La noche del océano y otros cuentos. Robert H. Barlow

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Название La noche del océano y otros cuentos
Автор произведения Robert H. Barlow
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788494925047



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y llevó a la colchoneta a ambos boxeadores. El árbitro decretó que ese era el final; Robertieff Essovitch Karovsky, el embajador moscovita, quien, en vistas del estado ensangrentado del golpeador de Shokan, declaró que este había sido liquidado esencialmente según la ideología marxista. El Lobo Salvaje formalizó una protesta oficial, que se rechazó aduciendo que todos los puntos necesarios para la muerte técnica estaban teóricamente presentes.

      Las trompas entonaron una fanfarria triunfal en honor al ganador, mientras que el perdedor técnico se entregó al cuidado del enterrador, Teaberry Quince. Durante la ceremonia, el teórico cadáver se ausentó brevemente para comer algo de mortadela, pero se proporcionó un elegante cenotafio para desviar la atención hacia los ritos. El cortejo fúnebre estaba liderado por un coche fúnebre de alegres adornos, conducido por Malik Taus, el sultán de los pavos reales, que estaba sentado en la cabina con un uniforme de West Point y turbante, y dirigió una experta trayectoria por encima de varios setos y paredes de piedra imponentes. A medio camino del cementerio, el cadáver volvió a unirse a la comitiva; se sentó al lado del sultán Malik en la cabina y se acabó su sándwich de mortadela, pues su gran barriga imposibilitó que entrase en el cenotafio que tan rápidamente se había seleccionado. El maestro Sing Lee Bawledout interpretó un canto fúnebre apropiado al flautín; La famosa y celebrada aria Nunca chafes a una mosca de los señores De Silva, Brown y Henderson, de la vieja cantata Imagínate, fue elegida para la ocasión. El único detalle omitido del funeral fue el entierro, que se interrumpió con la desconcertante noticia de que el portero oficial, el celebrado financiero y editor Ivar K. Rodent, había huido con toda la recaudación. Quien más lamentó tal omisión fue el reverendo D. Vest Wind, que se vio obligado a marcharse sin pronunciar un extenso y conmovedor sermón revisado expresamente para la celebración a partir de un anterior discurso dado en el entierro de un caballo preciado.

      El relato del acontecimiento, realizado por Talcum e ilustrado por el conocido artista Klarkash-Ton —que representó enigmáticamente a los boxeadores como hongos sin huesos—, fue publicado, tras repetidos rechazos por parte del refinado editor del «Cajón Desastre de la Ciudad del Viento», como folleto por W. Peter Chef, bajo supervisión tipográfica de Vrest Orton. Este, mediante los empeños de Otis Adelbert Kline, se acabó vendiendo en la librería La Casa del Llanto, hasta que al fin se vendieron tres copias y media gracias a la atractiva descripción del catálogo provista por don Samuelus Philanthropus.

      En vista de la gran acogida, el señor De Merit volvió a imprimir el texto en las policromáticas páginas de «La Coz Semanal» bajo el título “¿Ha quedado obsoleta la ciencia? O los molineros del Garaje”. No obstante, no quedan copias en circulación, puesto que las que no se llevaron bibliófilos fanáticos las confiscó la policía en relación con la demanda por difamación del Lobo Salvaje, quien tras varias apelaciones que acabaron en el Tribunal Mundial, no solo se consideró oficialmente vivo, sino también el claro ganador del combate.

      La taberna inhóspita

      Quorlan sonrió enigmáticamente a su criado cuando llamaron a la puerta. En su orondo rostro se dibujó una sonrisa mecánica y falsa mientras se frotaba las rollizas manos.

      —¡Venga, estúpido! —exclamó, enfadado por la mirada temerosa del mudo.

      El criado Varrak asintió y se esfumó entre las sombras para obedecer. Quorlan miró con interés hacia la penumbra para ver quién llegaba a tan tardía hora, pues la taberna ya causaba bastante aprensión a la luz del día.

      Una alta figura ataviada con una túnica larga y húmeda por la niebla vespertina entró a grandes zancadas murmurando improperios. Echó rápidos vistazos a su alrededor y vio al panzudo posadero junto al fuego. Con brusquedad exigió alojamiento para la noche. Quorlan, haciendo lo que casi podría considerarse como una reverencia asustada, corrió escaleras arriba y abrió de par en par una enorme puerta con adornos tallados a la izquierda del pasillito. El extraño barbudo, que se había quitado el sombrero y no era mal parecido a su extraño modo, lo siguió.

