrió, pues no solo los vio a ellos. Otro de los hombres del bosque vagaba por allí cerca, con un fervor erótico bastante repugnante, y vio a la pareja distraída en sus intereses.
El segundo fauno, zafio y de pelaje negro, con un pellejo que en ningún lugar estaba totalmente vacío de vello áspero, emitió un sonido rabioso incoherente y cargó contra ellos. La muchacha gritó asustada y se escondió entre la maleza, desde donde observó la escena con horror. Ambos machos iniciaron su lucha de inmediato entre forcejeos, a ratos erguidos, con sus músculos sobresaliendo por el combate, a ratos tendidos en la tierra revuelta que arrancaban con sus pezuñas. Durante un rato, el resultado de la pelea estuvo en el aire, pero pronto el marrón estaba retorcido en la hierba, con su sangre mancillando la suavidad de su bronceado gaznate, mientras que la criatura negra y áspera torcía sus labios como gusanos en un gesto de risa y mutilaba como un bárbaro el cuerpo aún con vida.
Garoth lo vio y también vio la huida de la muchacha por el bosque hasta llegar a su choza, detrás de la que su madre hacía la colada, y donde no la habían echado en falta. Y vio cómo las lágrimas caían en la mantequilla que se apresuró a batir.
Después, el demonio reflexionó lo que pudiera haber sido la moraleja del asunto y volvió a extender las alas en vuelo…
Hasta en los mares
Con H. P. Lovecraft
En lo alto de un acantilado erosionado descansaba el hombre, mirando a lo lejos, al otro lado del valle. Así tumbado veía a una gran distancia, pero en toda la seca extensión no había ningún movimiento visible. Nada se movía en la polvorienta llanura, la desintegrada arena de lechos de ríos secos desde hacía mucho, por los que antaño fluyeron los torrentes de la juventud de la Tierra. Había poco verdor en ese mundo definitivo, esa fase final de la prolongada presencia de la humanidad en el planeta. Durante incontables eones, la sequía y las tormentas de arena habían arrasado todas las tierras. Los árboles y arbustos habían dejado lugar a pequeños matorrales que persistieron gracias a su robustez; pero estos, a su vez, perecieron antes de la arremetida de ásperas hierbas y vegetación fibrosa y dura de extraña evolución.
El calor, siempre presente a medida que la Tierra se acercaba al sol, marchitaba y mataba con rayos implacables. No había llegado enseguida: habían transcurrido largos eones antes de que nadie hubiera podido notar el cambio. Y, a través de esas primeras eras, la forma adaptable del hombre había seguido una lenta mutación y se había modelado para encajar en el aire cada vez más tórrido. Entonces había llegado el día en que los hombres solo toleraban mal sus ardientes ciudades, y comenzó una recesión gradual, lenta, pero deliberada. Los primeros habían sido los asentamientos y las ciudades más cercanas al ecuador, por supuesto, pero luego hubo otras. El hombre, reblandecido y exhausto, ya no podía seguir soportando el calor, que aumentaba implacable. Lo abrasaba, y la evolución era demasiado lenta como para darle forma a nuevas resistencias en él.
Sin embargo, al principio las grandes ciudades del ecuador no se dejaron a las arañas y los escorpiones. En los primeros años hubo muchos que se quedaron, ideando curiosos escudos y corazas contra el calor y la sequía letal. Esas almas intrépidas, para proteger ciertos edificios contra el calor invasor, hicieron mundos en miniatura como refugio en los que no hacían falta corazas protectoras. Elaboraron objetos increíblemente ingeniosos, de modo que, durante un tiempo, el hombre persistió en las torres oxidadas, esperando así aferrarse a viejas tierras hasta que el ardor finalizase. Pues muchos no querían creer lo que los astrónomos decían y esperaban que volvieran los mundos templados de antaño. Pero, un día, los hombres de Dath, de la nueva ciudad de Niyara, hicieron señales a Yuanario, su capital inmemorialmente antigua, y no obtuvieron respuesta de los pocos que seguían allí. Y, cuando los exploradores llegaron a esa ciudad milenaria de torres unidas por puentes, solo hallaron silencio. No había ni el horror de la corrupción, pues los lagartos carroñeros habían sido rápidos.