      —Servirá —dijo imperiosamente, y añadió— Lárgate.

      —Pero, señor, ¿el precio? —inquirió Quorlan, cuyas tres papadas sobresalieron cuando retrocedió para inspeccionar a su huésped.

      —¡He dicho que te marches! —volvió a ordenar el barbudo, que a continuación lanzó una bota hacia la puerta. Tanto el maestro como el criado, que lo seguía de cerca, bajaron las escaleras apresuradamente.

      Abajo, cerrando la puerta con cuidado para no hacer ruido, Quorlan señaló el sótano con la cabeza, y el criado Varrak lo acompañó hasta allí de inmediato. Tras sacarse una pluma del cinturón, Quorlan lo introdujo en un frasco de extraña forma que había sobre la mesa, y escribió a toda prisa:

      —¿Viste su oro?—. Varrak asintió—. Cruza el pasadizo y observa. Avísame cuando se haya dormido. No debe escaparse como hizo el último —garabateó.

      Varrak desapareció tras un barril y se arrastró por una abertura baja que estaba oculta a la vista. Con sigilo recorrió el estrecho pasadizo entre las gruesas paredes de la taberna, y se elevó mediante una serie de varillas hasta la segunda planta, jadeando y mirando maliciosamente la oscuridad. Las arañas retrocedieron en su red para dejarlo pasar, pues reconocían a alguien de su propia naturaleza. Cuando llegó al extremo, se detuvo y quitó rápidamente la tapa corredera de una mirilla a la que pegó el ojo.

      En la cama había una silueta borrosa, y con una sonrisa Varrak pasó la mano por una larga y fina daga como acariciándola. Entonces se giró e inició su descenso sin hacer ruido, bajándose con su poderosas y crueles manos. Pero no pudo terminar, pues otra mano, la del forastero, se posó en la suya y, con una fuerza queda, lo alzó con fuerza.

      En los ojos del deforme y demacrado Varrak había terror, y abrió la boca en una mueca espantosa, con la intención de gritar, pero solo pudo mirar boquiabierto ridículamente y no emitió ningún sonido. Entonces, unas manos implacables lo doblaron hacia atrás, aprisionándolo mientras extraían su propia daga de su funda y se lo hendían en el cuerpo. El retorcido cerebro del mudo detuvo su agitación de horror, y se deslizó al suelo, espatarrándose grotescamente con una mirada peculiar. El tabernero se levantó, lo medio empujó con el pie y cruzó el panel corredero, que cerró tras él, pues su dañina tarea ya estaba completada.

      Pues no se había sorprendido en absoluto, como quienes lo habían precedido, y lo había planificado antes de su llegada.

      Explorando el camino detenidamente en busca de obstáculos, se dirigió con cuidado al sótano. Al mirar por la abertura vio la silueta protuberante del propietario, que estaba borracho en una silla. Con un humor sarcástico, el barbudo quitó la tapa de un barril de vino y, agarrando su cuerpo, lo precipitó en él de cabeza. Un pataleo espasmódico fue todo lo que señaló su muerte. Después, el barbudo volcó la vela y esperó hasta que la llamita hubiera crecido hasta cruzar la estancia y consumir la madera. Entonces, se marchó de aquel horrible lugar en pos de la despejada y húmeda noche.

      Las desgracias de batir mantequilla

      En el hermoso claro había un atractivo fauno de unos veintidós años, pues, aunque sean inmortales, no siempre son jóvenes y sin arrugas. Su lisa piel marrón se fundía de forma natural con su pelo desgreñado, y dos cuernecitos minúsculos sobresalían de sus cortos mechones dorados, que se movían mientras brincaba por la vegetación en flor. Las flores no estaban totalmente en flor, y sus capullos medio abiertos encerraban la promesa de una belleza antinatural. El fauno se desplazaba con la fresca pasión de la juventud, y su brillante pelaje casi parecía amarillo al sol, con matices de marrón.

      El demonio Garoth lo observaba mientras descansaba con cinismo, de pie en medio de un matorral de brillante follaje verde.

      El fauno cruzaba el claro y se detenía ora para arrancar una flor cuya belleza era incapaz de apreciar, solo para dañarla con sus fuertes dedos, ora para probar un racimo de frutos del bosque carmesís. Era evidente que tenía una meta definitiva y, aunque no tenía prisa, la criatura acabó emergiendo en un claro contiguo limitado por hierba cual juncos y arbustitos retorcidos. En él yacía una muchacha vestida de gasa de excepcional belleza, que había acudido