Solo entonces se dio cuenta del todo la gente de que esas ciudades ya estaba perdidas; supieron que debían abandonarlas para siempre a la naturaleza. Los otros colonos de las tierras abrasadoras huyeron de sus valientes puestos, y el silencio total reinó en el interior de las altas murallas de basalto de mil ciudades vacías. De las densas muchedumbres y actividades multitudinarias del pasado al final no quedó nada. Ya solo se alzaban contra los desiertos sin lluvia las abultadas torres de casas, fábricas y estructuras vacías de todo tipo, que reflejaban el fulgor cegador del sol y se secaban con el calor, cada vez más insoportable.
Sin embargo, muchas tierras aún habían logrado huir de la maldición abrasadora, de modo que los refugiados pronto se adaptaron a la vida de un mundo más nuevo. Durante unos siglos extrañamente prósperos, las viejas ciudades abandonadas del ecuador se medio olvidaron y se entrelazaron con fábulas fantásticas. Pocos pensaban en esas torres espectrales que se pudrían… Esos montones de paredes deslucidas y calles repletas de cactus, siniestramente silenciosas y abandonadas…
Llegaron las guerras, inmorales y prolongadas, pero los tiempos de paz eran mayores. Sin embargo, el sol engordado incrementaba su fulgor a medida que la Tierra se acercaba a su llameante padre. Era como si el planeta quisiera regresar a la fuente de la que se había arrebatado, eones antes, mediante las casualidades del crecimiento cósmico.
Tras un tiempo, la maldición se expandió más allá del cinturón central. El sur de Yarat ardió como un desierto sin inquilinos… Y luego el norte. En Perath y Baling, aquellas ciudades ancestrales en las que habitaron siglos taciturnos, solo se movían las siluetas escamosas de la serpiente y la salamandra, y al final en Loton resonó solo la intermitente caída de capiteles tambaleantes y cúpulas desmoronadas.
Constante, universal e inexorable fue el gran desahucio del hombre de los reinos que siempre había conocido. No se salvó ninguna tierra del cinturón atacado, que se iba ensanchando; ningún pueblo quedó por desarraigar. Fue una tragedia épica y titánica cuya trama no se reveló a sus actores: el abandono a gran escala de las ciudades de los hombres. No llevó años, ni siglos, sino milenios de cambio implacable. Y continuó; lúgubre, inevitable, salvajemente devastador.
La agricultura se paralizó; el mundo se volvió rápidamente demasiado árido para los cultivos. Esto se remedió con sustitutos artificiales, que pronto se utilizaron de forma universal. Y, a medida que se abandonaban los viejos lugares que habían conocido la grandeza de los mortales, el botín saqueado cada vez era menor. Las cosas de mayor valor se quedaron en museos inertes, perdidas entre los siglos, y al final el legado del pasado inmemorial se abandonó. Una depravación tanto física como cultural se estableció junto con el pérfido calor. Pues el hombre había vivido tanto tiempo con comodidad y seguridad que aquel éxodo de escenas pasadas era difícil. Tales acontecimientos tampoco se recibieron sin emoción; su misma lentitud fue aterradora. La degradación y el libertinaje pronto fueron comunes; el gobierno estaba desorganizado y las civilizaciones retrocedieron sin rumbo al salvajismo.
Cuando, cuarenta y nueve siglos después de la maldición del cinturón ecuatorial, todo el hemisferio oeste quedó despoblado, el caos fue completo. No hubo rastro de orden ni decencia en las últimas escenas de esa migración titánica e increíblemente impresionante. La locura y el frenesí los siguieron sigilosamente, y los fanáticos gritaron sobre un Armagedón al alcance de la mano.
La humanidad era entonces un lamentable remanente de las razas ancianas; una fugitiva no solo de las condiciones predominantes, sino de su propia degeneración. Quienes pudieron se fueron a las regiones septentrionales y antárticas; el resto permaneció durante años en unas Saturnales increíbles, dudando vagamente de los desastres venideros. En la ciudad de Borligo tuvo lugar una ejecución masiva de nuevos profetas tras meses de expectativas incumplidas. Creían que era innecesario huir a las regiones septentrionales y dejaron de buscar el fin que amenazaba con llegar.
Su forma de perecer tuvo que ser terrible; esas criaturas vanas y estúpidas que pensaron que podían desafiar al universo. Pero las ciudades ennegrecidas y chamuscadas son mudas…
Sin